30 mayo, 2012

El lugar más peligroso de México

El lugar más peligroso de México
Melissa del Bosque 
En el Valle de Juárez existió una franja de campos algodoneros que corrían verdeando al margen del río Bravo. Ahora sólo hay en la región casas incendiadas y pueblos desolados. En medio del fuego cruzado entre militares y narcotraficantes, emergió un nuevo tipo de terror del que nadie estaba a salvo. La crónica de un pueblo al que asaltó el horror y visitó la muerte
 
 
 
Para llegar al lugar más peligroso de México debes tomar la Carretera Federal número 2, una autopista bien pavimentada que empieza en las afueras de Ciudad Juárez, avanza durante 80 kilómetros al este del río Bravo, atraviesa campos de algodón y alfalfa, hasta llegar al Valle de Juárez, el lugar que, según dicen, posee la tasa más alta de homicidios de todo el país, si no es que de todo el mundo.
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El Valle de Juárez es un estrecho corredor de verdes campos en medio del desierto chihuahuense junto al río Bravo. Los agricultores recuerdan con orgullo que la zona alguna vez fue conocida por su algodón, que rivalizaba con el egipcio. Eso fue antes de la irrupción del paisaje fabril de Ciudad Juárez a mediados de los años noventa, que alimentó al río con desechos pestilentes y echó al traste buena parte de la actividad agrícola de la región. Después de eso, la única industria que ha prosperado ahí es la del tráfico de drogas. Gracias a que la escasa población está esparcida y a que el valle está ubicado en las márgenes del río Bravo, cualquiera puede pasar fácilmente a Texas, a pie o en coche, cargado de marihuana o cocaína.

Durante décadas esta lucrativa plaza fue controlada por el Cártel de Juárez. En 2008 el Cártel de Sinaloa, la organización más fuerte del país, comandada por Joaquín El Chapo Guzmán, le declaró la guerra al Cártel de Juárez para hacerse del control de ese corredor. El gobierno federal movilizó al Ejército para acabar con la violencia, pero en lugar de eso la tasa de homicidios de Chihuahua se disparó. El baño de sangre en que estaba sumergida Ciudad Juárez llegó a los titulares internacionales. Desde entonces se le apodó “la ciudad más peligrosa del mundo”. Se derramaba tanta sangre en Ciudad Juárez que pocos fuera de la región se dieron cuenta de que la violencia se estaba esparciendo al valle rural del este, donde los asesinatos y las atrocidades comenzaron a ser algo cotidiano. Los policías, los políticos y los activistas eran masacrados en plena calle. En 2009 el Valle de Juárez, con una población de 20 mil habitantes, tenía una aterradora tasa de homicidios de mil 600 por cada 100 mil habitantes: seis veces mayor que “la ciudad más peligrosa del mundo”, de acuerdo con estimaciones oficiales. En 2010, durante una racha particularmente violenta, un buen número de residentes del valle fueron apuñalados en la cara con picahielos, y un sujeto que estaba alineado con el Cártel de Juárez fue empalado con una barra de acero, acribillado a balazos y rostizado en una fogata. Los periodistas de Ciudad Juárez comenzaron a llamar a la otrora zona agrícola “el valle de la muerte”.

Muchos de los habitantes del valle que han sobrevivido se han ido a Texas y a Ciudad Juárez, donde se sienten más seguros. Ni en los pequeños pueblos de Guadalupe, Praxedis G. Guerrero, Esperanza, ni en los pequeños caseríos que salpican el valle se ha hecho un censo oficial, así que nadie sabe exactamente cuántos se han ido, cuántos han sido asesinados o han desaparecido.

Localicé a varios antiguos residentes, de los cuales algunos accedieron a ser entrevistados bajo la condición de respetar su anonimato. Me dijeron que después de cuatro años de terror y persecuciones, muchas de ellas perpetradas por las propias autoridades, ya no podían confiar en nadie; ya no podían sentirse seguros en ningún lado. La versión oficial asegura que el Ejército fue enviado para proteger a la población y acabar con los cárteles, pero la gente cuenta otra historia. Aseguran que los soldados, en contubernio con el Cártel de Sinaloa, fueron los responsables de gran parte de la violencia. Después de cientos de muertes sus pueblos aún son rehenes de los cárteles y el Ejército. “Los cementerios están llenos. Ya no hay dónde enterrar a los muertos”, me dijo uno de los antiguos residentes. “Ya no queda nada, salvo pueblos fantasma y soldados”.

Una fría mañana de principios de noviembre tomé rumbo al Valle de Juárez en un coche rentado. Me acompañaba Julián Cardona, un experimentado fotógrafo de Ciudad Juárez. Después de cinco años de cubrir la guerra contra el narco no estaba muy entusiasmado de ir ahí. La zona estaba poco habitada y llena de soldados. Al igual que muchos de los que viven en Ciudad Juárez, Cardona había aprendido a temer al Ejército, que amasaba cientos de quejas ante Derechos Humanos mientras patrullaba las calles de su ciudad. En 2010 Felipe Calderón retiró al Ejército de Ciudad Juárez, pero en el Valle de Juárez los militares se quedaron. Levantaron cuarteles en los pequeños pueblos y puntos de control a lo largo de la Carretera Federal número 2, el único camino pavimentado en todo el valle.

Mientras nos dirigíamos hacia el este, los pardos e irregulares picos de la Sierra de Guadalupe aparecían en el sur. Más allá de la sierra estaban las vastas dunas de arena de Samalayuca, donde se filmó la película Dunas. Al norte estaba el río Bravo, hoy un polvoso canal, y a unos 10 kilómetros estaba Tornillo, un pequeño pueblo polvoriento de Texas. Hace tan sólo cuatro años hubiera sido un viaje tranquilo, pero ahora mis manos sujetaban el volante con fuerza. Nuestro destino era Guadalupe, la cabecera del municipio y el pueblo más grande del valle con tres mil habitantes.

