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El gobierno es una institución que tiene el poder exclusivo de hacer cumplir ciertas reglas de conducta social en una zona geográfica determinada.
¿Necesitan los hombres tal institución – y por qué?
Dado que la mente del hombre es su
herramienta básica de supervivencia – su medio de adquirir conocimiento
para guiar sus acciones – la condición básica que el hombre requiere es
libertad para pensar y actuar de acuerdo con su juicio racional. Eso no
significa que un hombre deba vivir solo, y que una isla desierta sea el
ambiente que mejor se adapta a sus necesidades. Los hombres pueden
obtener enormes beneficios tratando entre sí. Un ambiente social es el
más propicio para el éxito de su supervivencia, pero sólo bajo ciertas condiciones.
“Los dos grandes valores que se pueden obtener de una existencia social son: el conocimiento y el comercio. El hombre es la única especie que puede transmitir y expandir el conocimiento acumulado de generación en generación; el conocimiento potencial disponible para un hombre es mayor que el que cualquier individuo concreto podría empezar a adquirir durante toda su vida; cada hombre obtiene un beneficio incalculable a partir del conocimiento descubierto por otros. El segundo gran beneficio es la división del trabajo: le permite a un hombre poner su esfuerzo en un campo de trabajo específico, y comerciar con otros que se especializan en campos diferentes. Esa forma de cooperación permite que todos los que participan en ella logren una destreza, un conocimiento y un rendimiento productivo de su esfuerzo mucho mayor que los que podrían conseguir si cada uno tuviera que producir todo lo que necesita en una isla desierta o en una granja auto-suficiente.“Pero precisamente esos beneficios muestran, delimitan y definen qué clase de hombres pueden ser de valor entre sí y en qué tipo de sociedad: sólo hombres racionales, productivos e independientes en una sociedad racional, productiva y libre” (“La Ética Objetivista”, La Virtud del Egoísmo).
Una sociedad que le roba a un individuo
el producto de su esfuerzo, o que lo esclaviza, o que intenta limitar la
libertad de su mente, o que le obliga a actuar contra su propio juicio
racional –una sociedad que crea un conflicto entre sus edictos y los
requerimientos de la naturaleza del hombre – no es, estrictamente
hablando, una sociedad, sino una horda aunada por las reglas
institucionalizadas de una pandilla. Tal sociedad destruye todos los
valores de la coexistencia humana, no tiene justificación posible, y
supone, no una fuente de beneficios, sino la amenaza más mortífera para
la supervivencia del hombre. La vida en una isla desierta es más segura e
incomparablemente preferible a la existencia en la Rusia soviética o la
Alemania nazi.
Si los hombres han de vivir juntos en
una sociedad pacífica, productiva y racional, y tratar unos con otros en
beneficio mutuo, deben aceptar el principio social básico sin el cual
ninguna sociedad civilizada o moral es posible: el principio de los
derechos individuales.
Reconocer los derechos individuales
significa reconocer y aceptar las condiciones exigidas por la naturaleza
del hombre para su supervivencia apropiada.
Los derechos del hombre puede ser
violados sólo por el uso de la fuerza física. Sólo por la fuerza física
puede un hombre privar a otro de su vida, o esclavizarlo, o robarle, o
impedirle que persiga sus propias metas, o forzarle a que actúe contra
su propio juicio racional.
La precondición de toda sociedad
civilizada es desterrar la fuerza física de las relaciones sociales,
estableciendo así el principio de que si los hombres quieren tratar unos
con otros pueden hacerlo exclusivamente por medio de la razón: a través del diálogo, la persuasión, y el acuerdo voluntario y sin coerción.
La consecuencia necesaria del derecho
del hombre a la vida es su derecho a defenderse. En una sociedad
civilizada, la fuerza puede ser utilizada sólo en represalia y sólo
contra aquellos que inician su uso. Todas las razones que hacen que el
inicio de la fuerza física sea una maldad, hacen que el uso de la fuerza
física como represalia sea un imperativo moral.
Si alguna sociedad “pacifista”
renunciase al uso de la fuerza como represalia, se volvería impotente y
quedaría a merced del primer delincuente que decidiese ser inmoral. Tal
sociedad lograría lo opuesto a su intención: en vez de abolir el mal, lo
fomentaría y lo recompensaría.
