17 marzo, 2012

Guatemala enfrenta las drogas

Guatemala enfrenta las drogas

ScarfacePor Alberto Benegas Lynch (h)
Otto Pérez Molina, el nuevo presidente guatemalteco en ejercicio, acaba de pronunciarse por abrir de par en par las puertas al debate sobre la posible despenalización de las drogas alucinógenas para usos no medicinales, en conferencia de prensa el pasado 13 de febrero del corriente año. Manifestó que piensa trasladar la referida discusión al seno de la asamblea legislativa y que, de este modo, resulta imperioso terminar con el flagelo que está destruyendo las entrañas de esa nación centroamericana.
En el mismo sentido de la necesaria e inmediata liberalización de los estupefacientes, se pronunciaron los ex mandatarios de México Vicente Fox, de Brasil Fernando Henrique Cardozo y de Colombia César Gaviria, todos con sobrada experiencia de lo que ocurre con las drogas en sus respectivos países.

Siempre habrá personas que se hacen daño a si mismas con dietas perversas, con deportes riesgosos (y algunos incivilizados como el boxeo cuyo objetivo es destrozar al adversario), alcohol, cigarrillos y tantas costumbres perjudiciales para la salud del cuerpo. También, si es que le damos mayor importancia al espíritu que a la materia, hay lecturas, producciones cinematográficas y obras teatrales que pervierten pero de allí no se desprende que el aparato estatal deba imponer conductas que no lesionan derechos de terceros con la absurda y vana pretensión de jugar a Dios, o más bien la arrogancia superlativa de ser más que Dios puesto que estamos dotados de libre albedrío y, consecuentemente, debemos asumir la responsabilidad por nuestros actos.

La prohibición de la producción, tenencia y consumo de las referidas drogas traslada el tema a la órbita criminal con todas las implicancias que esto tiene. De este modo se atestan las cárceles de adultos que han decidido hacerse daño con el agregado de los monumentales estímulos para colocar la droga en todos lados dado los enormes márgenes operativos fruto de la legislación que penaliza la comercialización. Esto no solo genera artificialmente la aparición de las drogas sintéticas sino que todo esto opera en el contexto de normas que hacen que los crímenes producidos bajo el efecto de las drogas constituyan un atenuante (en lugar de un agravante) y contamina las contabilidades con sospechas de “lavados” y lesiones graves a las libertades individuales a través de vulnerar el secreto bancario, las escuchas telefónicas, requisas sin orden de juez competente y detenciones sin el debido proceso. Igual que sucedió con la nefasta “Ley Seca”, la corrupción de jueces, policías, gobernantes y de las propias oficinas encargadas de “luchar contra las drogas” (una expresión un tanto atrabiliaria puesto que como ha señalado Milton Friedman “no se decreta una guerra contra las drogas del mismo modo que no se decreta una guerra contra la aspirina” puesto que las guerras no son contra objetos ni contra métodos sino contra personas o grupos de personas).

En muchas ocasiones se presenta una anomalía estadística vía un error de inclusión en cuanto a la relación drogas-crimen tal como lo señalan Bruce Benson y David Ramussen en Illicit Drugs and Crime. No es relevante tomar el universo de crímenes y constatar que existe una alta proporción de drogadictos. Lo relevante es tomar el universo de drogadictos y constatar que hay una proporción mínima de personas que cometen crímenes (muchas de ellas estimuladas por el mencionado disparate legislativo de mitigar sus castigos cuando cometen un delito drogados).

