Violencia de hoy, violencias de siempre
Elena Azaola
Las violencias de siempre
A pesar de que nuestro país ha padecido inusitados niveles
de violencia durante el periodo 2007-2012, la mayor parte de los
esfuerzos de quienes cotidianamente nos informan de estos hechos se ha
limitado casi exclusivamente a contar a los muertos o a documentar la
forma en que han perdido la vida. En cambio, muy pocos esfuerzos se han
dedicado a intentar comprender sus causas, a descifrar su sentido, a
explorar los factores sociales específicos que le han permitido escalar a
sus actuales niveles más allá de los factores delincuenciales.
México ha tenido siempre elevadas tasas de homicidio. Aunque la tendencia principal a lo largo del siglo XX fue la de la disminución sistemática de la tasa de homicidio por 100 mil habitantes, al mismo tiempo el homicidios no ha dejado de ocupar uno de los 10 primeros lugares entre las causas de defunción en nuestro país.
México ha tenido siempre elevadas tasas de homicidio. Aunque la tendencia principal a lo largo del siglo XX fue la de la disminución sistemática de la tasa de homicidio por 100 mil habitantes, al mismo tiempo el homicidios no ha dejado de ocupar uno de los 10 primeros lugares entre las causas de defunción en nuestro país.
Las tasas por 100 mil habitantes cayeron a lo largo del siglo XX de la siguiente manera:
La tendencia se sostuvo durante los primeros años de este siglo ya que la tasa fue de 11 en el 2000 y de 8.5 en 2007. A partir de ese momento la tendencia descendente se detiene e inicia un ascenso inusitado que de nuevo ha llevado al país a una tasa de homicidios, para 2010, de 22 por 100 mil habitantes.1
Ahora bien, al comparar las tasas de muertes por violencia que existían en México en los años noventa —y que hoy ya hemos superado— con las de otros países, no podemos dejar de advertir que nuestra tasa es tres veces más alta que la de Estados Unidos, 10 veces más alta que el promedio para los países de la Unión Europea y casi 20 veces más alta que la de Japón o Corea (OPS 2003, UNODOC 2010). En realidad, nuestra tasa de muertes por homicidio es igual a la que existía en la mayor parte de los países de Europa occidental hace más de tres siglos (Chesnais 1992).
Dentro del contexto de la región de América Latina, y tomando en cuenta que ésta se distingue por ser la región con las tasas más elevadas de muertes por homicidio en el mundo, México ocupa una posición intermedia. Es decir, en esta región pueden distinguirse tres grandes grupos de países: los que tienen tasas de homicidios por debajo de la media mundial que es de 8.8 (Chile, Uruguay y Argentina); los que tienen una violencia media (México, Paraguay y Ecuador) y aquellos que tienen tasas que son tres veces mayor o más a la media mundial (Colombia, El Salvador, Guatemala, Brasil, Venezuela). Cabe observar que no son los países más pobres los de mayor violencia, sino los más desiguales, tema que también retomaremos más adelante (Briceño-León 2008).
Las muertes registradas durante los últimos años en el contexto de la lucha emprendida por el gobierno en contra del crimen organizado han acaparado la atención e impedido visualizar otras violencias. De igual modo, y a pesar del cúmulo de evidencias que existen en la literatura especializada, en nuestro país se ha prestado muy poca atención a la manera como ciertas expresiones de la violencia, como la violencia en la familia y en las instituciones, pueden estar vinculadas y propiciar otras formas de violencia.2
El Informe Nacional sobre la Violencia y la Salud
(Lozano et al., 2006) proporciona datos sobre los siguientes tipos de
violencia: la que tiene por víctimas a niños y niñas; a jóvenes; a
mujeres; a adultos mayores; la violencia sexual; el suicidio como forma
de violencia autoinfligida; la que padecen los migrantes; la que ocurre
en contextos institucionales como cárceles o psiquiátricos; la que
resulta de la comisión de otros delitos y la que se produce en disputas
por recursos naturales. Asimismo, existen otros estudios que han
documentado la violencia en el noviazgo; en las escuelas; en el ámbito
laboral; por motivos de preferencia sexual; los feminicidios y la que se
genera en conflictos de origen étnico, político o religioso (entre
otros, Arteaga y Valdés 2010; Azaola coord., 2009).
