La desaparición de los “piajenos”
Han desaparecido los burritos de las
calles y los alrededores de Piura. Los piuranos los llamaban “piajenos” y
el sobrenombre les caía como anillo al dedo: eran los pies de los
demás. Y, por supuesto, también los lomos y los brazos. Estoicos y
pacientes cargaban costales de fruta, leña, gentes, todo lo que se podía
cargar, y se los veía trotando día y noche por las calles de altas
veredas, soportando maltratos de los malhumorados y los sádicos,
alimentándose de lo que encontraban al paso o viviendo del aire y de su
mera terquedad de no resignarse a morir. Pero ahora se han extinguido y a
nadie le importa, y algunos lo celebran porque saben que la
desaparición de los piajenos es, ay, síntoma inequívoco de modernización
y de progreso.
Y es verdad: los cambios en todo Piura
son impresionantes. La Piura de mi memoria se ha volatilizado en un
torbellino de gigantescos centros comerciales, flamantes urbanizaciones
que se comen el desierto, gallardos edificios, universidades, colegios,
fábricas, nuevas avenidas, nuevos hoteles y plantaciones de
agroindustria para la exportación que han puesto a esta región a la
vanguardia del desarrollo peruano. Al igual que Ica, que ya lo alcanzó,
Piura raspa ya ese milagro, el pleno empleo, y, en ciertas épocas del
año debe importar trabajadores de la sierra para cubrir las demandas de
mano de obra para el campo y la construcción. En la Plaza de Chulucanas
escucho un parlante que invita a la gente local a enrolarse para ir a
trabajar a la capital del departamento; ofrecen “buen trato, buen
salario, contrato y seguridad social”. Nunca creí que lo vería y ahora
lo veo: el Perú despegó por fin y la Piura querida de mi infancia y
adolescencia está en el pelotón de cabeza de esta transformación.
Pero, para alguien de mi generación,
toda ciudad es ya, como lo era Madrid en el poema de Dámaso Alonso, un
cementerio de un millón de cadáveres. La guadaña del tiempo se ha
llevado no sólo a todos mis profesores del Colegio San Miguel de Piura,
sino también a mis compañeros de clase y a buena parte del elenco, los
escenógrafos y los técnicos con los que subimos a escena, en el ya
desaparecido Teatro Variedades, La huida del Inca, la primera
obrita de teatro que escribí, en aquella Semana de Piura de Julio de
1952, la experiencia más conmovedora para mí en ese año extraordinario
que pasé en casa de mis tíos Lucho y Olga, en el que, además de alumno
sanmiguelino, fui periodista en el diario La Industria,
fabricante de versos y de cuentos, autor y director de teatro, y hasta
líder, con Javier Silva Ruete, de una huelga estudiantil.
Alguien ha encontrado una fotografía del estreno de La huida del Inca
—siempre creí que no existía ninguna— y el momento más emocionante de
esta visita es rememorar, gracias a aquella imagen, esa noche
inolvidable. Ahí están, medio sepultados bajo los emplumados ornamentos
con que Carmela Garcés y el profesor Aldana los vistieron de Incas,
Yolanda Vilela y la bella Ruth Rojas, y ese hombre-ídolo que blande la mascaipacha
imperial debe ser Ricardo Raygada. Yo, aunque no aparezco en la borrosa
foto, es seguro que estoy también ahí, escondido en esas bambalinas que
se divisan a un costado, enternado de azul y comiéndome las uñas de
tanta emoción.
El Hotel de Turistas, en la Plaza de
Armas de los eternos tamarindos, donde a mis 11 años descubrí que tenía
un padre vivo y vi al personaje por primera vez, está siempre allí, pero
ahora se llama Los Portales y el patio de los “sábados bailables” se
transformó en un comedor. El Viejo Puente se desplomó, se lo llevó el
río en una de sus crecidas, y lo ha reemplazado un puente colgante que
ahora es peatonal. Los estragos causados por el Niño
desvistieron el elegante Malecón Eguiguren y dieron buena cuenta de gran
parte de las nobles casonas que lo engalanaban. El urbanicidio más
triste es el de la Casa Eguiguren, seguramente la de mayor prestancia e
historia de la ciudad, desfondada, desenrejada, saqueada de sus
azulejos, de su artesonado, de sus puertas con clavos y convertida en un
amasijo de ruinas pestilentes.
Pero la Plazuela del pintor Merino se
conserva casi intacta, con la Iglesita del Carmen, convertida en un
museo de arte religioso, y la casita donde vivía el párroco, el Padre
Santos García, salmantino, cascarrabias, filatelista y profesor de
religión, quien, en ciertas clases, presa de inspiración bíblica,
tronaba de tal modo que hacía estremecerse las viejas paredes de quincha
del colegio San Miguel. Éste se halla aún en pie, con sus aulas de
techos altísimos, sus patios centenarios, su teatrín colonial, y hay
esperanzas de que se convierta en un gran centro de cultura.