En Guadalupe nació José Rodolfo El Rikin Escajeda, el ultraviolento narco que manejó el tráfico de drogas en el valle para el Cártel de Juárez hasta su detención en 2009. De hecho, la violencia comenzó en el valle porque el Cártel de Sinaloa quería derrocar al Rikin. Él controlaba la plaza junto a su hermano Óscar Alonso Escajeda, alias La Gata, que trabajó para el Cártel de Sinaloa durante casi una década. Los Escajeda eran una de las familias más antiguas del valle; fueron parte de los fundadores de Guadalupe tras la guerra de 1848. Una de las calles del pueblo se llama Escajeda en honor a los ancestros del Rikin. Este hombre generaba un tipo distinto de respeto, labrado a través de su reputación de capo en la región. Se decía que sus víctimas servían de alimento a un león que guardaba en uno de sus ranchos.

Cuando nos acercamos a las afueras de Guadalupe, divisamos un punto de control del Ejército. Había cuatro soldados en ropa de camuflaje; sus enormes rifles de asalto los hacían verse pequeños. Estaban parados en medio de una carretera de dos carriles, alrededor de un refugio improvisado con costales y madera. Uno de ellos levantó una bandera roja, indicándonos que nos detuviéramos. Eran muy jóvenes y tenían aires del sur. Cuando nos detuvimos, uno de los soldados se asomó al interior del coche. Era tan joven que todavía tenía marcas de acné. Nos observó durante un momento, casi sin curiosidad, y luego nos dejó pasar sin decirnos una palabra.

Guadalupe es una cuadrícula de unas nueve o 10 calles que van en todas direcciones hasta confundirse con el desierto de Chihuahua. El cielo aventaba un azul radiante, pero el pueblo era polvoriento y desolado. Había hileras de casas de ladrillo destrozadas y carbonizadas hasta los cimientos. Nadie había tratado de limpiar aquella destrucción.

Seguimos manejando y nos topamos con algo de actividad proveniente de un mercado improvisado en el centro del pueblo donde vendían ropa usada, frutas y verduras en mesas plegables. Algunos curioseaban pero nadie parecía estar comprando. La gente trató de no vernos pasar en nuestro coche alquilado con placas de Texas, pero en realidad todo el mundo sabía que estábamos ahí. Dos jóvenes en bicicleta se nos quedaron mirando. Antes de salir de El Paso, un antiguo residente de Guadalupe me contó que el Cártel de Sinaloa utilizaba a los jóvenes como espías.

Cardona se bajó y comenzó a tomar fotos mientras se abría paso por las casas quemadas y destrozadas. Yo estaba nerviosa y me quedé en el coche tratando de ver si se acercaba alguna camioneta con los vidrios polarizados. Sin embargo, nadie se acercó para preguntarnos qué estábamos haciendo ahí, sólo los dos chicos en bicicleta pasaban de tanto en tanto. Finalmente me bajé del coche y comencé a caminar por las casas quemadas buscando alguna pista sobre sus habitantes. ¿Estarían vivos o muertos?

En una habitación encontré unas tazas, la mitad de un ángel de cerámica y los restos derretidos de unos zapatos plateados de tacón. En todas las casas persistía la sensación de que sus dueños se habían ido sin llevarse nada. Desenterré una página quemada del Quijote y un ennegrecido capítulo de la Biblia. La única página legible rezaba “Espíritus malos”. En una esquina me topé con un conjunto de cabezas de muñecas derretidas; sus miembros desmembrados estaban en una pila que conjuraba una macabra escena del crimen.

Seguimos hasta otra de las casas quemadas, donde me encontré una colección de álbumes familiares derretidos. Eran las imágenes de una boda. Tratamos de identificar las caras, pero el plástico se deshacía en nuestros dedos. Detrás de la casa había una estructura de un solo cuarto que no había sido quemada. Caminé con cuidado sobre los vidrios rotos y el plástico quemado. Alguien había puesto una serie de pirámides hechas con excremento de perro alrededor de la casa. Dentro de la habitación había actas de nacimiento, títulos de propiedad y otros documentos personales enterrados bajo el polvo y la tierra. Entre los papeles también había folletos con fotos de Apolonio Amaya, un antiguo presidente municipal del PRI. Después me contarían que Polo murió baleado en 2006, y que su hijo Omar, también presidente municipal, fue baleado asimismo en 2007. La hija de Polo, una maestra de escuela, fue asesinada a balazos mientras conducía por las afueras de Guadalupe. La esposa de Polo también fue asesinada. Los documentos calcinados eran lo único que quedaba de la familia.

De regreso al coche preguntamos dónde podríamos encontrar la panadería que alguna vez perteneció a la familia Reyes Salazar, conocida por su activismo político en Guadalupe. La familia se convirtió en el centro de un escándalo internacional después de que seis de sus integrantes fueran asesinados por sicarios —crímenes que el gobierno ni siquiera investigó—. Me orillé y Cardona bajó el vidrio para preguntarle a una joven que estaba vendiendo ropa usada. Sus ojos se pusieron como platos; negó con la cabeza sin decir nada. Otros dos residentes nos dieron la misma respuesta. “Nadie quiere ser visto hablando con nosotros”, dijo Cardona. “Vamos a preguntar a la Presidencia Municipal”.

Queda poco del gobierno del pueblo. Todos los que trabajaron para el gobierno de Guadalupe antes de 2008 huyeron o están muertos. Más de la mitad fueron asesinados; muchas de sus cabezas fueron colocadas en la glorieta principal y en las bancas del parque como advertencia. Los que sobrevivieron se fueron de ahí. El presidente y los consejeros municipales huyeron después de que dos miembros del consejo fueron asesinados en 2009. Los sicarios encontraron al alcalde Jesús Manuel Lara en 2010 y lo mataron enfrente de su casa de Ciudad Juárez, adonde había huido. Tras su muerte, el contador Tomás Archuleta se convirtió en el nuevo presidente municipal de Guadalupe. Al asumir su cargo le pidió a su sobrina Erika Gándara, ex guardia de seguridad, que se convirtiera en el único oficial de policía del pueblo.