Si bien los homicidios constituyen la expresión última de la violencia, sin duda la más severa e irreparable, representan apenas una proporción muy pequeña con respecto a otras manifestaciones de la misma. Esas otras formas de violencia también dejan huellas y ocasionan daños que pueden ser muy profundos y que alteran el curso de la vida de individuos, limitan o bloquean sus posibilidades de desarrollo, al mismo tiempo que afectan y tienen un impacto en la vida de la colectividad. Este impacto puede medirse, desde términos económicos, hasta en daños físicos y emocionales, como lo han hecho diversos estudios en distintos países.
Cito sólo unos cuantos datos que ilustran la magnitud de algunos tipos de violencia.
Un estudio realizado por la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables de la Cámara de Diputados arrojó que, entre 2007 y 2010, han perdido la vida en hechos de violencia mil 600 menores de edad mientras que aproximadamente 40 mil han quedado huérfanos como resultado del enfrentamiento en contra del crimen organizado.3 Por su parte, el INEGI reporta la muerte por homicidio —no necesariamente vinculado al combate al crimen organizado— de un total de tres mil 709 menores de edad durante el periodo 2006-2008. Asimismo, los datos del Sistema de Salud indican que, durante el periodo de 1979 a 2004, dos menores de 14 años murieron cada día como consecuencia de violencia familiar (Lozano et al., 2006).
Los datos del INEGI señalan que en 2007 se cometieron en México más de cuatro mil 500 suicidios. Casi 200 fueron cometidos por menores de 15 años; casi mil 400 por jóvenes de entre 15 y 24 años y cerca de mil 100 por jóvenes entre 25 y 34 años. Son los jóvenes pobres, desempleados, sin oportunidades de inclusión escolar y sin expectativas de empleo, quienes en mayor medida recurrieron al suicidio aunque se calcula que, por cada suicidio que se consuma, hay ocho intentos fallidos.4
Por lo que se refiere a la violencia en contra de las mujeres, de acuerdo con el reporte Feminicidio en México: aproximación, tendencias y cambios, que fue presentado en el Congreso en noviembre de 2011, “después de que en 2007 la tasa de defunciones femeninas con presunción de homicidio se había reducido a la mitad respecto a los valores de 1985, en los dos últimos años (2007-2009) hubo un repunte de 68%, es decir que durante este periodo se perdió el avance observado durante los 23 años anteriores. En efecto, mientras que en 2007 hubo mil 85 en 2009 hubo mil 858 defunciones de mujeres con presunción de homicidio.5
Por su parte, un estudio realizado en 2009 a una muestra representativa a nivel nacional, integrada por 23 mil niños y niñas de escuelas públicas de educación básica, arrojó que 65% de los alumnos dijo haber recibido al menos una agresión física en su escuela durante los dos últimos años, mientras que la mayoría reportó uno o más incidentes de violencia psicológica. Asimismo, se encontró que 6% de los niños(as) dijo de manera espontánea que lo primero que cambiarían en su escuela es que no hubiera tanta violencia y 18% de las niñas reportó haber sufrido intentos de abuso sexual por parte de sus compañeros (Azaola coord., 2009).
En suma, hay una violencia cotidiana que se considera “normal”, que a menudo se pasa por alto, mientras que hay otra violencia a la que se considera “extraordinaria, patológica, excesiva o gratuita”. Lo importante es que, lejos de existir una ruptura entre ambos tipos de violencia, lo que existe más bien es una continuidad.
La violencia del crimen y la de las políticas que intentan contenerlo
La violencia también es el resultado tanto del incremento de la criminalidad como de las políticas que, más allá, de contenerla, contribuyen a exacerbarla.
