Las Malvinas son bastante más grandes que la provincia de Murcia pero
sólo tienen 3.000 habitantes. Es un sitio en el que “todos saben todo
de todos” y la gente está orgullosa de su sentido de comunidad. Algo que
puede desaparecer cuando en 2016 empiece la explotación comercial del
petróleo hallado hace dos años y que amenaza con convertir al remoto
archipiélago en los Emiratos del Atlántico Sur.
Roddy Correiro nació en Galicia pero se ha criado en las Malvinas desde los ocho años. Ahora se considera isleño y español al mismo tiempo. “No creo que sean cosas excluyentes. He vivido aquí casi toda mi vida y me siento isleño pero al mismo tiempo ser español es parte de mi identidad cultural y eso no quiero perderlo”, explica en la barra de un pub de Stanley donde todos le saludan.
“Aquí se vive como en cualquier otro sitio del mundo. Vamos al trabajo, salimos, quedamos con amigos, vamos a cenar, nos tomamos una cerveza. Hay limitaciones: no hay cine, no hay teatro, pero la gente hace más esfuerzos que en otros sitios para juntarse, para hacer cosas sociales. Viví dos años y medio en Londres y nunca tuve una vida social como la que tengo aquí. No por ser más pequeño se conoce menos gente”, asegura.
“También la gente que vive en Londres, o en Vigo, crea una comunidad y ve de forma regular siempre a la misma gente, a su familia, a sus amigos”, sostiene John Fowler, un inglés que empezó a venir a las islas en 1971. “Tenemos cosas que allí no tienen. Tenemos seguridad personal, quizá como en ningún otro sitio del mundo. Aire limpio. Un entorno muy hermoso. Hay aspectos positivos y aspectos negativos”.
“Este es un lugar muy especial y o te gusta o no te gusta”, advierte Miguel Barrientos, un joven chileno que llegó hace ocho años y se gana la vida dando clases de español a los locales y de inglés a los chilenos y haciendo de intérprete y traductor para las pesqueras gallegas. “Aquí, donde vayas siempre encontrarás a un amigo o a un conocido, y eso te da una sensación de seguridad que no tienes en otros lugares. Yo ahora he salido de mi casa y no he cerrado la puerta con llave, por ejemplo. Y eso es impagable”.
Pero adaptarse a una comunidad tan pequeña y aislada no es fácil. “Hay ciertos aspectos a los que al recién llegado le cuesta acostumbrarse”, advierte monseñor Michael Bernard McPartland, desde hace más de 10 años prefecto apostólico de las Malvinas y superior eclesiástico de la misión independiente de las islas de Santa Elena, Ascensión y Tristán da Cunha.
“Hay dos cosas que los ingleses aprecian por encima de todo: el anonimato y la vida privada. Aquí tienes negadas las dos. Vives en una pecera. Todos saben todo sobre todos. Pero, una vez te acostumbras, está muy bien”, dice en la modesta cocina de su casa.
“Aquí el aceite que engrasa las ruedas que mueven la sociedad es el cotilleo. Y has de saber que es así. En Inglaterra, eso no está bien visto: cotillear es un pecado porque afectas al buen nombre de alguien. Y los que vienen a la isla desde un país occidental tienen de entrada una actitud negativa hacia el chismorreo. Aquí no es algo negativo. La gente no acepta tener vacíos de información. Por eso, cuando me voy de la isla les digo por qué me voy, a dónde voy, qué voy a hacer allí, por qué me voy y cuándo vuelvo. Así prevengo que empiece a haber rumores y especulaciones”, explica.
Aquí te puedes encontrar a una misma persona por la mañana en su despacho como funcionario, luego en correos, a mediodía en el supermercado y por la noche en el restaurante, y se tratan en función de cada momento. Es lo que monseñor McPartland llama “tendencia a compartimentar”. “En mi caso particular, como sacerdote, tengo un rol particular. Y opté por mantenerme siempre en ese rol. Acepto que otra gente me pueda compartimentar a mí pero yo soy siempre el equivalente al obispo de las Malvinas. Por ejemplo, en los 10 años que llevo aquí nunca he ido al pub a tomar una copa. Y nadie disfruta de una copa más que yo. En Inglaterra me encanta ir a un pub, con ropa de seglar, pero allí seré anónimo, nadie sabe quién soy, y, más importante aún, a nadie le importa quién soy”. “Aquí, o bien todo el mundo se callaría, o cambiarían de tema mientras están sobrios y después de unas copas me empezarían a hacer preguntas que no podría contestar”, confiesa con cierta tristeza.
