06 marzo, 2012

El patriarca en Miraflores

JORGE VOLPI

Cuando por fin abre los ojos, la brusca luz de halógeno lo golpea; se incorpora un poco y se descubre encadenado a un tubo de plástico y una bolsa de suero. Por fortuna, nadie lo acompaña: no tardarán en llegar los médicos para realizarle más exámenes, revisar las suturas y acaso mentirle sobre su pronóstico. Y luego vendrá el alud de visitantes y recaderos. Prefiere aprovechar esta pausa para concentrarse, para meditar unos segundos: desde que se detectó el tumor, no le han dado tregua. Era ya bastante con gobernar un país de locos con mano de hierro, y combatir a imperialistas y traidores, como para ahora dedicar tanto tiempo a sí mismo, a esta maldita enfermedad que acaso triunfe donde fallaron los golpistas y la CIA.


            El comandante Chávez estira las piernas -una punzada en el vientre- y se lleva la mano a las mejillas mal afeitadas. Tiene sed. Y náuseas. Todo a su alrededor es blanco y pulcro, un limbo en medio del Caribe. Aislado en ese cuarto, a cientos de kilómetros de su patria y, peor, a cientos de kilómetros de sus subordinados, se siente prisionero. Más solo que en la cárcel, hace ya tantos años. Desde luego, no había mejor opción, al menos mientras persistiese un hálito de esperanza. Tratarse en Estados Unidos, con sus enemigos, hubiese sido una humillación intolerable. En Brasil o en Europa no habría logrado tejer el cordón sanitario -nunca mejor dicho- que transforma su salud en un secreto militar. Y en Venezuela, aún menos: allí no se puede confiar ni en la discreción de los cirujanos.
No había, pues, otro remedio: a fin de cuentas la medicina es, junto con el deporte, el último logro que puede presumir el régimen cubano (no por nada cientos de sus doctores peregrinan en las selvas y montañas de su patria); en todos los demás terrenos sus anfitriones se hallan en desventaja, pero en el Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas uno se siente como en el primer mundo. Aquí nadie filtrará los resultados de las pruebas, nadie hablará de más, nadie querrá indisponerse con Raúl y su familia. Si algo admira de Cuba, es el control absoluto sobre lo que puede decirse en voz alta.
Venezuela es lo contrario: allí todos están ya alborotados con su previsible... desaparición... y nadie se calla la boca. Porque, si se ha empeñado en ocultar los detalles de su padecimiento, no es tanto para engañar a la oposición, sino a sus leales. Con los otros ha podido una y otra vez en el pasado; cuando lo encarcelaron, salió convertido en un líder más popular que todos esos políticos corruptos; cuando quisieron deponerlo, regresó legitimado; y, cuando pretendieron vencerlo en las urnas, él los derrotó sin cortapisas. Por el momento, las elecciones de octubre no constituyen su mayor dolor de cabeza: más inquietante le resultan sus generales y ministros.
¿Cómo es posible que se reúnan sin su consentimiento? ¿Que elaboren planes de emergencia? Ninguno posee su estatura -él mismo congeló a cualquiera que osase opacarlo- y ninguno cuenta con el respaldo unánime de los sectores que lo apoyan, pero no puede descartarse que, aprovechando su ausencia, se hagan ilusiones. Cuando ronda la "tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza" -en palabras del Maestro-, hasta tus mejores amigos se disfrazan de buitres. Por eso ha de extremar las precauciones, dejar todo atado y bien atado, por si acaso...
Vaya paradoja: cuando le anunciaron que Fidel estaba desahuciado, se imaginó sosteniendo su cadáver en una especie de piedad revolucionaria; y ahora es posible que ocurra lo inverso, el padre presidiendo el entierro de su discípulo. "La historia me absolverá": esta frase de su anfitrión ronda obsesivamente su cabeza. ¿Pasará lo mismo con él? ¿Qué se dirá, en diez o cien años, de su República Bolivariana?
Se resiste a creer que su régimen será visto como un episodio pasajero, que los partidos tradicionales recuperarán sus posiciones, que las reformas que emprendió quedarán en la nada. ¿Pero qué puede hacer para evitarlo? ¿Confiar en esos segundones? ¿Entregarle el poder a alguien que, en el mejor de los casos, lo convertirá en una especie de santo, en un patético icono -antes los revolucionario morían acribillados en la selva, no en un cuarto de hospital-, mientras pacta y transige con los norteamericanos? No: si vino a Cuba, no sólo fue para ser tratado por sus médicos, sino para inspirarse en la feliz maniobra que le permitió a Fidel acotar el margen de maniobra de su hermano. Por eso debe regresar lo más pronto posible a Miraflores.
Cuando tocan a la puerta, el comandante Chávez siente un vago desasosiego. Tal vez, en estas circunstancias, la muerte sea una victoria. La única forma de no ser derrotado ni por los opositores ni por los conjurados que pululan en su propio bando. ¿Quién le iba a decir que, cuando se le ocurrió resucitar aquella vieja proclama revolucionaria, tan bella y -le parecía entonces- tan heroica, en realidad profetizaba su futuro? Patria, socialismo o muerte: tremendo despropósito.

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