¿Es posible reformar el sistema
educativo escolar en los Estados Unidos? A juzgar por las promesas que
hacen ritualmente los presidentes, gobernadores y jefes de distritos
escolares, sí. A juzgar por los resultados de todas y cada unas de las
reformas que se emprenden de tanto en tanto, no.
El último intento es el del gobernador
del estado de Nueva York, Andrew Cuomo (en cierta forma inspirado por el
alcalde neoyorquino Michael Bloomberg), que ha logrado un acuerdo con
los sindicatos para que el 40 por ciento de la evaluación anual a que
son sometidos los profesores se base en los resultados de los alumnos en
las pruebas diseñadas por el propio Estado. Ya el alcalde de la ciudad
de Nueva York, y más concretamente el jefe del distrito escolar
correspondiente a ella, había dado pasos semejantes en época anterior.
Ahora el gobernador quiere generalizar la reforma en todo el Estado.
Pero estos empeños, como los de varios otros reformadores, podrían
acabar en el tacho de basura por el endemoniado sistema de intereses
creados que atenta contra el elemental principio de que deben ser los
alumnos, no los adultos, el objeto preponderante de las reformas.
Un célebre documental de Davis
Guggenheim, "Waiting For Superman" (Esperando a Superman), mostró hace
año y medio cómo el gasto por alumno en todo el país pasó de 4.300
dólares en 1971 a más de 9 mil en nuestros días, sin que el promedio de
los resultados de las pruebas de inglés y matemáticas experimentaran una
mejora. Esto es lo que ha llevado a líderes empresariales y
benefactores de peso como Bill Gates a denunciar que en los próximos 20
años Estados Unidos necesitará un mínimo de 120 millones de personas con
alto nivel educativo y que por culpa del sistema escolar en el mejor de
los casos no habrá disponibles en el mercado nacional más de 50
millones. Un verdadero drama para una economía que depende de la
innovación tecnológica y del desarrollo del conocimiento como ninguna
otra.
Para el observador exterior -y a veces
para el interior- el sistema es complejo, porque meten la mano en él los
tres niveles de gobierno. Lo esencial, sin embargo, es esto. El país
está dividido en distritos escolares, la inmensa mayoría de los cuales
funcionan como gobiernos locales, cuyos responsables son elegidos por
voto popular. Hay también algunos cientos de "sistemas" que dependen del
Estado o del condado. En ese caso no operan, a diferencia de los
distritos escolares, como entidades autónomas. La financiación de todos
los colegios públicos es laberíntica: proviene en principio de los
estados, pero en muchos casos hay un suplemento local -el distrito cobra
impuestos-. A su vez, el gobierno federal otorga fondos a través de los
estados. Todo esto hace que haya reglas impuestas por el distrito o el
condado, el Estado y el gobierno federal que se superponen, contradicen o
neutralizan, según el caso.
Para tratar de revertir el descenso de
la educación pública, en los años 90 se inventó la fórmula del "charter
school", que obtiene financiación pública y no cobra por la enseñanza,
pero que opera de forma independiente, por tanto sustrayéndose al
control del distrito escolar. Gran parte del problema es que todos
quisieran ir a un "charter school" para huir de la escuela pública. Esto
ha creado un escenario que se trataba justamente de evitar: la
sobrepoblación de las clases. Además, hay un drama social asociado a
dichas escuelas, que el documental "Waiting for Superman" mostró
conmovedoramente: a partir de un cierto número de alumnos, se realiza
una lotería que deja a la suerte el destino de familias enteras que
saben que si no son las favorecidas sus perspectivas en la vida serán
mediocres. Aunque uno de cada cinco "charter schools" es un gran éxito,
una mayoría se ve constreñida todavía por numerosos impedimentos. Más
audaz ha sido, en ciertos lugares, el experimento con el bono o cheque
escolar, el sistema mediante el cual se otorga dinero público a las
familias para que acudan a la escuela privada. Pero es muy limitado el
alcance por ahora y la oposición política lo hace inviable a escala
nacional por el momento.