Si una sociedad no proporcionara ninguna
protección organizada contra la fuerza, le obligaría a cada uno de sus
ciudadanos a ir armado, a convertir su hogar en una fortaleza, a
dispararle a cualquier extraño que se acercara a su puerta… o a unirse a
una chusma protectora de ciudadanos que pelearía con otras chusmas,
formadas con el mismo objetivo, causando así la degeneración de esa
sociedad y llevándola al caos del imperio de la chusma – es decir: de la
fuerza bruta – a la perpetua guerra tribal de salvajes prehistóricos.
El uso de la fuerza física – incluído su
uso como represalia – no puede dejarse a discreción de ciudadanos
individuales. La coexistencia pacífica es imposible si un hombre tiene
que vivir bajo la constante amenaza de fuerza que puede ser desatada
contra él por alguno de sus vecinos en cualquier momento. Sean las
intenciones de sus vecinos buenas o malas – sean sus juicios racionales o
irracionales, estén motivados por un sentido de justicia o por
ignorancia o por prejuicio o por malicia – el uso de la fuerza contra un
hombre no puede depender de la arbitraria decisión de otro.
Imagina, por ejemplo, lo que pasaría si
un hombre no encontrase su billetera, llegase a la conclusión de que le
habían robado, asaltase todas las casas del barrio para buscarla, y le
disparase al primer hombre que le mirase de forma extraña, interpretando
esa mirada como prueba de su culpabilidad.
El uso de la fuerza como represalia requiere reglas de evidencia objetivas para establecer que un delito ha sido cometido y para probar quién lo cometió, así como normas objetivas
para definir castigos y procedimientos de implementación. Los hombres
que intentan tratar con delitos sin ese tipo de reglas son una turba de
linchamiento. Si una sociedad dejase el uso de la fuerza como represalia
en manos de ciudadanos individuales, degeneraría en el dominio de la
chusma, en linchamientos sin fín y en interminables peleas sangrientas o
venganzas privadas.
Para que la fuerza física sea desterrada
de las relaciones sociales, los hombres necesitan una institución
encargada de la tarea de proteger sus derechos bajo un código de reglas
objetivo.
Esa es la tarea de un gobierno – de un
gobierno legítimo – su tarea básica, su única justificación moral, y la
razón por la cual los hombres necesitan un gobierno.
El gobierno es la manera de poner el
uso retaliatorio de la fuerza física bajo un control objetivo, o sea,
bajo leyes definidas objetivamente.
La diferencia fundamental entre acción
privada y acción gubernamental – una diferencia completamente ignorada y
evadida hoy – radica en el hecho de que el gobierno tiene el monopolio
legal del uso de la fuerza física. Tiene que tener tal monopolio puesto
que es el agente que impide y combate el uso de la fuerza; y por esa
misma razón, sus acciones tienen que estar rigurosamente definidas,
delimitadas y circunscritas; ni el más mínimo capricho o arbitrariedad
debe estarle permitido en su ejercicio; debería ser un robot impersonal,
siendo las leyes su único poder motivador. Para que una sociedad sea
libre, su gobierno ha de estar controlado.
En un sistema social legítimo, un
particular es legalmente libre de realizar cualquier acto que quiera
(siempre que no viole los derechos de otros), mientras que un
funcionario del gobierno está limitado por ley en cada uno de sus actos
oficiales. Un particular puede hacerlo todo excepto lo que esté
legalmente prohibido; un funcionario del gobierno no puede hacer nada excepto lo que esté legalmente permitido.
Ese es el medio por el que se
subordina el “poder” al “derecho”. Ese es el concepto americano de “un
gobierno de leyes y no de hombres”.
La naturaleza de las leyes apropiadas a
una sociedad libre y la fuente de la autoridad de su gobierno se derivan
ambas de la naturaleza y el objetivo de un gobierno apropiado. El
principio básico de ambas está plasmado en la Declaración de
Independencia: “para garantizar estos derechos [individuales], gobiernos
se instituyen entre los hombres, derivando sus justos poderes del
consentimiento de los gobernados. . .”
Dado que la protección de los derechos
individuales es la única finalidad legítima de un gobierno, ése es el
único objeto válido de la legislación: todas las leyes deben estar
basadas en los derechos individuales y buscar su protección. Todas las
leyes deben ser objetivas (y objetivamente justificadas): los hombres
deben saber claramente y antes de hacer algo, qué ley les prohíbe
hacerlo (y por qué), qué constituye un delito, y qué pena incurrirían si
lo cometiesen.