Todo ese mundo comunitario puede saltar por los aires muy pronto con la llegada del petróleo. En los años 70, los isleños se sentían abandonados por Londres y se preparaban para ser traspasados a los argentinos. La guerra de 1982 lo cambió todo y luego, en 1987, las licencias pesqueras multiplicaron los ingresos de las islas. Hoy les basta y sobra con un presupuesto de 55 millones de euros al año.
Con el barril a 10 dólares, las exploraciones petrolíferas que empezaron en 1998 fueron primero una pequeña decepción. Pero en 2010, Rockhopper dio con una bolsa de entre 350 y 450 millones de barriles. Y el barril de Brent está por encima de los 120 dólares. Ahora está buscando socios industriales y financieros para explotarla y se espera que las extracciones empiecen en 2016.
¿Cuánto dinero se quedarán las islas en los 25 años que tiene Rockhopper para explotar el campo? Stephen Luxton, director de Recursos Minerales, no quiere dar cifras pero explica que les corresponde el 9% de las ventas como royalties más el Impuesto de Sociedades sobre los beneficios anuales. “Si el barril está a 100 dólares y hay 350 millones de barriles, es fácil hacer las cuentas: bastantes miles de millones de dólares…”.
¿Podrán digerirlo o les pasará como a esas familias a las que les toca la lotería y no son capaces de asimilar la súbita riqueza? “Creo que somos conscientes de los riesgos. Estamos estudiando qué se ha hecho en otros territorios pequeños donde se ha encontrado petróleo. Lo que han hecho mal y lo que han hecho bien. El modelo productivo es no procesar el petróleo en las islas. El reto es cómo manejar los ingresos y estamos estudiando la posibilidad de crear un fondo soberano”, explica Luxton. Un reto más grande para el modo de viña isleño que los desencuentros con Argentina.
Roddy Correiro nació en Galicia pero se ha criado en las Malvinas desde los ocho años. Ahora se considera isleño y español al mismo tiempo. “No creo que sean cosas excluyentes. He vivido aquí casi toda mi vida y me siento isleño pero al mismo tiempo ser español es parte de mi identidad cultural y eso no quiero perderlo”, explica en la barra de un pub de Stanley donde todos le saludan.
“Aquí se vive como en cualquier otro sitio del mundo. Vamos al trabajo, salimos, quedamos con amigos, vamos a cenar, nos tomamos una cerveza. Hay limitaciones: no hay cine, no hay teatro, pero la gente hace más esfuerzos que en otros sitios para juntarse, para hacer cosas sociales. Viví dos años y medio en Londres y nunca tuve una vida social como la que tengo aquí. No por ser más pequeño se conoce menos gente”, asegura.
“También la gente que vive en Londres, o en Vigo, crea una comunidad y ve de forma regular siempre a la misma gente, a su familia, a sus amigos”, sostiene John Fowler, un inglés que empezó a venir a las islas en 1971. “Tenemos cosas que allí no tienen. Tenemos seguridad personal, quizá como en ningún otro sitio del mundo. Aire limpio. Un entorno muy hermoso. Hay aspectos positivos y aspectos negativos”.
“Este es un lugar muy especial y o te gusta o no te gusta”, advierte Miguel Barrientos, un joven chileno que llegó hace ocho años y se gana la vida dando clases de español a los locales y de inglés a los chilenos y haciendo de intérprete y traductor para las pesqueras gallegas. “Aquí, donde vayas siempre encontrarás a un amigo o a un conocido, y eso te da una sensación de seguridad que no tienes en otros lugares. Yo ahora he salido de mi casa y no he cerrado la puerta con llave, por ejemplo. Y eso es impagable”.