Como he escrito antes, es menester subrayar nuevamente que unos cuatro mil años constituye una muestra suficientemente representativa en cuanto a que desde 2.000 años antes de Cristo hasta 1971 en que comenzó la “guerra a las drogas” no hubieron problemas con esas sustancias para usos no medicinales (salvo la decimonónica Guerra del Opio debido precisamente a la prohibición en China). Reitero también al margen que aunque el tema de fondo no es utilitarista sino de principios del derecho, la revista Time (abril 26 de 2009, “Drugs In Portugal: Does Decriminalization Work?”) informa que en 2001, a diferencia de las incoherencias establecidas en Holanda, el gobierno de Portugal liberó la comercialización, el consumo y la tenencia de marihuana, cocaína, crack y heroína y, desde entonces, el consumo de drogas disminuyó, especialmente en las franjas de los adolescentes. John Stossel presentó un notable documental el 3 del corriente mes de marzo en Fox News donde exhibió las impresionantes estadísticas de la caída vertiginosa en la criminalidad en Portugal como consecuencia de la liberalización de las drogas (se destaca en ese documental que lo mismo tuvo lugar en Estados Unidos luego de la liberalización del alcohol), junto a declaraciones de observadores y funcionarios públicos -algunos vivamente sorprendidos porque no eran partidarios de liberar el mercado- quienes subrayaron los efectos “extraordinariamente positivos” también en los niveles de adicción después de diez años consecutivos de experiencia.

Pero insistimos, el punto central no consiste en medir mayores o menores conductas viciosas sino en tener bien  presente que el aparato estatal en una sociedad abierta no es para echar mano a procedimientos violentos al efecto de modificar acciones que no lesionan derechos de otros. Sin duda que si la gente en libertad desea constiparse hasta morir, eso sucederá pero el aparato de la fuerza que llamamos gobierno es para proteger derechos y no para hacer de padres putativos al intentar corregir las estructuras axiológicas de cada cual y mucho menos hacer padecer a quienes son ajenos a esas inclinaciones. El tema de las drogas es que no solo obliga a los drogadictos a internarse en el circuito criminal y también a los comerciantes, sino que redunda en un drama de proporciones gigantescas para quienes no se vinculan para nada con las drogas (desde el transporte vedado de cierto monto de efectivo hasta el resto de libertades que deberían protegerse y no atropellarse en nombre de la ley).

Por otra parte, la liberalización de las drogas erróneamente hace suponer a algunos que en masa todos se drogarán por todas partes, sin tener en cuenta que nadie contrata en el trabajo a personas bajo el efecto de las drogas y los comercios, bibliotecas, restaurantes, centros de estudios y demás lugares no aceptan en sus locales a gente que no puede controlarse a si misma, del mismo modo que ocurre en las calles (no importa si el estado de descontrol se debe al alcohol, tranquilizantes o drogas, del mismo modo que no se permite a los automovilistas que circulen de noche sin luces o sin frenos en cualquier circunstancia).

Las matanzas, los secuestros y las batallas campales se suceden a diario en Guatemala. El caos presenta un cuadro siniestro y todo por el entredicho con las drogas en las que deben pagar con sus vidas y recursos inocentes que nada tienen que ver con los estupefacientes. Es como ha escrito el aludido premio Nobel en economía Milton Friedman quien ha sido el pionero en señalar los peligros de la prohibición: “Las drogas son una tragedia para los adictos. Pero criminalizar su uso convierte la tragedia en un desastre para la sociedad, tanto para los que la usan como para los que no la usan.” Inmediatamente después de terminada la aludida conferencia de prensa del presidente guatemalteco, la embajada de Estados Unidos en la ciudad capital de ese país emitió un comunicado oponiéndose a la propuesta del mandatario en cuestión, como si el solo hecho de un debate abierto fuera a amenazar mercados estadounidenses en el negocio de marras, luego de lo cual viaja el vicepresidente Joe Biden con la intención de frenar esas iniciativas en la región.

En el marco de la liberalización, el trato con menores sería igual que con respecto a la pornografía, a las licencias de conducir y al alcohol, por lo que no se daría cabida a la publicidad de las drogas en lugares públicos y, en base a elementales juicios prudenciales, para casos de ataques a niños por nacer, cualquiera podría actuar  como subrogante en el caso de madres embarazadas que ingieran drogas de este calibre que desforman y mutilan a creaturas. En resumen, el mercado se saneará en lo posible debido a la desaparición del “fruto prohibido”, a la desaparición de las repulsivas figuras como las del “pusher” y el “soplón” y la referida inexistencia de publicidad.