Al mismo tiempo, en el pueblo vecino de Praxedis G. Guerrero, de dos mil 200 habitantes, Marisol Valles, una estudiante de criminología de 20 años, fue designada jefe de la policía después de que toda la fuerza policial fue asesinada y la Presidencia Municipal bañada con balas. Los periódicos nombraron a Valles “la mujer más valiente de México”. Archuleta y otros presidentes municipales estaban desesperados por organizar algún tipo de policía civil en sus pueblos. Tenían la esperanza de que los criminales no le dispararían a mujeres jóvenes, desarmadas, que trabajaban principalmente en labores administrativas. Dos días antes de la Navidad de 2010, Erika Gándara fue secuestrada por hombres armados. Su cuerpo fue hallado meses después en el desierto. Tras su desaparición, Marisol Valles y su familia comenzaron a recibir amenazas de muerte, así que decidieron huir a Estados Unidos.

La oficina del presidente municipal está ubicada en el segundo piso del Palacio Municipal de Guadalupe. La anciana que despachaba en recepción no parecía contenta con nuestra visita. “Le voy a preguntar de la entrevista, pero no creo que quiera”, contestó fríamente. “Está muy ocupado”. Tres ancianos estaban sentados en la recepción mirando una televisión montada en la pared, viendo un programa de entretenimiento matutino. Nadie nos miró a los ojos. Nos sentamos y esperamos. Finalmente la puerta se abrió y, para nuestra sorpresa, la recepcionista nos dejó entrar a la oficina de Archuleta con una ligera sonrisa.

El presidente municipal se levantó para darnos la bienvenida. Estaba en sus cincuentas y tenía ojeras. Nos miró con preocupación pero trató de parecer jovial. Nos mostró un premio que le había dado el gobierno por la “excelente administración” de Guadalupe. Recientemente, Archuleta y otros alcaldes del norte habían viajado a Sonora para ser agasajados por el gobierno de Calderón y recoger sus premios. Le pregunté si los otros alcaldes estaban teniendo problemas similares con la violencia. “Los eventos son cíclicos”, dijo mientras se sentaba en su escritorio. “Hubo una revolución en 1810, otra en 1910 y otra en 2010. Cada 100 años hay eventos que marcan el clima social del país”.
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Después de que Archuleta hablara sobre los valores patrióticos y morales, le pregunté cómo estaba impactando la violencia a su pueblo. El alcalde escogió con cuidado sus palabras. “Hace cuatro años sucedieron cosas que nunca se habían visto en el Valle de Juárez. Algunos se fueron a Estados Unidos, mientras que otros se fueron a diferentes estados de la República debido a la inseguridad. Ahora el Ejército está a cargo. No tenemos la capacidad o la estructura administrativa para proveer seguridad pública”.
—¿Confía usted en el Ejército?
—Por supuesto, por supuesto —el alcalde se removió inquieto en su silla—. Confío en el Ejército, que representa a nuestro país. No hay policías porque nadie quiere ser policía.

Archuleta fue amable pero nos ofreció pocos detalles sobre la situación de su pueblo. Cuando le pregunté cuánta gente había huido y cuántas casas habían sido incendiadas y abandonadas, contestó que su administración no había sido capaz de levantar censo alguno. “Ellos no nos dejan”, contestó, pero no precisó quienes eran ellos. Cuando le pregunté cómo podía llegar a la panadería que había pertenecido a la familia Reyes Salazar, contestó: “Me dicen que no puedo ir ahí”. Parpadeó. “De hecho, no sé dónde está esa casa”.

El alcalde dio por terminada nuestra entrevista e insistió en que regresáramos tres días después para ver el desfile que conmemoraba el inicio de la Revolución mexicana. “Voy a presidir el desfile porque ese es mi papel como presidente municipal”, contestó. “Las cosas no son fáciles, pero la fortaleza de los hombres y las mujeres de Guadalupe se miden por el valor de sus decisiones y por su devoción en reconstruir el tejido social. Yo nací aquí y debo tener confianza en mí mismo y reflejar esa confianza en todo el pueblo. De lo contrario, ¿a quién va a seguir mi gente? ¿Quién es el líder de este pueblo?”.

Eventualmente encontramos la panadería de Reyes Salazar. Un hombre nos dijo en la calle, de manera furtiva, que estaba un poco más adelante. De hecho, estaba a unas pocas casas de la chica que estaba vendiendo ropa usada y que nos había visto con terror. La panadería estaba enfrente de lo que había sido el gimnasio del pueblo, un edificio largo y chaparro que ahora funciona como cuartel del Ejército. La panadería era un montón de ruinas carbonizadas. Mientras nos movíamos por los despojos, un soldado que portaba un rifle de asalto nos veía detrás de un muro de sacos y madera que estaba cruzando la calle. Los soldados rodeaban el gimnasio, fuertemente armados, mirando el horizonte. Alrededor las casas estaban quemadas y saqueadas, las calles desiertas y los comercios cerrados. Los soldados estaban cuidando un pueblo fantasma. ¿Qué o a quién estaban protegiendo?

En enero de 2008 se desató la guerra de cárteles en Ciudad Juárez. Un policía local fue cocido a balazos. Una lista apareció en el monumento que honraba a los policías caídos. De un lado decía: “Para los que no creían”, acompañado de una lista de cinco policías recientemente asesinados. Del otro lado decía: “Para los que siguen sin creer”, con una lista de otros 17 policías. Los líderes políticos reconocieron que el Cártel de Sinaloa estaba cazando a los policías porque trabajaban para el Cártel de Juárez. José Reyes Baeza, el entonces gobernador de Chihuahua, declaró en El Diario de Juárez: “Todas las fuerzas policíacas están infiltradas, todas, así de simple”.

En un arranque de pánico, el gobernador y el presidente municipal de Ciudad Juárez, José Reyes Ferriz, le suplicaron a Felipe Calderón que interviniera.

A mediados de marzo de 2008 el gobierno federal respondió con una demostración de fuerza, mandando helicópteros, tanques, y dos mil 500 soldados y policías federales a Ciudad Juárez. Al año siguiente, Calderón mandó otras cinco mil tropas.