Pero adaptarse a una comunidad tan pequeña y aislada no es fácil. “Hay ciertos aspectos a los que al recién llegado le cuesta acostumbrarse”, advierte monseñor Michael Bernard McPartland, desde hace más de 10 años prefecto apostólico de las Malvinas y superior eclesiástico de la misión independiente de las islas de Santa Elena, Ascensión y Tristán da Cunha.
“Hay dos cosas que los ingleses aprecian por encima de todo: el anonimato y la vida privada. Aquí tienes negadas las dos. Vives en una pecera. Todos saben todo sobre todos. Pero, una vez te acostumbras, está muy bien”, dice en la modesta cocina de su casa.
“Aquí el aceite que engrasa las ruedas que mueven la sociedad es el cotilleo. Y has de saber que es así. En Inglaterra, eso no está bien visto: cotillear es un pecado porque afectas al buen nombre de alguien. Y los que vienen a la isla desde un país occidental tienen de entrada una actitud negativa hacia el chismorreo. Aquí no es algo negativo. La gente no acepta tener vacíos de información. Por eso, cuando me voy de la isla les digo por qué me voy, a dónde voy, qué voy a hacer allí, por qué me voy y cuándo vuelvo. Así prevengo que empiece a haber rumores y especulaciones”, explica.
Aquí te puedes encontrar a una misma persona por la mañana en su despacho como funcionario, luego en correos, a mediodía en el supermercado y por la noche en el restaurante, y se tratan en función de cada momento. Es lo que monseñor McPartland llama “tendencia a compartimentar”. “En mi caso particular, como sacerdote, tengo un rol particular. Y opté por mantenerme siempre en ese rol. Acepto que otra gente me pueda compartimentar a mí pero yo soy siempre el equivalente al obispo de las Malvinas. Por ejemplo, en los 10 años que llevo aquí nunca he ido al pub a tomar una copa. Y nadie disfruta de una copa más que yo. En Inglaterra me encanta ir a un pub, con ropa de seglar, pero allí seré anónimo, nadie sabe quién soy, y, más importante aún, a nadie le importa quién soy”. “Aquí, o bien todo el mundo se callaría, o cambiarían de tema mientras están sobrios y después de unas copas me empezarían a hacer preguntas que no podría contestar”, confiesa con cierta tristeza.
Todo ese mundo comunitario puede saltar por los aires muy pronto con la llegada del petróleo. En los años 70, los isleños se sentían abandonados por Londres y se preparaban para ser traspasados a los argentinos. La guerra de 1982 lo cambió todo y luego, en 1987, las licencias pesqueras multiplicaron los ingresos de las islas. Hoy les basta y sobra con un presupuesto de 55 millones de euros al año.
Con el barril a 10 dólares, las exploraciones petrolíferas que empezaron en 1998 fueron primero una pequeña decepción. Pero en 2010, Rockhopper dio con una bolsa de entre 350 y 450 millones de barriles. Y el barril de Brent está por encima de los 120 dólares. Ahora está buscando socios industriales y financieros para explotarla y se espera que las extracciones empiecen en 2016.
¿Cuánto dinero se quedarán las islas en los 25 años que tiene Rockhopper para explotar el campo? Stephen Luxton, director de Recursos Minerales, no quiere dar cifras pero explica que les corresponde el 9% de las ventas como royalties más el Impuesto de Sociedades sobre los beneficios anuales. “Si el barril está a 100 dólares y hay 350 millones de barriles, es fácil hacer las cuentas: bastantes miles de millones de dólares…”.
¿Podrán digerirlo o les pasará como a esas familias a las que les toca la lotería y no son capaces de asimilar la súbita riqueza? “Creo que somos conscientes de los riesgos. Estamos estudiando qué se ha hecho en otros territorios pequeños donde se ha encontrado petróleo. Lo que han hecho mal y lo que han hecho bien. El modelo productivo es no procesar el petróleo en las islas. El reto es cómo manejar los ingresos y estamos estudiando la posibilidad de crear un fondo soberano”, explica Luxton. Un reto más grande para el modo de viña isleño que los desencuentros con Argentina.
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