El país es plenamente consciente del
desastre en que se ha convertido la educación escolar. Para quienes
vivimos en Washington, hay pocos temas más agudos que la vergüenza
nacional de ser esta ciudad, la capital del imperio, una de las peores
en lo que respecta a sus escuelas públicas. En cambio, el estado de
Maryland, colindante con Washington, cuenta con un sistema que ha dado
mejores resultados. El debate público local, tanto en los buenos como en
los malos distritos escolares, está siempre muy dominado por la crisis
aparentemente imparable de la enseñanza pública.
Con la derrota del alcalde de
Washington, Adrian Fenty, en 2010 se acabó el más audaz y admirable
esfuerzo reformista del sistema escolar: el que lideró Michelle Rhee,
una joven estadounidense de origen coreana que nunca había dirigido un
distrito escolar y ni siquiera había sido directora de escuela, y a la
que el responsable político de la capital norteamericana dio el encargo
envenenado de "hacer lo que haya que hacer" para "darle vuelta a este
fracaso colosal". Ella lo hizo, y con buenos resultados parciales, pero
en el proceso se volvió una mujer odiada por media ciudad y no pudo
continuar con sus esfuerzos. La derrota de Fenty que puso punto final a
la reforma de Rhee en gran parte se debió a ella. Rhee fue reemplazada
por el nuevo alcalde y uno más de los empeños reformistas cayó por la
borda. De allí que la antorcha que ahora ha recogido Andrew Cuomo en el
estado de Nueva York despierte en una mayoría de observadores alrededor
del país un bíblico "ver para creer".
Lo que pasó con Rhee es un perfecto
microcosmos de lo que pasa en el país: la tiranía de los intereses
creados. El objetivo de su reforma era el elemental: que fueran los
alumnos, no los profesores o padres, los beneficiados. Eso implicaba
implantar un sistema de evaluaciones a los profesores, de rendición de
cuentas de los responsables de cada colegio y de competencia entre
colegios con la idea de ir sustituyendo a los malos profesores por otros
mejores, o incentivando la mejora de la calidad de los que estaban
desmoralizados por el sistema imperante. Todo ello, por supuesto, en un
ambiente de gestión administrativa razonable de las escuelas.
La reforma partía, en el fondo, de una
idea que el educador reformista Bill Strickland, de Pittsburgh,
Pensilvania, lleva tiempo tratando de sembrar en la conciencia del país:
"No son los barrios y vecindarios fracasados los que determinan el
fracaso de los colegios, sino al revés". Basa su argumento en datos como
éste: el 60 por ciento de los presidiarios de Pensilvania son personas
que no acabaron el colegio. Cada presidiario le cuesta al contribuyente
33 mil dólares por año, es decir, más dinero del que habría costado
enviarlo a una escuela privada. La solución es una de dos cosas: o hacer
esto mismo, o reformar el sistema escolar de tal forma que el nivel
educativo mejore de tal forma que los egresados revolucionen el clima
general de la comunidad.
La reforma de Rhee, como la de todos los
otros reformistas, chocó con un obstáculo mayúsculo: los sindicatos de
profesores. El sistema estadounidense otorga a casi 2.5 millones de
profesores en todo el país, incluyendo Washington, el famoso "tenure" o
puesto vitalicio. Conseguirlo es muy fácil: nada comparable a lo que
sucede en las universidades, donde también existe esta controvertida
institución, pero donde las exigencias son grandes. No es la única
protección de que gozan los profesores escolares. Sería largo
enumerarlas, pero no existe un sistema de evaluación y rendición de
cuentas eficaz. El intento del ex Presidente George W. Bush por
introducir uno, conocido como "No Child Left Behind", subordinaba los
fondos federales al rendimiento de la escuela, pero su impopularidad
hizo imposible que sirviera de base para la gran transformación. De allí
que gente como Michelle Rhee tuviera que intentar a escala local su
propia cruzada personal.