En el Valle de Juárez los hermanos Escajeda habían logrado mantener una frágil alianza entre los cárteles de Sinaloa y Juárez. Su territorio era vasto, más de 100 kilómetros de frontera desde la orilla este de Ciudad Juárez hasta las escarpadas montañas al oeste en Ojinaga. La Gata utilizaba parte de la zona para mover cocaína y marihuana para el Cártel de Sinaloa, mientras que El Rikin usaba otros cruces fronterizos para el Cártel de Juárez.

La alianza comenzó a desmadejarse el 28 de marzo de 2008, cuando una columna de 80 soldados con helicópteros entraron en el Valle de Juárez. Un antiguo residente de El Porvenir dijo que los soldados entraron con las sirenas a todo volumen. “Pensamos que por fin estaríamos protegidos”, relató.

A los tres meses el Ejército capturó a La Gata en Ciudad Juárez. El ayudante del sheriff de El Paso, Manny Márquez, que creció del otro lado del río Bravo, dijo que el arresto de La Gata fue lo que destruyó la frágil alianza. “Después de que arrestaron a Alonso, entró el Cártel de Sinaloa. Querían todo el territorio, así que empezaron a matar gente a diestra y siniestra. El Rikin también empezó a matar a todo el mundo, y las cosas se salieron de control”.

Los habitantes esperaban que el Ejército trajera la paz, pero en lugar de eso los residentes se encontraron en medio de un fuego cruzado entre militares y cárteles. Así emergió un nuevo tipo de terror del cual nadie estaba a salvo. “Con El Rikin, si no estabas metido en el negocio te dejaban en paz”, comenta un antiguo residente de Guadalupe. “Te enterabas de los asesinatos, o de los secuestros, pero los hacían durante la noche y nadie veía los cuerpos”.

Ahora los asesinatos se cometen todos los días y a plena luz. Un habitante de El Porvenir presenció una masacre cuando regresaba a casa después de arreglar la llanta de su coche. Mientras manejaba hacia el este por la Carretera Federal número 2, a través del pequeño pueblo de Loma Blanca, un semitráiler se paró en seco frente a él. Enojado, enfrenó y lo rebasó, listo para mentarle la madre al chofer, En ese instante el ruido de los rifles de asalto lo asustaron. Un poco más adelante varios hombres le disparaban a una camioneta llena de gente enfrente de una guardería. El conductor del semitráiler estaba atrapado. “No quería estar en el fuego cruzado”, me contó el testigo. “Estaba mirando cómo mataban gente a tan sólo 100 metros”. Metió reversa y huyó. “Luego dijeron en las noticias que habían matado a seis personas”.

En Guadalupe el Ejército empezó a registrar casas, buscando dinero, armas y droga. Empezó a correr el rumor de que los soldados trabajaban para el Cártel de Sinaloa. Empezaron a sacar a la gente de sus casas. Algunos nunca regresaron. Otros regresaban golpeados, con signos de tortura, asegura Saúl Reyes, el antiguo secretario de Guadalupe y miembro de la familia Reyes Salazar. Nos conocimos en El Paso en 2011, cuando había huido de su pueblo natal. Reyes, con lentes de montura metálica y gesto de silenciosa intensidad, era el único hermano de su familia que no había sido asesinado a balazos. Ahora, él, su esposa y sus tres hijos estaban buscando asilo político en Estados Unidos.

La madre y los nueve hermanos de Saúl habían vivido en el Valle de Juárez desde 1967, y habían labrado a golpe de trabajo una cadena de panaderías y una pequeña tienda de renta de películas. Eran bien conocidos por su activismo. Saúl Reyes, de 42 años, que manejaba su propia panadería en Guadalupe, me contó que tras la llegada del Ejército la gente comenzó a pedir ayuda a su hermana Josefina. “La gente empezó a tocar a su puerta”, dijo. “El Ejército había detenido a ocho personas sin cargo alguno. Los estaban torturando”.

La familia tenía la bien ganada reputación de ser valiente, en especial Josefina, la hija mayor, una incansable buscadora de justicia que organizó marchas y protestas cuando las mujeres comenzaron a ser asesinadas en números sin precedentes en Ciudad Juárez en la década de los noventa. La familia también había sido parte imprescindible en la derrota de un vertedero tóxico en Sierra Blanca, Texas, a unos kilómetros al norte de Guadalupe. La clase trabajadora volvió un hábito buscar a la familia de panaderos para que los ayudaran cuando sentían que habían sido abusados por los terratenientes que manejaban el pueblo.

Josefina viajó a la ciudad de México para encontrarse con Rosario Ibarra en busca de apoyo para poder liberar a las víctimas. Josefina y otros activistas de Juárez comenzaron a hablar públicamente en contra de las detenciones y la tortura. El 23 de agosto de 2008 participó en el Foro Contra la Militarización y Represión en Juárez, y luego encabezó una marcha en contra de la presencia militar en su pueblo.

Josefina y la familia Reyes Suárez fueron de los primeros residentes de Juárez en hablar en contra de la presencia militar, a pesar de que mucha gente pensaba que el Ejército podía ser la solución para acabar con la violencia.

Una semana después de la marcha, los soldados se llevaron a Miguel Ángel Reyes, el hijo mayor de Josefina. Josefina volvió a convocar a un grupo de activistas que se manifestaron afuera de los cuarteles militares exigiendo la liberación de su hijo. Ella emprendió una huelga de hambre. 16 días después el Ejército liberó a su hijo. “Tenía dos costillas fracturadas y la nariz rota”. “Le quemaron las plantas de los pies con toques eléctricos”, me contó Saúl.