La fuente de la autoridad del gobierno es “el consentimiento de los gobernados”. Eso significa que el gobierno no es el amo, sino el siervo, el representante
de los ciudadanos; significa que el gobierno como tal no tiene derechos
excepto los derechos que le han sido delegados por los ciudadanos para
un propósito específico.
Sólo hay un principio básico al que un
individuo debe dar su consentimiento si desea vivir en una sociedad
libre y civilizada: el principio de renunciar al uso de la fuerza física
y delegar en el gobierno su derecho a la defensa propia para poder
implementarlo de forma ordenada, objetiva y legalmente definida. O, por
decirlo de otra manera, ese individuo debe aceptar la separación de fuerza y capricho (cualquier capricho, incluído el suyo propio).
Y ¿qué pasa en caso que haya desacuerdo entre dos hombres sobre algún asunto en el que ambos están involucrados?
En una sociedad libre, los hombres no
están obligados a tratar entre sí. Cuando lo hacen es sólo por acuerdo
voluntario y, cuando hay un elemento de tiempo, por contrato. Si un
contrato es incumplido por decisión arbitraria de un hombre, puede
causarle desastrosos daños financieros al otro, y la víctima no tiene
otra opción que tomar la propiedad del causante como compensación.
Pero, de nuevo, el uso de la fuerza no
puede depender de la decisión de particulares. Lo que nos lleva a una de
las funciones más importantes y más complejas del gobierno: la función
de ser un árbitro que dirime las controversias entre los hombres de
acuerdo a leyes objetivas.
Criminales y delincuentes son una
pequeña minoría en cualquier sociedad medio civilizada. Pero la
protección y el hacer cumplir los contratos a través de los tribunales
de justicia civil es la necesidad más importante de una sociedad
pacífica; sin tal protección, ninguna civilización podría haberse
desarrollado o mantenido.
El hombre no puede sobrevivir, como
hacen los animales, actuando sólo para el momento inmediato. El hombre
tiene que proyectar sus metas y alcanzarlas a lo largo del tiempo; tiene
que calcular sus acciones y hacer planes a largo plazo. Cuanto mejor
sea la mente de un hombre y mayor su conocimiento, mayor será el alcance
de su planificación. Cuanto más sofisticada o más compleja sea una
civilización, mayor será el plazo de actividad que requiere – y, por
tanto, mayor será la duración de los contratos entre los hombres, y más
urgente su necesidad de protección para la seguridad de dichos acuerdos.
Ni siquiera una sociedad primitiva de
trueque podría funcionar si un hombre acordara cambiar un kilo de
patatas por una cesta de huevos y, después de haber recibido los huevos,
se negase a entregar las patatas. Piensa en lo que este tipo de acción
caprichosa significaría en una sociedad industrial en la que los hombres
entregan mercancías por valor de miles de millones de dólares a
crédito, o contratan la construcción de estructuras que valen billones
de dólares, o firman contratos de arrendamiento por noventa y nueve
años.
El incumplimiento unilateral de un
contrato implica el uso indirecto de la fuerza física: consiste, en
esencia, en que un hombre reciba valores materiales, bienes o servicios
de otro, y luego se niegue a pagar por ellos, quedándose con ellos por
la fuerza (por mera posesión física), no por derecho; es decir,
manteniéndolos sin el consentimiento de su dueño. El fraude implica un
uso similar de fuerza indirecta: consiste en obtener valores materiales
sin el consentimiento de su dueño, bajo falsos pretextos o falsas
promesas. La extorsión es una variante del uso indirecto de la fuerza:
consiste en obtener valores materiales, no a cambio de otros valores,
sino por amenaza de fuerza, violencia o daños.
Algunas de estas acciones son obviamente
criminales. Otras, como el incumplimiento unilateral de un contrato,
puede que no estén criminalmente motivadas, sino que su causa sea la
irresponsabilidad y la irracionalidad; y otras pueden ser asuntos
complejos en los que ambos lados tienen parte de razón. Pero, sea cual
sea el caso, todas esas cuestiones tienen que estar sujetas a leyes
definidas objetivamente, y han de ser resueltas por un árbitro imparcial
que aplique las leyes, es decir: por un juez (y, si procede, por un
jurado).
Observad el principio básico que rige la
justicia en todas estas situaciones: es el principio de que ningún
hombre puede obtener ningún valor de otros sin el consentimiento de sus
dueños; y, como corolario, que los derechos de un hombre no pueden ser
dejados a merced de la decisión unilateral, la elección arbitraria, la
irracionalidad o el capricho de otro hombre.