Es de desear que el anunciado debate en Guatemala tenga lugar y que la liberalización sea completa sin cortapisas ni artilugios como el de abrir las posibilidades al consumo pero mantener la prohibición en la producción tal como se ha adoptado en algunos lugares, situación que significa el mejor de los mundos para los barones mafiosos de la droga ya que tienen expedito el camino del consumo mientras retienen los astronómicos márgenes operativos.

Es necesario, además, que separemos de modo muy nítido la liberación y consecuente despenalización de las drogas de aquellas situaciones en las que, bajo el manto declarado de esos supuestos objetivos, en realidad se apaña a la mafia y se ocultan negociados entre gobernantes y sus secuaces en el submundo criminal cubriéndole las espaldas a facinerosos y tapando todo tipo de maniobras fraudulentas y hasta homicidios perpetrados contra enemigos de la rapiña y contra competidores en el delito.

Moralmente no corresponde criminalizar lo que no es por su naturaleza un crimen. La drogadicción es una tragedia. Habitualmente produce lesiones cerebrales irreversibles, masacre psíquica, distorsión de los sentidos y de la capacidad perceptual. La abstinencia suele estar acompañada de dolores  musculares intensos, calambres extendidos por todo el cuerpo, expulsión de abundantes fluidos, escalofríos, notoria disminución de la actividad cerebral, debilitamiento extremo, aumento de la frecuencia respiratoria, dilatación de las pupilas, todo lo cual ocurre en un contexto de tremenda zozobra. En este contexto se ha sostenido que el drogadicto no es libre, como si no hubiera elegido la ingesta, lo cual nos recuerda una vez más aquel parricida que pedía clemencia al tribunal porque era huérfano.

Son bienvenidas todas las campañas que muestran los acuciantes problemas apuntados, siempre realizadas con recursos propios, pero la penalización provoca los problemas que muy telegráficamente hemos expuesto en estas líneas a raíz del caso de Guatemala, un tema general sobre el cual nos hemos extendido en otras oportunidades en artículos, ensayos y en un libro publicado en 2006 (La tragedia de la drogadicción: una propuesta con prólogo de Carlos Alberto Montaner). En una etapa fui partidario de la prohibición hasta que varios académicos de Cato Institute y, sobre todo, alumnos míos en clase me convencieron de la mayúscula equivocación en la que incurrí. Mi padre era de entrada partidario de la liberalización de las drogas pero no logró persuadirme, a diferencia de su decidida y manifiesta influencia en mí respecto a los fundamentos de los aspectos filosóficos, económicos y jurídicos del liberalismo (por lo que le estaré eternamente agradecido, puesto que si no hubiera sido por su paciente y perseverante tarea de “mostrarme otros lados de la biblioteca” hubiera sido socialista-keynesiano como en aquella época eran mis colegas de estudios en mis dos carreras universitarias y dos doctorados).

Hace tiempo, cuando estaba en lo que ahora estimo como la posición equivocada en la materia, mantuve una larga conversación con mi amigo mexicano Agustín Navarro que como médico y economista sostenía la conveniencia de liberar el mercado de drogas. Recuerdo que le pregunté en esa ocasión por que no publicaba un libro sobre el tema y me respondió que lo había intentado pero que desistió en vista de las truculentas amenazas que recibió en su país a través de varios canales por parte de los narcos, especial aunque no exclusivamente referidas a su hija en ese momento de nueve años. Terminó nuestro intercambio con un comentario un tanto cáustico de mi amigo: “nada hay más nocivo para los narcotraficantes que se les termine el negocio liberando el mercado”. Luego descubrí que esos mafiosos -después que se levantó la veda al alcohol- fueron los que inventaron y promovieron la prohibición de las drogas vía aparatosas estructuras de lobby, tal como documenté más adelante en mi antedicho libro.

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