El escritor mexicano Juan Villoro describe
atinadamente la pifia de Peña Nieto como la equivocación no de "un líder
sino de un robot", revelando profundas connotaciones psicosociales para
México.
La errática aparición del candidato
presidencial del PRI, Enrique Peña Nieto, en la Feria Internacional del
Libro de Guadalajara, ha sido el tema dominante en la agenda mediática
en la última semana, especialmente en Internet, generando una serie de
críticas, chistes, parodias, apologías y demás manifestaciones del
folclor político mexicano en su nueva estepa digital. Dentro de esta
cultura del remix y de la metarreferencia han habido algunas ocurrentes
aportaciones a la ensalada de bits de consumo y una serie de análisis
rescatables sobre lo que significa que el candidato que encabeza las
encuestas no pueda citar tres libros que haya leído con provecho y, en
general, tenga un discurso que le impide participar en una conversación
sobre literatura.
El comentario de Juan Villoro
sobre este episodio, que ha sido denominado el “Librogate”, nos parece
el más atinado porque pone en perspectiva lo que es la lectura en un
país como México en el que se lee poco, pero donde se le otorga un
misterioso poder a los libros, tanto más porque son objetos
semidesconocidos. Además, el artículo destaca porque utiliza el lenguaje
de la programación para describir a Peña Nieto, en un acierto que
revela, en la persona del bot candidato preferido, profundas
connotaciones psicosociales para México.
Villoro repasa de manera breve la
relación entre el poder y la lectura. Kennedy, por ejemplo, de manera
más astuta, para complacer la vanidad de los escritores y congraciarse
con los intelectuales, citaba los textos menos conocidos y marginales de
un autor, el cual presumiblemente se sentía halagado ante este
inesperado reconocimento. Por otro lado, aunque otros políticos no han
necesitado recurrir a argucias para simular ser connoisseurs de
la gran literatura, esto no se ha traducido en que hayan sido mejores
en sus tareas o que sus administraciones hayan destacado por una ética
superior. Villoro cita a Borges, “Somos los libros que nos han hecho
mejores”, y acota que los libros nos mejoran cuando existe una intención
conjunta de mejorar. Aldous Huxley lo explica cuando dice que “la
experiencia no es lo que te sucede; es lo que haces con lo que te
sucede”. Así la lectura cobra una dimensión activa, teje una empatía y
abre un campo en el que, en cierta forma, el lector se convierte también
en el escritor de la obra que continúa al leer, esa obra que se genera
de todas sus lecturas y experiencias, que es su vida.
Más allá de políticos con afinidad
literaria como Mitterrand o José López Portillo (algunos incluso han
ganado importantes premios, como el Nobel concedido a Churchill), lo que
impera en esta relación es la simulación y el utilitarismo. ”Al modo de
una bola de cristal semeja un recurso de poder, intangible y oracular.
Por eso los políticos suelen tener bibliotecas escenográficas que no han
leído”, dice Villoro específicamente sobre el libro en México. ¿Quién
no recuerda aquellas viejas imágenes del Presidente investido con la
banda presidencial sobre el fondo clásico de un librero? Con cierta
lógica se espera que, aunque nosotros no leamos o no sepamos, el que nos
gobierna lea más, tenga un conocimiento que avale su autoridad —que
significa también un privilegio. Esto es lo mínimo que se puede esperar
en un Estado donde lo que predomina no es ciertamente la democracia sino
remedos de la plutocracia o de la oligarquía, en los que reiteradamente
—y paternalísticamente— el Estado, en su estrecha relación con el poder
financiero, opera como el supremo pastor de ovejas que no saben lo que
es mejor para ellas y por lo tanto debe tomar decisiones en su lugar,
para su supuesto beneficio.
La literatura como fondo escenográfico
para el uso político se demuestra en la intención de Peña Nieto de
asistir a la FIL y de, en lo que ahora parece un acto totalmente
inverosímil, escribir un libro. En la mente política se vinculan los
libros, y haber leído, con una cierta autoridad y prestigio que se puede
traducir en votos (todos los candidatos en México escribieron libros
con este fin y ahora hasta diputados irrelevantes buscan llevar esta
agua milagrosa a su molino con libros de Sanborns). El caso de Peña
Nieto es doblemente significativo porque esta simulación revela que es
él mismo un simulacro (nave nodriza de bots), un constructo que existe
solamente en superficie, pero que carece de todo fondo, como una de esas
escenografías que utilizan los grandes estudios de Hollywood en sus
películas para evocar paisajes distantes —o quizás, con mayor precisión,
como una de esas escenografías de cartón en las que se montan los
grandes finales de las telenovelas de Televisa.
Escribe Villoro:
¿Actuará con la
misma superficialidad en otras áreas? Hubiera sido sencillo que alguien
de su equipo le pasara una lista con suficientes autores nacionales para
lucir patriota, pero se sintió tan encima de la circunstancia que ni
siquiera buscó una excusa del tipo: “Prefiero no decir títulos para no
dejar fuera a nadie”. Habló como quien cumple una rutina inerte,
mostrando las posibilidades de un hombre hueco. No se equivocó un líder
sino un robot. Peña Nieto no delató que estaba mal preparado, sino mal
programado.
