17 marzo, 2012

Estados Unidos: una educación escolar del tercer mundo

School-busPor Alvaro Vargas Llosa
¿Es posible reformar el sistema educativo escolar en los Estados Unidos? A juzgar por las promesas que hacen ritualmente los presidentes, gobernadores y jefes de distritos escolares, sí. A juzgar por los resultados de todas y cada unas de las reformas que se emprenden de tanto en tanto, no.
El último intento es el del gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo (en cierta forma inspirado por el alcalde neoyorquino Michael Bloomberg), que ha logrado un acuerdo con los sindicatos para que el 40 por ciento de la evaluación anual a que son sometidos los profesores se base en los resultados de los alumnos en las pruebas diseñadas por el propio Estado. Ya el alcalde de la ciudad de Nueva York, y más concretamente el jefe del distrito escolar correspondiente a ella, había dado pasos semejantes en época anterior. Ahora el gobernador quiere generalizar la reforma en todo el Estado. Pero estos empeños, como los de varios otros reformadores, podrían acabar en el tacho de basura por el endemoniado sistema de intereses creados que atenta contra el elemental principio de que deben ser los alumnos, no los adultos, el objeto preponderante de las reformas.

Un célebre documental de Davis Guggenheim, "Waiting For Superman" (Esperando a Superman), mostró hace año y medio cómo el gasto por alumno en todo el país pasó de 4.300 dólares en 1971 a más de 9 mil en nuestros días, sin que el promedio de los resultados de las pruebas de inglés y matemáticas experimentaran una mejora. Esto es lo que ha llevado a líderes empresariales y benefactores de peso como Bill Gates a denunciar que en los próximos 20 años Estados Unidos necesitará un mínimo de 120 millones de personas con alto nivel educativo y que por culpa del sistema escolar en el mejor de los casos no habrá disponibles en el mercado nacional más de 50 millones. Un verdadero drama para una economía que depende de la innovación tecnológica y del desarrollo del conocimiento como ninguna otra.
Para el observador exterior -y a veces para el interior- el sistema es complejo, porque meten la mano en él los tres niveles de gobierno. Lo esencial, sin embargo, es esto. El país está dividido en distritos escolares, la inmensa mayoría de los cuales funcionan como gobiernos locales, cuyos responsables son elegidos por voto popular. Hay también algunos cientos de "sistemas" que dependen del Estado o del condado. En ese caso no operan, a diferencia de los distritos escolares, como entidades autónomas. La financiación de todos los colegios públicos es laberíntica: proviene en principio de los estados, pero en muchos casos hay un suplemento local -el distrito cobra impuestos-. A su vez, el gobierno federal otorga fondos a través de los estados. Todo esto hace que haya reglas impuestas por el distrito o el condado, el Estado y el gobierno federal que se superponen, contradicen o neutralizan, según el caso.
Para tratar de revertir el descenso de la educación pública, en los años 90 se inventó la fórmula del "charter school", que obtiene financiación pública y no cobra por la enseñanza, pero que opera de forma independiente, por tanto sustrayéndose al control del distrito escolar. Gran parte del problema es que todos quisieran ir a un "charter school" para huir de la escuela pública. Esto ha creado un escenario que se trataba justamente de evitar: la sobrepoblación de las clases. Además, hay un drama social asociado a dichas escuelas, que el documental "Waiting for Superman" mostró conmovedoramente: a partir de un cierto número de alumnos, se realiza una lotería que deja a la suerte el destino de familias enteras que saben que si no son las favorecidas sus perspectivas en la vida serán mediocres. Aunque uno de cada cinco "charter schools" es un gran éxito, una mayoría se ve constreñida todavía por numerosos impedimentos. Más audaz ha sido, en ciertos lugares, el experimento con el bono o cheque escolar, el sistema mediante el cual se otorga dinero público a las familias para que acudan a la escuela privada. Pero es muy limitado el alcance por ahora y la oposición política lo hace inviable a escala nacional por el momento.
El país es plenamente consciente del desastre en que se ha convertido la educación escolar. Para quienes vivimos en Washington, hay pocos temas más agudos que la vergüenza nacional de ser esta ciudad, la capital del imperio, una de las peores en lo que respecta a sus escuelas públicas. En cambio, el estado de Maryland, colindante con Washington, cuenta con un sistema que ha dado mejores resultados. El debate público local, tanto en los buenos como en los malos distritos escolares, está siempre muy dominado por la crisis aparentemente imparable de la enseñanza pública.
Con la derrota del alcalde de Washington, Adrian Fenty, en 2010 se acabó el más audaz y admirable esfuerzo reformista del sistema escolar: el que lideró Michelle Rhee, una joven estadounidense de origen coreana que nunca había dirigido un distrito escolar y ni siquiera había sido directora de escuela, y a la que el responsable político de la capital norteamericana dio el encargo envenenado de "hacer lo que haya que hacer" para "darle vuelta a este fracaso colosal". Ella lo hizo, y con buenos resultados parciales, pero en el proceso se volvió una mujer odiada por media ciudad y no pudo continuar con sus esfuerzos. La derrota de Fenty que puso punto final a la reforma de Rhee en gran parte se debió a ella. Rhee fue reemplazada por el nuevo alcalde y uno más de los empeños reformistas cayó por la borda. De allí que la antorcha que ahora ha recogido Andrew Cuomo en el estado de Nueva York despierte en una mayoría de observadores alrededor del país un bíblico "ver para creer".