Ella cerró en Washington 23 distritos
escolares y despidió a la cuarta parte de los directores, trató de
impulsar el sistema de "charter schools" y luego propuso a los
sindicatos escoger entre renunciar al puesto vitalicio a cambio de que
los profesores ganaran bastante más dinero si los resultados eran buenos
o mantener el puesto vitalicio con salarios más bajos. La implacable
oposición organizada por los sindicalistas y sectores políticos, y la
decisión de los sindicatos de ni siquiera organizar una votación en
relación con la propuesta de la eliminación del puesto vitalicio, llevó a
Rhee a una conclusión dramática: "En nombre de la armonía entre los
adultos, los adultos hacen la vista gorda ante el fracaso de sus hijos".
No siempre las cosas fueron así. Durante
los primeros cien años de educación pública no había nada comparable a
los sindicatos actuales: apenas una asociación gremial de profesores de
inclinaciones más bien conservadoras e injerencia sumamente limitada. El
nivel en general era alto y el gran proceso de movilidad social y
meritocracia en que se convirtió la sociedad norteamericana le debió
mucho a ese sistema. Sin embargo, los abusos inevitables llevaron, en
los años 60, a una reacción. La principal tuvo lugar en Nueva York,
donde una huelga magisterial acabó forzando un contrato con la ciudad
donde los intereses creados pasaron a reemplazar el interés común. De
allí a hoy la historia de los dos grandes sindicatos del magisterio
estadounidense, la National Education Association (heredero de la
asociación original antes mencionada) y la American Federation of
Teachers (la sombrilla a la que pertenecía el grupo que hizo la huelga
de Nueva York en los años 60) es la de la captura progresiva del sistema
educativo y la entronización de un monopolio protegido por el Estado.
La negociación colectiva, que nace en los años 70, fue el instrumento
clave.
Estos sindicatos no sólo tienen un
enorme poder económico, sino también político. En la instancia central
recaudan unos 700 millones de dólares al año, pero si se suma a esto la
recaudación de sus afiliados a escala local, la cifra es de varios miles
de millones de dólares. Mueven montos muy superiores a la gran central
sindical del país -la AFL-CIO- y sus donaciones a los políticos superan
los 300 millones de dólares. Aun superior es la cifra que gastan en
cabildeo político. De allí que, según David Guggenheim, tengan el
control del Partido Demócrata a nivel federal, pero también del Partido
Republicano en algunos gobiernos locales. Sin la movilización de estos
sindicatos, Adrian Fenty no hubiera perdido la elección con la que trató
de renovar su mandato y Michelle Rhee hubiera mantenido el cargo y
continuado su reforma.
Es posible que sólo exista una fórmula
para lograr la reforma: convertirse en lo que Andrew Cuomo llama "el
lobby de los alumnos". En otras palabras: movilizar a los padres de esos
millones de alumnos fracasados por culpa de profesores fracasados en
torno a una causa muy concentrada y muy bien financiada que cuente con
respaldo político a escala federal, estadual y local, superando en su
propio juego a los numerosos "lobbies" de signo contrario. Por el
momento, eso parece una quimera. Quizá si en algún lugar -¿Nueva York,
por ejemplo?- un reformista logra superar a las fuerzas que tratan de
impedir la reforma el ejemplo pueda disparar, por aquello de la
imitación, un movimiento nacional de ese tipo.
Mientras eso no ocurra, los resultados
seguirán siendo penosos: sólo el 8 por ciento de los alumnos de octavo
grado de Alabama, el 14 por ciento de los de Misisipi, el 30 por ciento
de los de Nueva York, el 40 por ciento de los de Nueva Jersey y así
sucesivamente pasarán las pruebas.
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