Tenemos aquí la clave de todo este affaire:
Peña Nieto es en un plano esencial un robot. Ciertamente no es el único
—no es un clon de la Matrix o uno de esos entes reptileanos
metamórficos que según los conspiranoicos ocupan los puestos de más alto
poder, tal que Obama es una lagartija espacial disfrazada de humano. El
ser humano tiene un aspecto de robot en tanto somos entidades
eminentemente programables y no hacemos consciente esta programación. Lo
decía McLuhan: “todos somos robots cuando nos involucramos
acríticamente con nuestras tecnologías”. Vivimos en una tecnosfera, en
una logosfera, en un ambiente digital electrónico, vivimos rodeados de
memes, de programas culturales. Pero esto no es necesariamente malo.
El ser humano aprende copiando. Somos
seres miméticos. Desde nuestro ADN que se copia para dar forma a nuestro
organismo, literalmente programando nuestro cuerpo, el niño que copia a
su madre o a sus maestros para aprender algo o incluso el profesional
que copia a sus predecesores para poder desarrollar algo nuevo. Somos
también seres meméticos porque replicamos genes culturales, ideas y usos
del lenguaje de manera casi automatizada y en muchos casos
inconsciente. Resulta casi inevitable que una persona no copie a otra,
al entrar en contacto, y no copie lo que ve y escucha. Esta
naturaleza-espejo intrínsecamente biológica es también programación.
Esta programación que ocurre como acto reflejo, sin embargo, puede ser
reprogramada.
Filósofos de la era electrónica y de
cierta extracción psicodélica —quizás porque las drogas psicodélicas
pueden hacernos conscientes de la maleabilidad del cerebro humano y de
su tendencia a habitar realidades programadas— como Tim Leary, John
Lilly, Robert Anton Wilson y Douglas Rushkoff, siguiendo el trabajo de
McLuhan en algunos casos, tuvieron su aportación fundamental en desvelar
al ser humano como un ser programativo. Lilly llamaba al cerebro “la
bicomputadora humana”; Leary decía que “quien controla tus pantallas
controla los programas de tu mente [...] Tus ojos son la ventana de tu
cerebro”; Robert Anton Wilson hizo de su obra una summa
aristotélica de cómo la mente humana tiene una tendencia a transformar
el mundo según sus creencias, según los programas que tiene dentro de su
biocomputadora, y aun así creer que la realidad es independiente de
estos programas; y Douglas Rushkoff sentenció la máxima definitoria de
nuestra era: “programa o sé programado”, una especie de nuevo canto
nietzscheano de supervivencia de las mentes en la era del meme.
Ahora bien, entendiendo que todos somos
seres programados y que la naturaleza del mundo es programar, ¿qué tiene
de grave que Peña Nieto esté programado? La cuestión aquí, como dice
Villoro, es que Peña Nieto está “mal programado”, y no solo porque sus
asesores no hacen un buen trabajo, sino porque parte esencial de una
mala programación es no leer libros. Si aceptamos que nuestra mente no
es un fuero independiente o un castillo aislado del mundo en la cual
tenemos control absoluto y, en cambio, se parece más a un crisol
colectivo o a una casa extramuros expuesta a diferentes influencias,
entonces entendemos la importancia de que los programas que consumimos
—aquello con lo que entramos en contacto— tenga cierta cualidad
formativa (la información nos in-forma, nos hace desde dentro). En buena
medida esto es lo que nos hace humanos o robots, o humanos menos
robotizados: que seamos capaces de consumir ciertos programas que
fomenten nuestra capacidad crítica, empática y el ejercicio de nuestra
conciencia y que cuando consumamos programas que automatizan nuestros
procesos de pensamiento seamos capaces de detectarlos y dejar de
consumirlos. Puede sonar como una especie de elitismo cultural o
intelectual, pero especialmente en el caso de una persona que tendrá la
capacidad de programar a los demás (y se programa a los demás
fundamentalmente esparciendo el propio programa) resulta importante analizar su código. Presidentes
cuya referencia cultural, cuyos mundos posibles están dados por las
telenovelas que han visto o por las personas con las que han convivido
(en el caso de Peña Nieto podemos pensar en Arturo Montiel, los Hank,
etc.) tienden a reproducir esos mundos que han visto y que los han
programado.
El gran valor que se le da a la
literatura es merecido en este sentido: si nuestra mente de todas formas
va a ser programada e in-formada, mejor que lo sea por grandes mentes
como la de Dostoyevski (vs Luis de Llano), que la de Emerson o la de Paz
(y no la de López Doriga o la de Hank Gonzalez). Porque esto es
fundamentalmente la literatura, la transferencia de mentes, el trasvaso
de formas de ver el mundo estructuradas a través de las palabras. No es
exagerado decir que al leer a Proust o a Borges algo de la mente de
estos autores se vuelve parte de mi mente y de mi mirada al acercarme al
mundo.
Tal vez algunos podrán, gratamente,
mantenerse inafectados por los programas colectivos de un presidente
como sería Peña Nieto —o como ha sido Calderón con su visión de
videojuego del narco. Quizás porque han logrado construir programas con
suficiente coherencia y solvencia para crear zonas temporalmente
autónomas (usando la terminología de Hakim Bey), pero muchos más
padecerán la sombra banal del telebot Peña Nieto, “el hombre hueco”, el
hombre de hojalata en el camino amarillo (de Televisa), programado por
la vieja maquinaria de un partido que tiene inscritas hasta el tuétano
de su código fuente la corrupción y la simulación como medios de poder.
Un programa de simulación y corrupción que llega a su máxima expresión
en Peña Nieto como diseño de última generación que además mezcla
integralmente (y sin integridad) su código con el de Televisa. Esto
significa que podríamos estar viendo una especie de refrito que en su
decadencia crea un nuevo genéro: una telenovela (nacional) de gángsters.
Este es el programa que “el robot mal programado” amenaza con propagar.
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