El triunfo de Josefina no duró mucho. Tres meses después unos sicarios asesinaron a Julio César, su hijo de 19 años. Hombres enmascarados irrumpieron en una boda en Guadalupe y le dijeron a todos que se tiraran al suelo. “Empezaron a buscar entre la gente”, cuenta Saúl. “Cuando encontraron a Julio César le dispararon en el corazón”.
Cuando sonaron los disparos había una patrulla del Ejército a media calle del salón de fiestas. “Llegaron después de los disparos pero no hicieron nada más que acordonar el área; después se fueron”, dice Sara Salazar, la matriarca de la familia. Mientras que la familia Salazar daba la batalla pública contra la violencia que amordazaba a su pueblo, otras familias sufrían una persecución silenciosa.
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Conocí a uno de los sobrevivientes en El Paso, una muchacha joven y guapa que balanceaba en sus brazos a una niña con marcas de quemaduras. Como muchos residentes del valle, está buscando asilo en Estados Unidos. Me pidió que no revelara su nombre porque teme que su familia sea asesinada incluso del otro lado de la frontera. Decidí llamarla Estela. Su familia cultivaba trigo, algodón y alfalfa en un terreno de 40 hectáreas en el Valle de Juárez, al pie del río Bravo. Un día, cuatro soldados uniformados llegaron a su casa en vehículos oficiales y preguntaron si su familia era la dueña de la tierra. Los vehículos del Ejército tienen números de serie para poder ser identificados. El vehículo en el que llegaron, dice Estela, tenía el número de serie cubierto. Asustado, su esposo le dijo a los soldados que el dueño de la tierra vivía en Estados Unidos, que él sólo era el cuidador. “Queremos 30 mil dólares”, le dijo uno de los soldados, o uno de los hombres que iba vestido de soldado. “Eso, o las escrituras de las tierras”.

La familia no tenía los 30 mil dólares. Lo único que podían hacer era esperar que esos hombres no volvieran. Mientras tanto, el esposo de Estela fue al cuartel del Ejército en Guadalupe y le contó al oficial encargado sobre la amenaza. Como el número de serie del vehículo estaba cubierto, no había nada que pudieran hacer para ayudarlos.

Unos días más tarde, Estela escuchó un fuerte ruido. La bodega donde guardaban los fertilizantes estaba envuelta en llamas. Su hija de dos años, que estaba jugando cerca, se vio presa del fuego. Estela y su marido se fueron de prisa al hospital. Al día siguiente, un vecino les dijo que había visto a unos soldados lanzando un coctel molotov a la bodega.

Pensaron en huir, pero necesitaban cosechar las tierras para obtener dinero. Decidieron quedarse otra cosecha más. Rezaron para que no les pasara nada. Un día una camioneta negra se estacionó al pie de la carretera. Temiendo lo peor, el marido de Estela le pidió que se fuera con las niñas a la tienda mientras él hablaba con los hombres. “Los reconocí. Eran los mismos soldados, sólo que esta vez venían de civil”, me dijo. “Me fui a la tienda, pero regresé lo antes posible”.

Cuando regresó, vio que uno de los hombres le apuntaba a su marido con una pistola en la cabeza. Estela, embarazada de siete meses, gritó y fue corriendo hasta él. Lo empujó justo en el instante en que el hombre disparó. Su esposo recibió el disparo en el hombro. Los hombres empezaron a golpearla y patearla.

De pronto, milagrosamente, el tipo que le había disparado a su esposo cambió de actitud. “Les voy a dar otra oportunidad para que me den las escrituras”. Su esposo se subió al coche, pero en eso uno de los hombres empezó a reclamarle al otro por qué los dejaba ir. Aprovechando la confusión, la familia salió disparada hacia el puente internacional. En la frontera, la policía aduanal llamó a una ambulancia que trasladó a la familia a un hospital de El Paso. Los doctores le dijeron que su esposo se iba a recuperar, pero el bebé no había sobrevivido. “Perdí a mi hijo”, recuerda, con lágrimas en los ojos.

Nunca regresaron. Estela dice que aún conservan las escrituras de las tierras, pero que no les sirven para nada. “La verdad es que no podemos regresar”, dice. “Nos matarían”.

Un antiguo residente del Valle de Juárez que conocí en El Paso, me dijo que a partir de 2008 el Ejército y el Cártel de Sinaloa comenzaron a trabajar juntos. Ese hombre, que tenía algunos familiares trabajando para el Cártel de Juárez en aquella época, me explicó que el Ejército y el Cártel de Sinaloa comenzaron a matar a los narcomenudistas que trabajaban para El Rikin Escajeda. Un día los soldados fueron tras él, pero logró escapar por la ventana trasera de su casa y se escondió en los arbustos. “La gente que trabajaba para Escajeda entendió el mensaje: ‘O trabajas para Sinaloa o te mueres’ ”. El hombre, que estaba en sus treintas, huyó a Texas. Dice que los parientes que se quedaron en el valle ahora trabajan para El Chapo. A los lugartenientes de Escajeda que conocían las rutas y la operación se les perdonó la vida, siempre y cuando cambiaran de bando. “Ahora ellos mueven todo el negocio del Cártel de Sinaloa”.

Gustavo de la Rosa, un investigador de la Comisión de Derechos Humanos de Chihuahua, me explicó que durante casi todo 2008 el Cártel de Sinaloa y el de Juárez trataron de eliminarse mutuamente. La postura oficial fue dejar que los malos se mataran entre sí.

Cuestionado por los medios de Juárez acerca del repunte de la violencia con la llegada del Ejército, el general Jorge Juárez Loera, encargado de la onceava zona militar, le dijo a los reporteros: “Me gustaría que los periodistas cambiaran su punto de vista, y que en lugar de escribir ‘una muerte más’, escribieran ‘un criminal menos’ ”.

Mientras la tasa de muertes ascendía de forma dramática, el presidente Calderón le aseguraba a los ciudadanos que 90% de los muertos eran criminales. De la Rosa y otros activistas señalan que esos números no tienen soporte alguno, pues 95% de las muertes nunca fueron investigadas.

En septiembre de 2009 el Ejército capturó al Rikin en Casas Grandes, la parte más al sur de su territorio. Tras su arresto y el de su hermano, La Gata, algunos de los miembros de la organización se escondieron. Al mismo tiempo, De la Rosa empezó a percatarse de que los ciudadanos del Valle de Juárez tenían un nuevo tipo de queja: “El Cártel de Sinaloa tenía problemas para encontrar a la gente de La Línea, así que empezaron a perseguir a sus familiares, a sus amigos, y a la gente que hacía negocios con ellos. La Línea respondió con el mismo tipo de agresión”.