Lo que pasó con Rhee es un perfecto microcosmos de lo que pasa en el país: la tiranía de los intereses creados. El objetivo de su reforma era el elemental: que fueran los alumnos, no los profesores o padres, los beneficiados. Eso implicaba implantar un sistema de evaluaciones a los profesores, de rendición de cuentas de los responsables de cada colegio y de competencia entre colegios con la idea de ir sustituyendo a los malos profesores por otros mejores, o incentivando la mejora de la calidad de los que estaban desmoralizados por el sistema imperante. Todo ello, por supuesto, en un ambiente de gestión administrativa razonable de las escuelas.
La reforma partía, en el fondo, de una idea que el educador reformista Bill Strickland, de Pittsburgh, Pensilvania, lleva tiempo tratando de sembrar en la conciencia del país: "No son los barrios y vecindarios fracasados los que determinan el fracaso de los colegios, sino al revés". Basa su argumento en datos como éste: el 60 por ciento de los presidiarios de Pensilvania son personas que no acabaron el colegio. Cada presidiario le cuesta al contribuyente 33 mil dólares por año, es decir, más dinero del que habría costado enviarlo a una escuela privada. La solución es una de dos cosas: o hacer esto mismo, o reformar el sistema escolar de tal forma que el nivel educativo mejore de tal forma que los egresados revolucionen el clima general de la comunidad.
La reforma de Rhee, como la de todos los otros reformistas, chocó con un obstáculo mayúsculo: los sindicatos de profesores. El sistema estadounidense otorga a casi 2.5 millones de profesores en todo el país, incluyendo Washington, el famoso "tenure" o puesto vitalicio. Conseguirlo es muy fácil: nada comparable a lo que sucede en las universidades, donde también existe esta controvertida institución, pero donde las exigencias son grandes. No es la única protección de que gozan los profesores escolares. Sería largo enumerarlas, pero no existe un sistema de evaluación y rendición de cuentas eficaz. El intento del ex Presidente George W. Bush por introducir uno, conocido como "No Child Left Behind", subordinaba los fondos federales al rendimiento de la escuela, pero su impopularidad hizo imposible que sirviera de base para la gran transformación. De allí que gente como Michelle Rhee tuviera que intentar a escala local su propia cruzada personal.
Ella cerró en Washington 23 distritos escolares y despidió a la cuarta parte de los directores, trató de impulsar el sistema de "charter schools" y luego propuso a los sindicatos escoger entre renunciar al puesto vitalicio a cambio de que los profesores ganaran bastante más dinero si los resultados eran buenos o mantener el puesto vitalicio con salarios más bajos. La implacable oposición organizada por los sindicalistas y sectores políticos, y la decisión de los sindicatos de ni siquiera organizar una votación en relación con la propuesta de la eliminación del puesto vitalicio, llevó a Rhee a una conclusión dramática: "En nombre de la armonía entre los adultos, los adultos hacen la vista gorda ante el fracaso de sus hijos".
No siempre las cosas fueron así. Durante los primeros cien años de educación pública no había nada comparable a los sindicatos actuales: apenas una asociación gremial de profesores de inclinaciones más bien conservadoras e injerencia sumamente limitada. El nivel en general era alto y el gran proceso de movilidad social y meritocracia en que se convirtió la sociedad norteamericana le debió mucho a ese sistema. Sin embargo, los abusos inevitables llevaron, en los años 60, a una reacción. La principal tuvo lugar en Nueva York, donde una huelga magisterial acabó forzando un contrato con la ciudad donde los intereses creados pasaron a reemplazar el interés común. De allí a hoy la historia de los dos grandes sindicatos del magisterio estadounidense, la National Education Association (heredero de la asociación original antes mencionada) y la American Federation of Teachers (la sombrilla a la que pertenecía el grupo que hizo la huelga de Nueva York en los años 60) es la de la captura progresiva del sistema educativo y la entronización de un monopolio protegido por el Estado. La negociación colectiva, que nace en los años 70, fue el instrumento clave.
Estos sindicatos no sólo tienen un enorme poder económico, sino también político. En la instancia central recaudan unos 700 millones de dólares al año, pero si se suma a esto la recaudación de sus afiliados a escala local, la cifra es de varios miles de millones de dólares. Mueven montos muy superiores a la gran central sindical del país -la AFL-CIO- y sus donaciones a los políticos superan los 300 millones de dólares. Aun superior es la cifra que gastan en cabildeo político. De allí que, según David Guggenheim, tengan el control del Partido Demócrata a nivel federal, pero también del Partido Republicano en algunos gobiernos locales. Sin la movilización de estos sindicatos, Adrian Fenty no hubiera perdido la elección con la que trató de renovar su mandato y Michelle Rhee hubiera mantenido el cargo y continuado su reforma.
Es posible que sólo exista una fórmula para lograr la reforma: convertirse en lo que Andrew Cuomo llama "el lobby de los alumnos". En otras palabras: movilizar a los padres de esos millones de alumnos fracasados por culpa de profesores fracasados en torno a una causa muy concentrada y muy bien financiada que cuente con respaldo político a escala federal, estadual y local, superando en su propio juego a los numerosos "lobbies" de signo contrario. Por el momento, eso parece una quimera. Quizá si en algún lugar -¿Nueva York, por ejemplo?- un reformista logra superar a las fuerzas que tratan de impedir la reforma el ejemplo pueda disparar, por aquello de la imitación, un movimiento nacional de ese tipo.
Mientras eso no ocurra, los resultados seguirán siendo penosos: sólo el 8 por ciento de los alumnos de octavo grado de Alabama, el 14 por ciento de los de Misisipi, el 30 por ciento de los de Nueva York, el 40 por ciento de los de Nueva Jersey y así sucesivamente pasarán las pruebas.

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