por Oscar Ortiz Antelo
Oscar Ortiz Antelo es Expresidente del Senado de Bolivia.
La tragedia ocasionada por el choque de un tren en la estación de
Once, con el saldo de 51 muertos y más de 700 heridos, ha provocado una
honda indignación en la hermana República Argentina y un amplio debate
sobre la responsabilidad del gobierno de esa nación por la permisividad
frente a la empresa concesionaria, propiedad de empresarios afines al
oficialismo, que reciben generosos subsidios estatales
para la operación de un servicio público en el cual no invierten desde
hace varios años frente al silencio cómplice de las autoridades.
Esta responsabilidad es aún mayor porque la Auditoría General de la Nación
había advertido en informes presentados en años anteriores que la falta
de mantenimiento en la red ferroviaria y en máquinas y vagones
significaba un grave riesgo para los usuarios por crear las condiciones
para que se sucedan graves accidentes, como el que acaba de sufrir. Las
autoridades no solo no tomaron medidas preventivas,
sino que siguieron transfiriendo los subsidios sin control. Peor aún, la
reacción después del accidente ha sido notoriamente insensible y, en
cierta medida, protectora de los concesionarios. Una gran diferencia de
cómo el gobierno trata a otras empresas que considera opositoras a su
proyecto de poder, como los reconocidos periódicos La Nación y Clarín.
Esta tragedia nos muestra la constante y vergonzosa realidad del populismo.
Sube en nombre de los pobres, pero rápidamente degenera y solo sirve a
los intereses de poder y dinero de sus propios militantes. La corrupción
empobrece aún más a quienes esperanzados los llevaron al poder y
enriquece a políticos y falsos empresarios, que rápidamente se favorecen
con negocios vinculados al Estado. Surgen nuevas empresas y supuestos
exitosos y prósperos hombres de negocios. En realidad, es el drama
permanente de la principal causa de la pobreza latinoamericana, la
perversión de la política y la destrucción de la economía basada en la
competencia y en la eficiencia.
También es la muestra de las consecuencias que sufren las sociedades
gobernadas por autoridades que abandonan la gestión pública para
simplemente dedicarse a concentrar el poder y beneficiarse del mismo. El
horizonte deja de ser el bienestar social o la prosperidad ciudadana y se confunde con el interés y la ambición del gobernante y su entorno.
El populismo no tiene ideologías. No es socialismo ni capitalismo. No
es de izquierda ni de derecha. No es solidario ni sirve a los más
necesitados. Solo los utiliza y manipula para perpetuarse en el poder.
Pierde la sensibilidad más elemental frente a los problemas diarios que
enfrenta el ciudadano común. Sin embargo, es una realidad que vuelve
una y otra vez por la incapacidad de quienes creemos en la libertad y la democracia
de construir sociedades con instituciones que ofrezcan oportunidades,
respeto y prosperidad a todos sus miembros. Esa es la principal lección
que debemos obtener si queremos superar el círculo vicioso de corrupción
e inseguridad que nos aleja del desarrollo
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