Según el estudio Barómetro de conflictos 2010 de la Universidad de Heidelberg, Alemania, la violencia en México se compara con las de Irak, Somalia o Sudán donde “la fuerza bruta se utiliza constantemente, de una forma organizada y sistemática”.6 En 2009 Ciudad Juárez y Nogales fueron consideradas “las ciudades más violentas del mundo” por tener tasas de muerte por violencia de 201 y 255 por 100 mil habitantes, respectivamente, mientras que siete ciudades fronterizas registraron una tasa promedio de 75 homicidios por cada 100 mil habitantes.7
Por su parte, la Procuraduría General de la República, en su “base de datos de fallecimientos por presunta rivalidad delincuencial” (rótulo que revela la intención de responsabilizar de la violencia solamente a los grupos delictivos, dejando fuera la intervención de las instituciones del Estado), proporcionó los siguientes datos:
Si bien los homicidios constituyen la expresión última de la violencia, sin duda la más severa e irreparable, representan apenas una proporción muy pequeña con respecto a otras manifestaciones de la misma. Esas otras formas de violencia también dejan huellas y ocasionan daños que pueden ser muy profundos y que alteran el curso de la vida de individuos, limitan o bloquean sus posibilidades de desarrollo, al mismo tiempo que afectan y tienen un impacto en la vida de la colectividad. Este impacto puede medirse, desde términos económicos, hasta en daños físicos y emocionales, como lo han hecho diversos estudios en distintos países.
Cito sólo unos cuantos datos que ilustran la magnitud de algunos tipos de violencia.
Un estudio realizado por la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables de la Cámara de Diputados arrojó que, entre 2007 y 2010, han perdido la vida en hechos de violencia mil 600 menores de edad mientras que aproximadamente 40 mil han quedado huérfanos como resultado del enfrentamiento en contra del crimen organizado.3 Por su parte, el INEGI reporta la muerte por homicidio —no necesariamente vinculado al combate al crimen organizado— de un total de tres mil 709 menores de edad durante el periodo 2006-2008. Asimismo, los datos del Sistema de Salud indican que, durante el periodo de 1979 a 2004, dos menores de 14 años murieron cada día como consecuencia de violencia familiar (Lozano et al., 2006).
Los datos del INEGI señalan que en 2007 se cometieron en México más de cuatro mil 500 suicidios. Casi 200 fueron cometidos por menores de 15 años; casi mil 400 por jóvenes de entre 15 y 24 años y cerca de mil 100 por jóvenes entre 25 y 34 años. Son los jóvenes pobres, desempleados, sin oportunidades de inclusión escolar y sin expectativas de empleo, quienes en mayor medida recurrieron al suicidio aunque se calcula que, por cada suicidio que se consuma, hay ocho intentos fallidos.4
Por lo que se refiere a la violencia en contra de las mujeres, de acuerdo con el reporte Feminicidio en México: aproximación, tendencias y cambios, que fue presentado en el Congreso en noviembre de 2011, “después de que en 2007 la tasa de defunciones femeninas con presunción de homicidio se había reducido a la mitad respecto a los valores de 1985, en los dos últimos años (2007-2009) hubo un repunte de 68%, es decir que durante este periodo se perdió el avance observado durante los 23 años anteriores. En efecto, mientras que en 2007 hubo mil 85 en 2009 hubo mil 858 defunciones de mujeres con presunción de homicidio.5
Por su parte, un estudio realizado en 2009 a una muestra representativa a nivel nacional, integrada por 23 mil niños y niñas de escuelas públicas de educación básica, arrojó que 65% de los alumnos dijo haber recibido al menos una agresión física en su escuela durante los dos últimos años, mientras que la mayoría reportó uno o más incidentes de violencia psicológica. Asimismo, se encontró que 6% de los niños(as) dijo de manera espontánea que lo primero que cambiarían en su escuela es que no hubiera tanta violencia y 18% de las niñas reportó haber sufrido intentos de abuso sexual por parte de sus compañeros (Azaola coord., 2009).