Cuando yo vine a Piura por primera vez,
el río Piura era de avenida, y la llegada de las aguas, al comenzar el
verano, se celebraba con una fiesta en la que participaba toda la
ciudad. Había fuegos artificiales, bandas de música, y el mismísimo
obispo se metía al cauce con sus hábitos morados, a bendecir la llegada
del agua que traía vida, trabajo y alegría a los piuranos. Ahora el
Piura es un río de aguas permanentes y la orilla opuesta ya no tiene
arenales y algarrobos sino modernos edificios, las nuevas instalaciones
del Colegio Salesiano y el gigantesco campus de la Universidad Nacional
de Piura. En algún lugar de lo que es ahora el vasto distrito de
Castilla yacen las cenizas de lo que fue, alguna vez, la pecaminosa Casa
Verde.
En algún lugar del vasto distrito de Castilla yacen las cenizas de lo que fue la pecaminosa Casa Verde
El desierto, que rodeaba a la ciudad y
la llenaba de arena las tardes de viento fuerte, ha desaparecido. Los 50
kilómetros que separan a Piura de Chulucanas están ahora llenos de
árboles, matorrales, pastos, sembríos, y hasta los lejanos contrafuertes
de la Cordillera, que yo recordaba grises y pelados, se han cubierto de
verdura. Sólo el pueblecito de Yapatera, a unos cinco kilómetros de la
capital de Morropón, permanece fiel a sí mismo, pequeño y acogedor,
calcinándose al sol con sus casitas frágiles de adobe y de cañas, y su
iglesita austera y despojada, con su techo de calamina y la coloreada
imagen de San Sebastián. La casa de los McDonald, donde pasé algún fin
de semana y monté caballo por primera vez, es una ruina de la que han
tomado posesión un búho y unos murciélagos que, ominosos y silentes,
trazan círculos sobre mi cabeza cuando recorro esos escombros tratando
de localizar la terraza donde el dueño de casa, un inglés, y su esposa
Pepita, tomaban todas las tardes el five o'clok tea, contemplando el quebrado horizonte de la Cordillera Negra.
Yapatera es un caso aparte porque, en un
entorno social de indios, cholos y blancos, fue durante mucho tiempo un
pueblo negro. Según don Fernando Barranzuela, el sabio del lugar, en el
año de 1609, en plena colonia, el señor feudal de Yapatera compró 14
esclavos negros —10 hombres y cuatro mujeres— procedentes de Cumaná
(Venezuela), a los que los indios del lugar apodaron los “cumananeros”.
Así nacieron las famosas cumananas, contrapuntos líricos de versos
rimados —desafío y réplica— en que son maestros consumados los
yapateranos. Paso cerca de un par de horas, bajo los molles, sauces y
algarrobos de la placita de Yapatera oyendo las cumananas con que don
Fernando Barranzuela y Juan Manuel Guardado, los dos bardos locales, se
provocan y burlan de sí mismos. Las letras son por lo general de
afiebrado contenido sexual y, como suele ser frecuente en la poesía
popular, rezuman machismo, racismo y chauvinismo. (Desafío: “Me puse a
lavar un negro/ a ver si se desteñía;/ cuanto más lo jabonaba/ más negro
se me ponía”./ Réplica: “Yo también bañé a un blanquito/ a ver qué cosa
decía;/ le metí un dedo al potito/ y el maricón se movía”).
Toda esta región en los viejos tiempos
estaba llena de cañaverales y trapiches y hasta el aire parecía
impregnado con la dulcísima miel de la chancaca. Ya no queda uno solo.
Alrededor de Yapatera hay todavía arrozales pero todo el contorno está
dedicado a la siembra de frutas para la exportación. Hago un alto en la
antigua hacienda de Sol Sol y de nuevo me doy de bruces con la Piura
modernísima del siglo XXI: viñedos que se extienden hasta perderse de
vista, alineados al milímetro y se diría podados por artistas;
almacenes, depósitos, empaquetadoras, comedores y baños relucientes;
sembríos de paltas y mangos. Los dueños de la empresa Saturno me
explican que sus clientes abarcan un abanico de países de varios
continentes y que, en los períodos de mayor actividad, más de 2.000
familias viven del trabajo en esta finca.
Ya de regreso a la ciudad, veo a orillas
de la carretera, en una ranchería de chozas donde se ofrecen bebidas y
carne seca a los viajeros, algo que me hace detener. Está tumbado al
sol, revolviéndose sobre sí mismo en la tierra parda y áspera, peludo,
grisáceo y, a juzgar por los desafinados rebuznos que lanza de pronto,
sin ton ni son, gozando del instante. El último piajeno de Piura parece
feliz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario