JORGE VOLPI
Cuando por fin abre los ojos, la brusca luz de halógeno lo golpea; se
incorpora un poco y se descubre encadenado a un tubo de plástico y una
bolsa de suero. Por fortuna, nadie lo acompaña: no tardarán en llegar
los médicos para realizarle más exámenes, revisar las suturas y acaso
mentirle sobre su pronóstico. Y luego vendrá el alud de visitantes y
recaderos. Prefiere aprovechar esta pausa para concentrarse, para
meditar unos segundos: desde que se detectó el tumor, no le han dado
tregua. Era ya bastante con gobernar un país de locos con mano de
hierro, y combatir a imperialistas y traidores, como para ahora dedicar
tanto tiempo a sí mismo, a esta maldita enfermedad que acaso triunfe
donde fallaron los golpistas y la CIA.
El
comandante Chávez estira las piernas -una punzada en el vientre- y se
lleva la mano a las mejillas mal afeitadas. Tiene sed. Y náuseas. Todo a
su alrededor es blanco y pulcro, un limbo en medio del Caribe. Aislado
en ese cuarto, a cientos de kilómetros de su patria y, peor, a cientos
de kilómetros de sus subordinados, se siente prisionero. Más solo que en
la cárcel, hace ya tantos años. Desde luego, no había mejor opción, al
menos mientras persistiese un hálito de esperanza. Tratarse en Estados
Unidos, con sus enemigos, hubiese sido una humillación intolerable. En
Brasil o en Europa no habría logrado tejer el cordón sanitario -nunca
mejor dicho- que transforma su salud en un secreto militar. Y en
Venezuela, aún menos: allí no se puede confiar ni en la discreción de
los cirujanos.
No había, pues, otro remedio: a fin de cuentas la
medicina es, junto con el deporte, el último logro que puede presumir
el régimen cubano (no por nada cientos de sus doctores peregrinan en las
selvas y montañas de su patria); en todos los demás terrenos sus
anfitriones se hallan en desventaja, pero en el Centro de
Investigaciones Médico Quirúrgicas uno se siente como en el primer
mundo. Aquí nadie filtrará los resultados de las pruebas, nadie hablará
de más, nadie querrá indisponerse con Raúl y su familia. Si algo admira
de Cuba, es el control absoluto sobre lo que puede decirse en voz alta.
Venezuela
es lo contrario: allí todos están ya alborotados con su previsible...
desaparición... y nadie se calla la boca. Porque, si se ha empeñado en
ocultar los detalles de su padecimiento, no es tanto para engañar a la
oposición, sino a sus leales. Con los otros ha podido una y
otra vez en el pasado; cuando lo encarcelaron, salió convertido en un
líder más popular que todos esos políticos corruptos; cuando quisieron
deponerlo, regresó legitimado; y, cuando pretendieron vencerlo en las
urnas, él los derrotó sin cortapisas. Por el momento, las elecciones de
octubre no constituyen su mayor dolor de cabeza: más inquietante le
resultan sus generales y ministros.
¿Cómo es posible que se
reúnan sin su consentimiento? ¿Que elaboren planes de emergencia?
Ninguno posee su estatura -él mismo congeló a cualquiera que osase
opacarlo- y ninguno cuenta con el respaldo unánime de los sectores que
lo apoyan, pero no puede descartarse que, aprovechando su ausencia, se
hagan ilusiones. Cuando ronda la "tierna brisa de muerto grande y de
podrida grandeza" -en palabras del Maestro-, hasta tus mejores amigos se
disfrazan de buitres. Por eso ha de extremar las precauciones, dejar
todo atado y bien atado, por si acaso...
Vaya paradoja: cuando
le anunciaron que Fidel estaba desahuciado, se imaginó sosteniendo su
cadáver en una especie de piedad revolucionaria; y ahora es posible que
ocurra lo inverso, el padre presidiendo el entierro de su discípulo. "La
historia me absolverá": esta frase de su anfitrión ronda obsesivamente
su cabeza. ¿Pasará lo mismo con él? ¿Qué se dirá, en diez o cien años,
de su República Bolivariana?
Se resiste a creer que su régimen
será visto como un episodio pasajero, que los partidos tradicionales
recuperarán sus posiciones, que las reformas que emprendió quedarán en
la nada. ¿Pero qué puede hacer para evitarlo? ¿Confiar en esos
segundones? ¿Entregarle el poder a alguien que, en el mejor de los
casos, lo convertirá en una especie de santo, en un patético icono
-antes los revolucionario morían acribillados en la selva, no en un
cuarto de hospital-, mientras pacta y transige con los norteamericanos?
No: si vino a Cuba, no sólo fue para ser tratado por sus médicos, sino
para inspirarse en la feliz maniobra que le permitió a Fidel acotar el
margen de maniobra de su hermano. Por eso debe regresar lo más pronto
posible a Miraflores.
Cuando tocan a la puerta, el comandante
Chávez siente un vago desasosiego. Tal vez, en estas circunstancias, la
muerte sea una victoria. La única forma de no ser derrotado ni por los
opositores ni por los conjurados que pululan en su propio bando. ¿Quién
le iba a decir que, cuando se le ocurrió resucitar aquella vieja
proclama revolucionaria, tan bella y -le parecía entonces- tan heroica,
en realidad profetizaba su futuro? Patria, socialismo o muerte: tremendo despropósito.
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