Cambio de régimen, condición sine qua non para el futuro de México
Por Luis Rubio
En ocasiones los mexicanos no nos damos cuenta de lo suertudos que hemos sido. Preocupados
por los problemas del entorno y pesimistas de todo, muchas veces no
alcanzamos a reconocer que los cambios políticos y económicos de las
últimas décadas han sido extraordinariamente tersos.
Cuando uno observa y analiza la
lógica de supervivencia de regímenes como el cubano, chino, norcoreano o
iraní, es impactante la facilidad con la que se transitó de un régimen
con mentalidad de sitio y rechazo del resto del mundo, hacia uno
integrado en las corrientes mundiales. Tanto así que este año ostentamos la presidencia del G20, las principales naciones del mundo. Pasamos
de un mundo de cerrazón casi autárquica a una integración no perfecta
pero evidente. Y todo eso sin demasiados aspavientos.
Lamentablemente esa transición
no vino acompañada de un cambio de régimen. El PRI perdió el poder en
2000 y no se dio un rompimiento con las viejas estructuras. La
separación o divorcio del PRI y la presidencia cambió al país para
siempre, pero no se transformaron las instituciones políticas ni se
crearon condiciones para que los partidos, comenzando por el propio PRI,
se modernizaran y transformaran. Dos sexenios después seguimos
enfrentando riesgos de ruptura, poderes fácticos, instituciones
disfuncionales y el riesgo de restauración.
La tesitura actual inevitablemente nos
retrotrae a los dilemas que se enfrentaron pasada la elección en 2000 y
que no acabaron resolviéndose bien. Hoy nos encontramos ante una
coyuntura compleja en la que se juega la posibilidad de intentar
restaurar el viejo régimen (en dos vertientes, la de los setenta para un
partido, la de los sesenta para el otro) o la continuación de una
transición que no acaba por cuajar. La verdad, el país no resiste una
restauración y ya no funciona con la orientación actual.
Lo que el país requiere es un
cambio de régimen. En palabras llanas, un cambio de régimen entraña la
reorganización de las instituciones de gobierno a fin de,
primero, asegurar que representen al mosaico de agrupaciones y fuerzas
políticas que hoy conforman al firmamento y, segundo, ser capaces de
tomar decisiones respecto a los desafíos fundamentales que enfrenta el
país en todos los ámbitos. Los últimos quince años son testamento de que
el arreglo institucional prevaleciente es disfuncional y no responde a
las necesidades del país, en tanto que los últimos cincuenta demuestran
que no es ni siquiera lógico, ya no digo realista, pensar en la
restauración de un gobierno fuerte, centralizado donde el presidente
puede imponerle sus preferencias a la sociedad sin transparencia ni
rendición de cuentas.
La gran pregunta es quién
encabezaría un cambio de régimen y/o que condiciones lo harían posible.
Desafortunadamente, hoy ya no existe el factor de unidad, sorpresa y
oportunidad que marcó la derrota del PRI en 2000. Las
circunstancias y condiciones que hacían del 2000 una oportunidad
excepcional para reconformar al sistema político fueron únicas y
momentáneas. Desperdiciada la oportunidad, el gran reto ahora es
construir condiciones que hagan propicia la transformación que no se
logró entonces. En contraste con 2000, hoy domina el encono y la
polarización, condiciones que hacen tanto más difícil la consecución de
un proceso tan fundamental. Peor, en la medida en que el país
no avance aumenta la posibilidad de que experimentemos ese “coletazo” de
dinosaurio (o de poder fáctico) del que hasta hoy nos hemos salvado.
El cambio de régimen es crucial porque
nuestro país está atorado por la ausencia del dúo clave de una
democracia: los pesos y contrapesos. Ya no tenemos el sistema de
imposición con el que el país funcionó por tanto tiempo y todavía no
hemos logrado consolidar un nuevo sistema que funcione en la realidad
nacional e internacional actual. Ese es el reto.
Cada una de las fuerzas políticas ha
interpretado la situación actual a su manera y ha concluido con su
propio diagnóstico. Tanto el PRI como el PRD nos plantean como solución
al problema la reconstrucción del factor central del viejo sistema: la
presidencia dominante. Uno, el PRI, lo propone como mecanismo para
recobrar la capacidad de tomar decisiones y avanzar en el proceso de
desarrollo, en tanto que el otro, el PRD, lo propone como medio para
alterar el rumbo de la política económica, reconstruir la capacidad del
Estado de conducir la política económica y convertirlo en el factótum
del desarrollo. Por lo que toca al PAN, la propuesta consiste en un
acuerdo entre las fuerzas políticas para, a partir de ahí, construir
nuevas instituciones. Cada partido y candidato responde ante su visión,
historia y combinación de fuerzas y debilidades.
Podemos especular sobre lo que haría el
candidato que resulte ganador. Sin embargo, el calor de una contienda
hace poco redituable semejante ejercicio porque lo que se presenta y
argumenta no es, principalmente, una propuesta integral de gobierno,
sino lo que el contexto favorece, que no es sino una mezcla de
personalidad, ideología y equipos, haciendo muy difícil escudriñar el
fondo de las ideas que yacen detrás. Si es que hay ideas a estas
alturas.
Más útil en este momento sería discutir
la importancia de un cambio de régimen como condición sine qua non para
el futuro del país. Pocos países logran acceder a la democracia con un
acuerdo político vasto que permita la continuidad en las actividades
cotidianas del gobierno mientras se transforman las instituciones. El
atractivo de España en este sentido es por ello enorme. Sin embargo, lo
común es que se llegue sin plan, sin liderazgo y sin visión. En esa
tesitura se encuentran muchas naciones y nosotros no somos excepción.
Pero, como va el dicho, mal de muchos,
consuelo de tontos. La única salida de donde estamos es construir la
capacidad de Estado que permita renovar al aparato institucional,
construir pesos y contrapesos (no sirve sólo uno de los dos componentes:
nuestra parálisis es en buena medida producto de que hay sólo funciona
la mitad de la ecuación, generándole incertidumbre permanente a todos
los participantes, igual ciudadanos que funcionarios, gobernadores y
secretarios). La gran pregunta es cómo.
Siempre es posible que un gran liderazgo
se ilumine y produzca la unificación que se requiere. Un gran liderazgo
–como los de Suárez o Mandela- puede hacer maravillas, pero no es
substituto de la construcción de pesos y contrapesos. Es decir, la
apuesta de México tiene que ser institucional. El gran tema que tendrán
que definir el actual proceso electoral es quién tiene la visión y
capacidad para conducir en esa dirección.
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