Tal es, en esencia, el objetivo válido
de un gobierno: hacer que la existencia social entre los hombres sea
posible, al proteger los beneficios y combatir las maldades que los
hombres puedan causarse unos a otros.
Las funciones apropiadas de un gobierno
recaen en tres amplias categorías, todas ellas relacionadas con el uso
de la fuerza física y la protección de los derechos de los hombres: la policía, para proteger a los hombres de delincuentes; las fuerzas armadas, para proteger a los hombres de invasores extranjeros; y los tribunales, para resolver disputas entre los hombres de acuerdo a leyes objetivas.
Estas tres categorías engloban muchos
corolarios y temas derivados, y su implementación práctica en forma de
legislación específica es enormemente compleja. Pertenece al campo de
una ciencia especial: la filosofía del derecho. Muchos errores y
desacuerdos son posibles en el campo de la implementación, pero lo
esencial aquí es el principio que hay que implementar: el principio de
que el objetivo tanto de la ley como del gobierno es proteger los
derechos individuales.
Hoy día, este principio es olvidado,
ignorado y evadido. El resultado es el estado actual del mundo, con el
retroceso de la humanidad a la anarquía de una tiranía absolutista, al
salvajismo primitivo del imperio de la fuerza bruta.
En protesta irreflexiva contra esta
tendencia, algunos se preguntan si el gobierno como tal es malo por
naturaleza, y si la anarquía es el sistema social ideal. La anarquía,
como concepto político, es una ingenua abstracción flotante: por todas
las razones expuestas, una sociedad sin un gobierno organizado estaría a
merced del primer criminal que apareciese, quien la precipitaría en el
caos de guerras callejeras. Pero la posibilidad de la inmoralidad humana
no es la única objeción a la anarquía: incluso una sociedad en la que
cada miembro fuese plenamente racional y no tuviese ningún fallo moral,
no podría funcionar en un estado de anarquía: es la necesidad de leyes
objetivas y de un árbitro que resuelva los desacuerdos honestos entre
los hombres lo que hace necesario que se establezca un gobierno.
Una reciente variante de la teoría
anarquista, que confunde a algunos de los más jóvenes defensores de la
libertad, es algo extraño y absurdo llamado “gobiernos en competencia”.
Partiendo de la premisa básica de los estatistas modernos – que no ven
ninguna diferencia entre las funciones del gobierno y las funciones de
la industria, entre fuerza y producción, y que abogan por la propiedad
estatal de los negocios – los partidarios de esos “gobiernos en
competencia” toman la otra cara de la misma moneda y declaran que,
puesto que la competencia es algo tan beneficioso para la economía,
también debería aplicarse al gobierno. En vez de un único gobierno
monopolista, declaran, debe haber varios diferentes gobiernos en la
misma área geográfica, compitiendo por la lealtad de ciudadanos
individuales, siendo cada ciudadano libre de “comprar” y patrocinar
cualquier gobierno que él decida.
Recuerda que dominar a los hombres por
la fuerza es el único servicio que un gobierno puede prestar. Pregúntate
qué significaría en este caso el competir por dominar por la fuerza.
Uno no puede llamar a esta teoría una
contradicción de términos, porque obviamente ni siquiera entiende los
términos “competencia” y “gobierno”. Tampoco se puede decir que sea una
abstracción flotante, puesto que carece de cualquier contacto con la
realidad o referencia a ella, y no puede ser concretada en absoluto, ni
siquiera de forma vaga o aproximada. Un ejemplo debe bastar: supongamos
que el Sr. Smith, un cliente del Gobierno A, sospecha que su vecino, el
Sr. Jones, un cliente del Gobierno B, le ha robado. Un escuadrón de la
Policía A va a casa del Sr. Jones y se encuentra en la puerta con un
escuadrón de la Policía B, que declara que no acepta la validez de la
denuncia del Sr. Smith y que no reconoce la autoridad del Gobierno A.
¿Qué pasa entonces? Te lo puedes imaginar a partir de ahí.
