ECONOMÍA
Por Juan Ramón Rallo
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La explicación canónica sobre el papel que ha desempeñado el euro en
esta crisis viene a ser así: Alemania impuso la moneda única para vender
sus mercancías a unos vecinos menos competitivos que, desprovistos del
mecanismo de la desvaluación, vieron cómo sus ineficientes industrias
nacionales eran desarticuladas y cómo, después, no pudieron devolver el
dinero que pidieron prestado para financiar sus compras.
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En realidad, es mucho más lógico pensar que Alemania, cansada de que sus esfuerzos por ahorrar, capitalizarse, mejorar su productividad y no vivir de prestado se vinieran abajo por culpa de irresponsables devaluaciones competitivas procedentes de la periferia, presionó para que esos países renunciaran a sus políticas monetarias nacionales y que, en lugar de manipular su moneda para rapiñar mercados a Alemania –juego de suma cero–, procedieran a reformar sus rígidas legislaciones y a incrementar sus niveles de ahorro, lo que redundaría en un aumento de la riqueza conjunta de todos los europeos –juego con suma positiva–.
Sea como fuere, existe otra explicación todavía más opuesta a la tesis oficialista: según relata el profesor Philipp Bagus en este libro, la moneda única fue, en realidad, un mecanismo de la manirrota periferia europea –y muy en especial de Francia– para someter y doblegar la ortodoxia monetaria, presupuestaria y reformista de Alemania. Hasta la implantación del euro, siempre que un banco central expandía excesivamente el crédito, su divisa se depreciaba, los precios internos de su economía se disparaban y sus tipos de interés terminaban reputando con mayor o menor rapidez.
La depreciación de las divisas más inflacionistas con respecto al rigurosamente gestionado marco alemán ponía de manifiesto que los políticos y los banqueros centrales de los países afectados estaban abusando del crédito barato a costa de la población de los mismos. Sin embargo, la extensión de la moneda única permitió enmascarar este fenómeno: se podía aumentar notablemente el crédito en algunas regiones sin que saltaran las alarmas de la economía, pues la divisa común no experimentaba pérdida de valor. Esta expansión coordinada del crédito incrementó el potencial inflacionista de los países con menor credibilidad de toda Europa –España, Grecia, Irlanda, Portugal o Italia–, lo que permite suponer que éstos nunca hubiesen sido capaces de aumentar su consumo, su inversión o su gasto público con cargo a la deuda tanto como lo hicieron durante esos años.

La izquierda, como decíamos, tiene su explicación, dirigida a convertir a las víctimas en verdugos y a los verdugos en víctimas: se nos ha dicho que Alemania ha buscado colonizar comercialmente a los países periféricos imponiéndoles un tipo de cambio fijo artificialmente bajo y unas condiciones crediticias laxas en extremo para que sus grandes corporaciones pudieran exportar en masa a España, Grecia o Portugal y amasar suculentos beneficios. La explicación, empero, es bastante deficiente: sí, las empresas teutonas han vendido mucho a crédito y se han anotado en sus cuentas de resultados pingües beneficios, pero si los países periféricos acaban por no pagar sus deudas –lo que es muy probable que suceda–, los alemanes no llegarán a cobrar esos beneficios contablemente registrados. Al final de la película, bien podría suceder que los alemanes no reciban el pago por los miles de vehículos, lavadoras, frigoríficos, maquinaria y medicamentos de primerísima calidad que han exportado a la periferia. ¿Dónde quedará entonces el lucro?
La explicación que se me antoja más razonable, y que el profesor Bagus recoge como secundaria en su libro, es que los alemanes trataron de proteger su industria de las devaluaciones competitivas de la periferia. Acabados Bretton Woods y la época de los tipos de cambio fijos, la industria alemana se veía continuamente amenazada por la depreciación monetaria de ciertos países europeos, que, remisos a contener su endeudamiento y aplicar reformas estructurales, preferían machacar su divisa a fin de recuperar algo de cuota exportadora en los mercados internacionales. Normal, pues, que los alemanes se molestaran: ellos se esforzaban por hacer las cosas de manera correcta y luego llegaban sus vecinos manirrotos del sur, devaluaban sus divisas y les fastidiaban el invento. ¿Solución? Atarles las manos en materia monetaria, para que, si quisieran exportar más, tuvieran que hacer como los alemanes: volverse más productivos. Recordemos que la devaluación monetaria es una tramposa chapuza que resulta en un juego de suma cero (unos se enriquecen y los demás se empobrecen), mientras que los incrementos de productividad son juegos de suma positiva que benefician a todas las partes.

En definitiva, para el profesor Bagus el euro no fue otra cosa que un ariete político contra la independencia del Bundesbank y, en última instancia, contra la propiedad privada de los alemanes, expoliados sistemáticamente desde entonces: contra ellos se ejecutan los planes de rescate y el activismo inflacionista del BCE. El euro es un caballo de Troya para una Europa más centralizada políticamente y con muchas menos libertades.
En cierto modo resulta inevitable que el profesor Bagus se oponga a la moneda única y postule una restitución de las divisas nacionales. Una propuesta que uno puede entender, viniendo de un alemán que conoce de primera mano el funcionamiento de la periferia europea, pero que difícilmente puede compartir. No porque le ilusione la situación actual, sino porque le aterroriza un mundo donde los papandreus, berlusconis, zapateros y rajoys de turno tuviesen las manos completamente libres para depreciar la divisa y monetizar sus déficits públicos. El euro, en realidad, no fue una mala idea; al contrario, era una magnífica propuesta dentro del muy deficiente marco de papel moneda que padecemos. Pero estaba pésimamente configurado.
Si en cierto modo la moneda única ha fracasado no ha sido porque Europa necesite tropecientas monedas nacionales sometidas a la discrecionalidad inflacionista del sanedrín político de turno, sino porque el Banco Central Europeo, encargado de gestionar la divisa común, se terminó convirtiendo en el basurero de última instancia en el que los distintos Gobiernos y bancos europeos –con independencia de su solvencia, liquidez y rigor– podían obtener financiación. Grecia o Portugal deberían haber entrado en el euro, sí, pero sus Gobiernos y sus bancos hiperendeudados nunca deberían haber accedido a la ventanilla de descuento del BCE.
El modelo era y sigue siendo simple: Kosovo, Montenegro, Andorra, El Vaticano, Mónaco o San Marino son países que han renunciado a su soberanía monetaria y están usando el euro pero que no pueden beneficiarse del chorro de crédito barato del BCE. El profesor Bagus apunta de pasada a otra respetable posibilidad: toda Europa debería haberse sumado al marco, que habría continuado en manos de un Bundesbank completamente independiente del Gobierno alemán. La tragedia de Europa, pues, no ha sido el euro, sino la configuración del BCE. Con esta salvedad, el libro constituye una auténtica joya de erudición económica, política, histórica y filosófica.
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