16 marzo, 2012

El derecho a vivir inseguro



El trece de abril de este año la prensa escrita se hacía eco del intento, por parte del edil liberal Miguel Torres, perteneciente a la Junta Municipal de Curuguaty, de derogar la ordenanza que establece la obligatoriedad del uso del casco. Aquello a contramano de la fuerte campaña mediática realizada con anterioridad por el titular de la policía caminera, Eduardo Petta, en defensa de la utilización forzosa de éste y otros dispositivos de seguridad, como el chaleco reflectivo.

Por otra parte, días atrás observábamos como las medidas de urgencia de suspensión de actividades adoptadas por la comuna de Asunción, derivaban en la clausura de edificios céntricos. En la ocasión, el ingeniero Carlos Halke manifestaba que se trataba de “un plan de acción para mitigar los riesgos que representa el desarrollar una actividad, ya sea habitar el lugar”.
Funcionarios del Departamento de Prevención Contra Incendios (PCI) del municipio indicaban que, de no realizarse las debidas adecuaciones de seguridad en los edificios intervenidos, los casos serían derivados a la fiscalía para el inicio de acciones penales que podrían derivar en penas privativas de libertad de hasta cinco años.
Estas posturas reavivaron la discusión acerca de la potestad que se arroga el estado sobre las libertades individuales y de cuan pertinente es a sus fines que me proteja de mí mismo.
Los que defienden la intervención estatal en la vida privada de las personas, ven con buenos ojos que se les obligue a cumplir con las normas de seguridad vigentes, y suelen articular la defensa de sus ideas desde perspectivas diferentes que en ocasiones transitan por senderos separados y en otras se alían para formar un solo argumento. No obstante, pueden distinguirse claramente dos tipos de alegatos: uno de carácter económico y otro de carácter ético.
En efecto, algunos entienden que habitar una vivienda precaria, conducir una motocicleta sin utilizar el casco o guiar un automóvil sin llevar puesto el cinturón de seguridad, constituyen comportamientos riesgosos que podrían derivar en costosos accidentes que obligarían a las instituciones estatales a costear los gastos, produciendo daños a terceros. Afirman que es injusto que se les prive de una cama de terapia intensiva a aquellos cuyo delicado estado de salud en modo alguno es el resultado de una conducta cuestionable, en aras de otros que, a sabiendas de las posibles consecuencias de sus actos, deciden vivir sus vidas temerariamente.
Considero que esta posición, si no es peligrosa, cuando menos, es criticable. En primer lugar, porque parece olvidar que los hospitales públicos se construyen gracias a los impuestos que todos pagamos. Si la aceptamos, deberíamos también aceptar que el valor del dinero aportado es relativo al estilo de vida del aportante. Luego, lo justo sería entonces que se nos permita decidir si abonamos o no dichos tributos.
En segundo lugar, si le otorgáramos esta licencia al estado, ¿dónde estaría el límite? ¿Cómo evitar los excesos? Con la excusa del ahorro y la economía de recursos, ¿por qué no regular la alimentación o las horas de sueño, a fin de salvaguardar la buena salud del individuo y evitar de este modo las consultas por cardiopatías o stress?
Las consideraciones de carácter ético no son menos controversiales. Sostienen que la familia constituye, en sí misma, un valor muy apreciado para el estado, que éste está obligado a preservar. Por ello no se puede permitir que una decisión personal derive en situaciones extremas como la pérdida de uno de sus miembros. La orfandad, la viudez o el desamparo económico no son opciones si pueden evitarse. De allí -podrían sostener- la necesidad de contar con una legislación que obligue al sujeto a resguardarse de daños o peligros. Pero una vez más, nos enfrentamos al problema de los límites y excesos. Si la situación de un hombre en particular es la de alguien sin lazos familiares, ¿por qué debería el estado obligarle a adoptar medidas de seguridad que quizás le interesen poco o nada? En todo caso, podría advertirle de las consecuencias de conducirse de modo arriesgado (tal como se hace con el consumo de cigarrillos o bebidas alcohólicas), pero nunca obligarle a evitar aquello que otros consideran perjudicial. Y si la realidad del hombre en cuestión es diametralmente opuesta, habiendo formado una familia de la cual es el sostén ¿tendría por esto más derecho el estado a extender su intervención a cuestiones tales como fumar, ingerir alcohol o practicar deportes extremos? Después de todo, estas actividades también son potencialmente mortales.
Creo firmemente en que legislar para regular conductas que no ponen en peligro la vida de terceros es un error. El estado debería evitar inmiscuirse en decisiones que atañen pura y exclusivamente a la persona que las toma. Debería dejarnos conducir sin cascos y sin cinturones de seguridad. No debería decirle a la gente dónde y cómo vivir.
En definitiva, debería dejarnos ejercer nuestro derecho a vivir inseguros.

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