Los antiguos residentes comenzaron a notar un patrón. Los soldados llegaban a las casas en busca de armas y drogas. Horas después, hombres enmascarados llegaban a esas mismas casas y mataban a todos.

“Creo que es la gente del Cártel de Sinaloa la que llega después del Ejército”, dice Saúl Reyes. “El Ejército empieza a investigar, a detener personas, a recopilar información, y después llegan los del Cártel de Sinaloa a matar a todos”.

La batalla por el territorio se convirtió en una campaña sangrienta que arrasó con inocentes y culpables por igual. Los pueblos del valle comenzaron a llenarse de narcomantas que anunciaban a las próximas víctimas. “Váyanse en tres días o serán asesinados”, advertían, con los nombres escritos con laca negra sobre sábanas blancas. En las calles aparecían pasquines con amenazas de muerte contra los líderes ciudadanos y los policías.

Jesús Manuel Lara, por aquel entonces presidente municipal de Guadalupe, y los siete miembros del consejo ciudadano, comenzaron a recibir amenazas de muerte en el Palacio Municipal. El 16 de febrero de 2009 Lara convocó a una junta a las nueve de la mañana. Martín Hueremo, en ese entonces miembro del consejo, vive exiliado en Estados Unidos. “El presidente municipal dijo: ‘No se alarmen, pero hemos recibido amenazas de muerte. Sólo quería avisarles’ ”. Los miembros del consejo se asustaron pero trataron de no tomarse las cosas en serio. Aún creían que los asesinatos se restringían a aquellos directamente involucrados en el negocio de las drogas.

Tres horas después, hombres enmascarados entraron a la tienda de Cristina Aranda, un miembro del consejo, y la mataron frente a su hija de 11 años. Tres días después, Patricia Ávila, otro miembro del consejo, también fue asesinada.

La policía y el Ejército patrullaban el pueblo pero no hacían nada para ayudar a las víctimas o capturar a los asesinos.

Manuel Lara se fue a Ciudad Juárez. Hueremo dejó todo y se llevó a su familia a Estados Unidos. “No confiaba en las autoridades, porque ahí estaban los federales, el Ejército, y ninguno hizo nada”. En mayo de 2010 unos pistoleros mataron a Lara, justo afuera de su casa en Ciudad Juárez.

De la Rosa comenzó a recibir quejas sobre las atrocidades que cometía el Ejército, que incluían tortura, secuestro y asesinato. Para finales de 2009 había recibido mil 250 quejas en contra del Ejército mexicano.

A diferencia de otros oficiales, De la Rosa decidió investigar. Realizó pesquisas detalladas sobre 10 homicidios y 14 secuestros que parecían haber sido cometidos por el Ejército. Los casos fueron enviados al juez estatal, a las autoridades militares y, finalmente, a la unidad de asuntos internos del Ejército, donde los casos se atascaron.
De la Rosa no quiso entrar en detalles acerca de esas investigaciones, pero varios reportes elaborados por la CNDH muestran muchas quejas de desapariciones forzadas y torturas cometidas por el Ejército en Juárez en 2008 y 2009, cuando De la Rosa realizaba sus investigaciones.

En uno de los casos, de noviembre de 2008, soldados y policías presuntamente sacaron de sus hogares a los hermanos Carlos y José Luis Guzmán Zúñiga, y se los llevaron esposados. Nunca regresaron. En otro caso de 2009, Adrián López Hernández, Saúl López Hernández y Silvia Ana Luisa Sentíes, reportaron que los soldados saquearon su casa y se llevaron sus pertenencias. Los soldados también se los llevaron, los golpearon y torturaron con choques eléctricos.

De la Rosa ha vivido en el Valle de Juárez durante 25 años, en la pequeña y tranquila comunidad de San Agustín. Sus peticiones de que el gobierno hiciera algo con los abusos del Ejército lo convirtieron en un blanco de oficiales corruptos, narcotraficantes y militares. Comenzó a recibir amenazas de muerte. Uno de sus guardaespaldas fue asesinado.
Un día de 2009, un hombre se acercó a su coche mientras esperaba el cambio de semáforo. Estaba vestido de civil pero tenía tipo de militar. El hombre señaló a De la Rosa con el dedo, como si tuviera una pistola, y jaló del gatillo. “Ya bájale o te vamos a matar”, le dijo. De la Rosa fue hasta El Paso. En la frontera, un agente aduanal reconoció a De la Rosa y le preguntó si creía que era seguro regresar a Juárez. “Con el trabajo que hago, ¿quién podría estar a salvo?”. El agente interpretó la respuesta como una solicitud de asilo y lo metieron a un centro de detención en El Paso.
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De la Rosa fue liberado una semana después. Se negó a regresar a México a menos de que el gobierno garantizara su seguridad. Ahora De la Rosa se mueve en Ciudad Juárez con varios guardaespaldas y pasa los fines de semana en Texas, donde asegura que puede dormir sin tanto miedo. Aún no ha regresado a su casa de Valle de Juárez.

En 2009 los periódicos locales comenzaron a hablar de un nuevo tipo de asesinos. El Valle de Juárez ya había experimentado fuertes casos de violencia anteriormente —cometidos por El Rikin y La Gata Escajeda—, pero estos hombres enmascarados, vestidos de negro, bien entrenados y fuertemente armados que recorrían el valle matando con total impunidad, expresaban un terror más allá de cualquier comprensión.

¿Quiénes eran estos asesinos enmascarados? Los únicos grupos que usaban máscaras eran el Ejército y la Policía Federal, para que los cárteles no los pudieran identificar. En 2009 un cable del Departamento de Estado de Estados Unidos filtrado por Wikileaks, sugería que habían entrado dos nuevas fuerzas oscuras en acción: los paramilitares y los escuadrones de la muerte. “El gobierno de la ciudad y el estatal aseguran que no existe evidencia alguna de un movimiento vigilante en Ciudad Juárez, y que los mensajes desplegados por el comando ciudadano de Juárez son una burla; sin embargo, una fuente del consulado sugiere que el comando ciudadano de Juárez es un grupo real, compuesto por ocho antiguos zetas contratados por cuatro empresarios de Juárez (incluyendo a Eleno Villalba, candidato del PRI a la alcaldía en 1988)”.