En suma, hay una violencia cotidiana que se considera “normal”, que a menudo se pasa por alto, mientras que hay otra violencia a la que se considera “extraordinaria, patológica, excesiva o gratuita”. Lo importante es que, lejos de existir una ruptura entre ambos tipos de violencia, lo que existe más bien es una continuidad.
La violencia del crimen y la de las políticas que intentan contenerlo
La violencia también es el resultado tanto del incremento de la criminalidad como de las políticas que, más allá, de contenerla, contribuyen a exacerbarla.
Según el estudio Barómetro de conflictos 2010 de la Universidad de Heidelberg, Alemania, la violencia en México se compara con las de Irak, Somalia o Sudán donde “la fuerza bruta se utiliza constantemente, de una forma organizada y sistemática”.6 En 2009 Ciudad Juárez y Nogales fueron consideradas “las ciudades más violentas del mundo” por tener tasas de muerte por violencia de 201 y 255 por 100 mil habitantes, respectivamente, mientras que siete ciudades fronterizas registraron una tasa promedio de 75 homicidios por cada 100 mil habitantes.7
Por su parte, la Procuraduría General de la República, en su “base de datos de fallecimientos por presunta rivalidad delincuencial” (rótulo que revela la intención de responsabilizar de la violencia solamente a los grupos delictivos, dejando fuera la intervención de las instituciones del Estado), proporcionó los siguientes datos:
Con los datos anteriores, más la estimación de la misma Procuraduría de que el incremento entre 2010 y 2011 habría sido de 11%, es posible señalar que el número total de muertes para 2011 fue de aproximadamente 17 mil, lo que daría un total de casi 52 mil muertes para el periodo de diciembre de 2006 a diciembre de 2011. Se trata de un incremento abrumador del 600% tan sólo si se comparan los resultados del primero con el quinto año de gobierno; de un incremento que, para cualquier delito, resulta atípico pero, por encima de todo, se trata, posiblemente,8 de la mayor pérdida de vidas humanas que históricamente haya tenido lugar en el contexto de una política dirigida por el Estado en contra del crimen organizado (rótulo que se utilizaba para informar sobre estas muertes antes de que se resolviera nombrarlas como el resultado sólo de la “rivalidad delincuencial”9).
Existen otros resultados igualmente dolorosos y preocupantes, como el caso de las personas “desaparecidas”. Hasta noviembre de 2011 la Comisión Nacional de Derechos Humanos señaló que le habían sido reportadas como “desaparecidas” 16 mil 782 personas, algunas de ellas clasificadas como “extraviadas” y otras como “fallecidas no identificadas”.10 El caso de los migrantes “secuestrados” es similar: tan sólo en 2010 se estimaron en 20 mil, de acuerdo con el presidente de dicha Comisión.11
El reciente informe de Human Rights Watch destaca, de manera contundente, que a pesar de que durante la presente administración suman más de 45 mil muertes en el contexto de la guerra en contra del narcotráfico, la Procuraduría General de la República sólo ha iniciado 997 averiguaciones previas por este tipo de homicidios, ha consignado a 343 personas y ha obtenido únicamente 22 condenas en contra de los responsables (HRW 2011).
Los datos anteriores, entre muchos otros, dan cuenta de los graves niveles que han alcanzado la impunidad y la falta de competencia para investigar y perseguir los delitos por parte de las instituciones de procuración de justicia del país, lo que explica que la violencia continúe escalando, pues dejan de manifiesto la incapacidad del Estado para ejercer de manera legal y legítima el monopolio de la violencia.
