En
1998 Juan Pablo II fue a Cuba. Entonces, hace prácticamente una
generación, gobernaba Fidel y la situación, como siempre, era muy
crítica. Era el primer papa que visitaba la Isla y el conjunto de la
sociedad lo recibió con una mezcla de ilusión y temor. Se le atribuía
una gran responsabilidad en el fin de las tiranías comunistas del este
de Europa y existía la secreta esperanza de que su presencia desatara un
proceso de cambio. En eso consistía la ilusión. El temor, claro, lo
generaba la represión del gobierno.
Catorce años después, el papa Benedicto XVI viajará a Cuba. ¿Algo ha cambiado? Sí, es otro país y otra generación, pero el mismo gobierno, ahora presidido por Raúl, mientras Fidel, decrépito y enfermo, se entretiene orientando al mundo por internet enfundado en un curioso chándal deportivo. La diferencia fundamental es que ya no hay esperanzas de que cambie el miserable destino de esa sociedad. La dictadura se empeña en mantener los rasgos esenciales de un modelo totalitario, brutal e improductivo, maquillado con algunos vestigios menores de propiedad privada, y ya todo el mundo sabe que el experimento está condenado al fracaso.
No obstante, todos ganan y pierden con la visita. La
dictadura y Raúl Castro buscan legitimidad y demostrar que el gobierno
es abierto y tolerante con cualquier país o institución (la Iglesia
Católica es ambas cosas) que no cuestione el modelo político. Pero Raúl
tiene a su derecha a unos pocos tipos encharcados en el dogma que no ven
con buenos ojos la presencia del papa, y por su izquierda una inmensa
mayoría de reformistas que desearían enterrar de una vez ese viejo
disparate de difuntos sin flores que es el comunismo.
Remover ese avispero no le conviene a la dinastía militar de los Castro. Y lo está haciendo.
A la Iglesia Católica le sucede algo parecido. La
visita del papa junta y divide al mismo tiempo. Roma y la Iglesia
quieren, en primer lugar, divulgar la fe y predicar el cristianismo.
Desean ampliar el número de fieles, hoy sustancialmente empequeñecido
por la enorme masa de cubanos refugiados en diversas creencias
africanas: santeros, paleros, abakuás y otras sectas. Ansían, también,
que los dejen enseñar y formar ciudadanos, y que les permitan tener
órganos de comunicación para participar en el debate social. Hasta ahora
no hay el menor síntoma de que los van a autorizar, pero, mientras
tanto, escriben con buena letra para ver si lo logran.
En segundo lugar, como buenos cristianos, se
horrorizan de las consecuencias del sistema, pero dentro de la jerarquía
eclesiástica cubana también existe una amarga división que ahora se
exacerba. De una parte están el Cardenal Jaime Ortega y algunos obispos
dispuestos a ejercer la compasión con las víctimas, sin tratar de
eliminar las causas, a cambio de aumentar la presencia y la influencia
de la Iglesia, mientras otros obispos, numerosos curas y religiosos, y
los laicos más comprometidos, como las Damas de Blanco, Dagoberto Valdés
y Oswaldo Payá, saben que es inútil alimentar ancianos desvalidos y
pedir piedad para los presos enfermos, si no se cambia de una vez el
modelo político causante de la pobreza y del terror que mantiene las
cárceles llenas y a las turbas apaleando a los demócratas en las calles y
en sus casas. Para ellos, como para la mayor parte del país, la
solución no está en el alivio parcial del mal, sino en su erradicación
definitiva por métodos pacíficos.
Para la oposición democrática, por último, la visita
del papa es una oportunidad única de hacerse oír. Durante 48 horas el
mundo, por medio de centenares de periodistas y todos los medios de
comunicación importantes, tendrá sus ojos puestos en Cuba. Por eso las
Damas de Blanco, casi todas católicas fieles, le han pedido al papa un
minuto, sólo un minuto, para que las conforte, como debe hacer el
vicario de Cristo en la tierra, porque sufren mucho y les pegan, las
encarcelan y las vejan constantemente, y para entregarle un video en el
que explican muy claramente las tribulaciones que padecen los cubanos.
Por eso, otros disidentes, totalmente desesperados, criticados por
algunos de sus compañeros, han comenzado a tomar iglesias, como se ha
hecho en varios países de América Latina, porque esos recintos son
espacios mínimos de libertad y allí pueden manifestar sus denuncias, al
menos por un rato.
Supongo que el papa regresará al Vaticano más
confundido de lo que llegó a Cuba. Les suele pasar a quienes viajan a
esa isla. Habrá que exorcizarla.
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