Toda
política de apaciguamiento es buena, aunque, como todo en política,
depende del resultado. Como también en el fútbol: si se tiene éxito, el
sueldo del director técnico queda asegurado para otra temporada.
No soy quién (como diría Belisario) para opinar en voz alta sobre el misterioso viaje del presidente Santos a Cuba, cuando el pretexto de rematar unos acuerdos comerciales no parecía razón suficiente.
No se le vio con Fidel Castro, sí con Raúl y, por supuesto, con Hugo Chávez, su enfermo mejor amigo, a quien también podía pensarse que viajó a visitar, dados los datos alarmantes que se transmiten a diario sobre su salud.
Pero ir a la República de Cuba para visitar al presidente de la República de Venezuela sería diplomáticamente inapropiado. Entonces tampoco fue solamente una visita de enfermos, sino, al parecer, una de cortesía con el gobierno cubano (pero pregunto: ¿lo vio alguien con Fidel?). Quizás se trató de suavizarle a Raúl Castro el hecho de no poderlo invitar, ya que ser el anfitrión de Cartagena no le daba autoridad de convocatoria a la conferencia. Eso parecía claro.
El consenso no existía desde antes de pensar el presidente Santos en viajar a La Habana. Era más bien muy preciso el disenso. No se entiende por qué vino a reconocerlo en el aeropuerto José Martí, de retorno a Colombia. ¿Consenso entre quiénes? No estaba allí reunida la OEA ni nadie representativo del organismo americano. Estados Unidos, la piedra en el zapato, había sido enfático en que Cuba no podría asistir y Cuba, en la voz del propio Fidel, había declarado que no se dejaría invitar a una reunión del capitalismo.
La imagen de Neville Chamberlain, en Múnich, debe “asombrar” en las gélidas noches de la Casa de Nariño. Alguien de seguridad tal vez haya visto la sombra espigada del primer ministro británico, con su paraguas, rondando por el corredor de los tapices o cerca del cuadro-caricatura de Sor Palacio.
Santos, tan londinense, donde residió por nueve años, confía en que lo suyo no será igual a lo de Sir Arthur Neville, si bien, al dar la vuelta de su corta estadía en la isla, el canciller cubano emitió un rugido contra la cumbre americana. Castro, el mayorcito, el que no se le asomó a Santos, recordará cuando vino a Colombia, todavía adolescente, y contribuyó al saboteo de la novena conferencia en Bogotá (peroratas de revuelta en la estación quinta), encendida la ciudad en llamas, no importa si para ello hubo que sacrificar al caudillo del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán, a quien hoy se invoca como estandarte del socialismo del siglo XXI.
No soy quién (como diría Belisario) para opinar en voz alta sobre el misterioso viaje del presidente Santos a Cuba, cuando el pretexto de rematar unos acuerdos comerciales no parecía razón suficiente.
No se le vio con Fidel Castro, sí con Raúl y, por supuesto, con Hugo Chávez, su enfermo mejor amigo, a quien también podía pensarse que viajó a visitar, dados los datos alarmantes que se transmiten a diario sobre su salud.
Pero ir a la República de Cuba para visitar al presidente de la República de Venezuela sería diplomáticamente inapropiado. Entonces tampoco fue solamente una visita de enfermos, sino, al parecer, una de cortesía con el gobierno cubano (pero pregunto: ¿lo vio alguien con Fidel?). Quizás se trató de suavizarle a Raúl Castro el hecho de no poderlo invitar, ya que ser el anfitrión de Cartagena no le daba autoridad de convocatoria a la conferencia. Eso parecía claro.
El consenso no existía desde antes de pensar el presidente Santos en viajar a La Habana. Era más bien muy preciso el disenso. No se entiende por qué vino a reconocerlo en el aeropuerto José Martí, de retorno a Colombia. ¿Consenso entre quiénes? No estaba allí reunida la OEA ni nadie representativo del organismo americano. Estados Unidos, la piedra en el zapato, había sido enfático en que Cuba no podría asistir y Cuba, en la voz del propio Fidel, había declarado que no se dejaría invitar a una reunión del capitalismo.
La imagen de Neville Chamberlain, en Múnich, debe “asombrar” en las gélidas noches de la Casa de Nariño. Alguien de seguridad tal vez haya visto la sombra espigada del primer ministro británico, con su paraguas, rondando por el corredor de los tapices o cerca del cuadro-caricatura de Sor Palacio.
Santos, tan londinense, donde residió por nueve años, confía en que lo suyo no será igual a lo de Sir Arthur Neville, si bien, al dar la vuelta de su corta estadía en la isla, el canciller cubano emitió un rugido contra la cumbre americana. Castro, el mayorcito, el que no se le asomó a Santos, recordará cuando vino a Colombia, todavía adolescente, y contribuyó al saboteo de la novena conferencia en Bogotá (peroratas de revuelta en la estación quinta), encendida la ciudad en llamas, no importa si para ello hubo que sacrificar al caudillo del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán, a quien hoy se invoca como estandarte del socialismo del siglo XXI.
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