La evolución del concepto “gobierno” ha
tenido una larga y tortuosa historia. Algún destello de la función de un
gobierno válido parece haber existido en toda sociedad organizada,
manifestándose en fenómenos tales como el reconocimiento de algunas
diferencia implícitas (aunque a menudo inexistentes) entre un gobierno y
una pandilla de ladrones; el aura de respeto y de autoridad moral que
le se confiere al gobierno como guardián de “la ley y el orden”; el
hecho de que incluso las formas más malvadas de Gobierno han considerado
necesario mantener una cierta apariencia de orden y alguna pretensión
de justicia, aunque fuera sólo de forma rutinaria y por tradición; y la
declaración de algún tipo de justificación moral (de naturaleza mística o
social) por su poder. Así como los monarcas absolutos de Francia
tuvieron que invocar “el derecho divino de los reyes”, los dictadores
modernos de la Rusia soviética tienen que gastar una fortuna en
propaganda para justificar su poder a ojos de los súbditos a quienes
mantienen esclavizados.
En la historia de la humanidad, el
comprender la legítima función del gobierno ha sido un logro muy
reciente: tiene tan sólo doscientos años de antigüedad y data de los
Padres Fundadores de la Revolución Americana. Ellos no sólo
identificaron la naturaleza y los requerimientos de una sociedad libre,
sino que se las ingeniaron para llevarla a la práctica. Una sociedad
libre – como cualquier otro producto humano – no se puede conseguir por
azar, o simplemente deseándolo, o con las “buenas intenciones” del
líder. Un complejo sistema legal, basado en principios objetivamente
validados, es necesario para construir una sociedad libre, y para
mantenerla libre, un sistema que no dependa de los motivos, del carácter
moral, o de las intenciones de ningún funcionario específico, un
sistema que no permita ninguna oportunidad, ningún resquicio legal para
que se instale la tiranía.
El sistema americano de controles y
equilibrios logró exactamente eso. Y a pesar de que ciertas
contradicciones en la Constitución dejaron un resquicio para que
creciera el estatismo, su incomparable logro fue el concepto de una
Constitución concebida y diseñada para limitar y restringir el poder del
gobierno.
Actualmente, con el esfuerzo concertado
que se hace para demoler este punto, no podemos dejar de repetir que el
objetivo de la Constitución es limitar al gobierno, no a individuos
privados; que la constitución no dicta la conducta de particulares, sólo
la conducta del gobierno; y que no es una licencia para el poder del
gobierno, sino una licencia para proteger a los ciudadanos contra el
gobierno.
Ahora pensad hasta qué punto se ha
invertido moral y políticamente el punto de vista predominante hoy sobre
el gobierno. En vez de ser el protector de los derechos del hombre, el
gobierno se está convirtiendo en su violador más peligroso; en vez de
defender la libertad, el gobierno está estableciendo la esclavitud; en
vez de proteger a los hombres contra quienes inician la fuerza física,
el gobierno es quien está iniciando la fuerza física y la coacción de
cualquier forma y sobre cualquier asunto que le dá la gana; en vez de
servir como instrumento de objetividad en las relaciones humanas, el
gobierno está creando un reino subterráneo y letal de incertidumbre y de
miedo, a través de leyes no objetivas cuya interpretación se deja a la
decisión arbitraria del burócrata de turno; en vez de proteger a los
hombres de daños por capricho, es el gobierno quien se está atribuyendo
el poder de caprichos ilimitados, así que estamos acercándonos
rápidamente a la última etapa de esa inversión: la etapa en la que el
gobierno es libre de hacer lo que le plazca, mientras que los ciudadanos
pueden actuar sólo por permiso; esa es la etapa de los períodos más
negros de la historia humana, la etapa del régimen de la fuerza bruta.
Se dice a menudo que, a pesar de su
progreso material, la humanidad no ha alcanzado un grado comparable de
progreso moral. Esa observación es generalmente seguida por una
conclusión pesimista sobre la naturaleza humana. Es cierto que el estado
moral de la humanidad es vergonzosamente bajo. Pero si tenemos en
cuenta las monstruosas subversiones morales de los gobiernos (posibles
gracias a la moralidad altruista-colectivista) bajo las que la humanidad
ha tenido que vivir durante la mayor parte de su historia, uno empieza a
preguntarse cómo los hombres consiguieron conservar siquiera una
semblanza de civilización, y qué indestructible vestigio de autoestima
es el que consiguió mantenerlos caminando erguidos sobre dos pies.
Y uno también empieza a ver más
claramente la naturaleza de los principios políticos que han de ser
aceptados y defendidos, como parte de la batalla por el renacimiento
intelectual del hombre.
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