El cable de Wikileaks también describe la manera en que Los Zetas obtenían sus armas: “De acuerdo con una fuente, Los Zetas visitaban a los comandantes militares y les compraban armas decomisadas. Según la fuente, Los Zetas aseguraban que no iban a atacar al Ejército, y que estaban a disposición de ellos para realizar operaciones extrajudiciales”.

En 2012 Julián Cardona entrevistó a un ex sicario cuyo testimonio empataba con el cable que hablaba de los mercenarios que estaban trabajando con el Ejército. El sicario, que aseguró trabajar en la banda con otros 20, había sido contratado en Durango, y aseguró que había formado parte de la primera ola de violencia que azotó a Juárez en 2008. “Explicó de manera sucinta cómo un ex militar era el que estaba coordinando al grupo y al Ejército para acabar con ‘los meros grandes’ ”, dice Cardona. “Los meros grandes” eran los policías locales y estatales que fueron asesinados a principios de 2008, supuestamente porque estaban al servicio del Cártel de Juárez.

El sicario, un ex policía, dijo que no sabía quién le pagaba. “La guerra era entre la gente de dinero”, le dijo a Cardona. “Quizá maté gente para El Chapo y nunca lo supe”.
Las declaraciones del sicario me recordaban algo que me había contado un hombre de El Porvenir. Su hermano y cinco de sus empleados habían sido secuestrados. El convoy pasó por un punto de control del Ejército que cuidaba la entrada y salida del valle. “Me gustaría saber cómo es que un convoy con seis personas amarradas y encapuchadas conducido por tipos fuertemente armados pudo pasar sin problema”.

Desde el asesinato de Julio César en 2008 la numerosa familia Reyes Salazar vive en constante miedo. Pero los ataques no los han silenciado. A diferencia de otros habitantes del valle, siguieron hablando públicamente sobre los abusos del Ejército. El 4 de septiembre de 2009 Miguel Ángel, el hijo de Josefina, volvió a ser levantado por elementos del Ejército en Juárez. Esta vez se emitió una orden de arresto acusando a Miguel Ángel de trabajar para El Rikin y el Cártel de Juárez. Lo mandaron a una cárcel de Tamaulipas. Dos años y medio después, no ha visto a un juez ni ha sido formalmente acusado.

Tras el arresto de Miguel Ángel los soldados sacaron a Elías Reyes —hermano mayor de Josefina, quien está parcialmente paralizado a causa de un ataque— de la panadería y lo forzaron a manejar por Guadalupe, obligándolo a señalar cada una de las casas en donde vivían los miembros de su familia. Josefina huyó a Ciudad Juárez después de recibir varias amenazas de muerte. Estando en Juárez, unos hombres irrumpieron en su antigua casa. Varios testigos dijeron que eran militares.

Saúl Reyes también decidió que era tiempo de marcharse de ahí. Se mudó con su familia a Ascensión, un pueblo ubicado a unos 180 kilómetros del Valle de Juárez, para tratar de montar otra panadería. El resto de la familia se quedó en Guadalupe. En 2009 la familia Reyes se reunió en Ascensión para celebrar la Navidad. Después, la familia entera regresó a Guadalupe para recibir el Año Nuevo. Iba a ser su último recuerdo feliz como familia.

“Me acuerdo que todos estábamos juntos y hablábamos de si quedarnos en Guadalupe o no, de si pelear o irnos”, dice Saúl. “Elías, mi hermano mayor, dijo: ‘Yo no he hecho nada. Soy un panadero y todos hemos trabajado duro para levantar este pueblo, así que no me pienso ir’. Josefina dijo lo mismo. ‘¿Por qué huir? No hemos hecho nada’. Todos mis hermanos opinaron lo mismo”.

El 3 de enero de 2010 Saúl y su familia regresaron a Ascensión. Dos horas después, cuando llegaron a la casa, Josefina había muerto.

Se había parado en su restaurante favorito para comprar algo de comer. Cuatro enmascarados la esperaron para secuestrarla. Josefina luchó, hiriendo a uno de los atacantes en la cara con la llave del auto. Otro de los atacantes dijo: “Te crees muy chingona porque estás con las organizaciones”, refiriéndose a su activismo. Le dispararon nueve veces en la cara y en el pecho en plena calle.

Incluso, tras el asesinato de Josefina, algunos de los familiares se negaron a callar. Siguieron hablando con la prensa y demandándole al gobierno que investigara los crímenes de Julio César y Josefina. Rubén, otro de los hermanos Reyes, habló públicamente en contra del Ejército. La mañana del 18 de agosto de 2010 fue asesinado en la calle por un hombre con una AK-47; iba de camino a la tienda a comprar leche.

“Los militares iban diario a registrar nuestras casas”, dice Sara Salazar, la matriarca de la familia de 77 años. “Llegaban a mi casa en camiones y decían que estaban buscando drogas y armas. Les dije que podían venir las veces que quisieran, que no iban a encontrar nada y que los iba a denunciar. Me contestaron que no les podía hacer nada porque ellos eran la autoridad”.

La familia Reyes Salazar estaba siendo exterminada sistemáticamente como parte de una campaña para erradicar cualquier resistencia al Cártel de Sinaloa. Durante la Semana Santa de 2010 aparecieron mantas en la calle con el siguiente mensaje: “Tienen sólo unas horas para largarse”. El viernes santo hombres armados trataron de tirar la puerta de la iglesia de El Porvenir y luego le prendieron fuego.

La escalada de violencia derivó en un éxodo masivo. Docenas de familias se fueron a Texas, o se fueron a Juárez en coche con lo primero que pudieran empacar. El Cártel de Sinaloa comenzó a traer gente de otros lados para manejar la plaza. Los soldados y la policía circulaban por las calles pero no hacían nada para detener a los asesinos que estaban matando a la gente y quemando las casas.

En Ciudad Juárez, Gustavo de la Rosa convocó una rueda de prensa para exigirle a las autoridades que hicieran algo para detener la campaña de terror. Durante la conferencia, De la Rosa declaró que había hablado con el comandante militar de El Porvenir y que le había pedido ayuda. “Me dijo que era asunto de la policía. Pero no hay policía en el valle”.

“La única solución que encontró la gente de El Provenir fue encerrase nuevamente en sus casas y sufrir otra noche de terror”, le dijo a los reporteros. “Le pedí a los militares que intervinieran y detuvieran a los asesinos. El valle ha sido abandonado. No hay autoridad”.

Los medios internacionales llegaron cuando el humo salía de las casas. Nadie quería hablar abiertamente de lo que estaba ocurriendo. Aquellos que decidían hablar lo hacían ocultando sus rostros. Sólo Elías Reyes, de Guadalupe, daba la cara a los medios y hablaba del terror que padecía su pueblo.

Unos meses después, unos pistoleros también fueron por él. El 7 de febrero de 2011 seis hombres armados en camioneta le cortaron el paso al coche de Elías, que venía con su hermana María Magdalena Reyes y su esposa Luisa Ornelas. Sara Salazar y su nieta de 12 años también iban en el coche. Los hombres sacaron a la fuerza a Sara y a su nieta y las dejaron botadas en la carretera. Varios hombres se subieron al coche y se fueron con el resto de la familia. Acababan de pasar un punto de control del Ejército.

Sara Salazar y su familia levantaron un campamento enfrente de la oficina del juez de distrito de Juárez, demandando a las autoridades que encontraran a los secuestrados. Luego viajaron a la ciudad de México e iniciaron una huelga de hambre enfrente del Senado. Durante la protesta, la casa de Sara Salazar y la panadería de la familia, situadas enfrente del cuartel del Ejército, fueron incendiadas. El 26 de febrero de 2011 un familiar encontró los cuerpos de Elías, María Magdalena y Luisa tirados en medio de la calle, cerca del cuartel. Estaban cubiertos de tierra y cal como si hubiesen sido desenterrados. Sara Salazar dice que nunca los hubieran vuelto a ver de no ser por sus protestas públicas. “Nos regresaron los cuerpos para que nos calláramos”, dice.

Después de esas muertes, Saúl empezó a recibir mensajes de texto del celular de Elías. “Decían que nos iban a cortar la cabeza”. La familia se escondió. Saúl, su esposa y sus hijos se cubrieron bajo unas mantas en el asiento trasero del coche de un amigo que los llevó a la frontera. Orgulloso de ser mexicano, Reyes se limpió las lágrimas cuando atravesaron el río Bravo. Llegaron a Estados Unidos el 24 de abril de 2011, buscando asilo político con nada más que su ropa y las cobijas que habían usado para esconderse.

Unas semanas después fui hasta un albergue de inmigrantes en el centro de El Paso para hablar con él. Como antiguo secretario del municipio de Guadalupe, Saúl se había encargado de registrar los nacimientos y las muertes en su pueblo. Ahora había convertido en una misión personal recabar todos y cada uno de los nombres de aquellos que habían muerto o desaparecido en Guadalupe desde el comienzo de la violencia en 2008. Gracias a los medios y a reuniones con los exiliados del valle que ahora vivían en Texas, Saúl tenía una larga lista de muertos y desaparecidos. Al enseñarme el registro, pasaba página tras página tras página. Hasta el momento había registrado 180 muertes, 26 desapariciones y ocho cuerpos no identificados que aparecieron en su pueblo de apenas tres mil habitantes. “Hay muchos más, pero éstos son los que he podido registrar hasta ahora”. En una página, con su cuidadosa letra, había anotado el nombre de seis integrantes de su familia.

Reyes dice que conoció a cada uno de los muertos porque el pueblo es muy pequeño. Algunos eran ladronzuelos, otros narcomenudistas, esposas, profesores, políticos. Algunos eran niños y otros ancianos. Familias enteras habían sido diezmadas, incluyendo a las más antiguas del pueblo: los Escajeda y los Gándara. La guerra había cobrado una cuota muy alta. Pero lo que seguía en pie era el negocio de la droga. Fuera de un pequeño bache en 2008, el trasiego había continuado sin problemas, e incluso había aumentado gracias al tráfico de metanfetaminas que comenzó en 2010, de acuerdo con datos de la DEA. Mientras tanto, Gabino El Ingeniero Salas Valenciano dirige la plaza del Valle de Juárez para el Cártel de Sinaloa, y un nuevo jefe ha tomado el mando de la batalla del lado del Cártel de Juárez. La gente le dice simplemente La Muerta.

Ahora el Valle de Juárez está poblado con cárteles y soldados. Hay quien dice que algunas familias de Sinaloa y de otras partes del país empezaron a mudarse ahí y que están habitando algunas de las casas abandonadas en los pueblos fantasma. Los asesinatos siguen siendo cosa de todos los días, y los soldados siguen patrullando las calles desiertas. Como me dijo una vez De la Rosa: “10 mil muertes después, todo lo que hicimos fue cambiar de cártel”.

Saúl Reyes vive exiliado en Estados Unidos. Está tratando de empezar una nueva vida a sus 42 años. Su casa, sus dos coches y su panadería se quedaron en México. En dos años enterró a seis miembros de su familia. Me dijo que su miedo más grande es que esas muertes se olviden cuando termine el sexenio de Calderón. Me dijo también que se va a asegurar de que nadie olvide lo que la pasó a su pueblo y a su familia.

“No creo que alguna vez se vaya a hacer justicia. Nadie va a ser detenido, ni juzgado, ni encarcelado. Calderón se va a ir y vamos a tener a un nuevo presidente”, dijo Saúl, limpiándose las lágrimas. “Pero algún día voy a regresar a mi pueblo y voy a levantar un monumento enorme que diga que Calderón es responsable de las muertes, y todos los nombres van a estar escritos ahí para que la historia no se vuelva a repetir, para salvaguardar la memoria de todos los que han muerto, quienes quiera que hayan sido”.

Melissa del Bosque. Periodista del Texas Observer en Austin, Texas.

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