La situación es todavía más grave en algunas ciudades. De acuerdo con un estudio del Consejo Nacional para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, en 13 ciudades, con los más altos índices de violencia, se cometieron nueve mil 797 homicidios en 2010 y sólo se registraron un total de 406 sentencias condenatorias, lo que implica una impunidad del 96%.12
Por lo que se refiere a la participación del Ejército en las labores de combate al crimen organizado, el informe de Human Rights Watch señala que hasta mediados de 2010 se habían iniciado tres mil 671 investigaciones por violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército, de las que sólo se habían obtenido 29 sentencias. Sin embargo, en un informe que a finales de 2011 presentó el secretario de la Defensa Nacional ante el Senado, señaló que, al momento, había 167 militares indiciados, 89 procesados, nueve sentenciados y 11 prófugos.13 Estos números contrastan con las cuatro mil 772 quejas que por violaciones a derechos humanos en contra del Ejército había recibido la Comisión Nacional de Derechos Humanos hasta 2010, que tuvieron un incremento de 400% si se compara el número de quejas recibidas anualmente en 2007 (376) con las de 2009 (mil 644).
Asimismo, la CNDH señaló haber recibido 11 mil 680 quejas en contra de las secretarías de Defensa, Marina, Seguridad Pública y de la Procuraduría General de la República durante el periodo de diciembre de 2006 a diciembre de 2011. La mayoría de las quejas son por tratos crueles, inhumanos o degradantes, irregularidades en cateos, detenciones arbitrarias y violaciones a derechos de los migrantes. La Comisión destacó que agentes federales y militares realizan todos los días, en promedio, tres cateos ilegales a domicilios de ciudadanos, aunque precisó que la cifra puede ser más elevada pues corresponde sólo al número de casos denunciados ante el organismo, siendo que la mayoría de ellos no son denunciados.14
Con respecto a la violencia cometida por agentes del Estado, un estudio realizado sobre el tema en América Latina hace notar que existen tres tipos de violencia ejercida por el Estado: 1) la que tiene lugar para enfrentar al delito y se ejerce dentro de los márgenes de la ley; 2) la que enfrenta al delito sobrepasando los marcos legales vigentes, por ejemplo, mediante la tortura o las ejecuciones extrajudiciales; 3) la violencia de carácter abiertamente criminal ejercida por agentes del Estado que se valen de su investidura para cometer y encubrir actos criminales (Cruz 2010).
La violencia criminal ejercida por el Estado en este último caso a menudo tiene su origen en estructuras legales e ilegales que originalmente fueron creadas para combatir de manera extraordinaria al crimen organizado pero que, con el tiempo, degeneraron en mafias tan violentas como los grupos que debían combatir. Se trata de grupos que acumulan experiencia, conocimiento y conexiones, de los cuales se sirven para luego cometer delitos (Cruz 2010). Como ejemplo en México puede citarse el grupo de Los Zetas, originalmente conformado por desertores del Ejército, o bien el de La Línea, creado por narcotraficantes que lograron controlar a la policía de Ciudad Juárez.
Es importante tomar en cuenta que si bien la violencia criminal es causada por narcotraficantes, bandas del crimen organizado, pandilleros y ciudadanos comunes, hay también otra parte importante que es provocada por agentes del Estado. Pero el Estado y sus instituciones, de acuerdo con el estudio mencionado, no son actores corrientes en la dinámica de la violencia: no es lo mismo un asesinato cometido por un ciudadano común que uno perpetrado por un policía; no es lo mismo una red de extorsión o secuestro conducida por una banda del crimen organizado que por una formada por policías, y no es lo mismo una operación de narcotráfico encubierta por una empresa que una protegida por un agente militar. La participación de agentes estatales en actividades delincuenciales amplía las repercusiones del delito, convierte a las instituciones en cómplices de la violencia, reproduce la impunidad y mina la confianza de los ciudadanos, afectando la legitimidad del régimen (Cruz 2010).
La violencia delictiva, así como la provocada por las políticas que han intentado combatirla, es muy grave, tanto por el número y los daños sufridos por las víctimas directas (muertos, desaparecidos, secuestrados, heridos, incapacitados, desplazados, detenidos injustamente, extorsionados, etcétera), como por los ocasionados a las víctimas indirectas. En este último caso, los huérfanos, las viudas y otros familiares también han sufrido pérdidas y daños de todo tipo que no han sido visibles y cuyos efectos se agravan en la medida en que el Estado no ha reconocido su responsabilidad ni el derecho que les asiste.
La violencia de la exclusión
Una de las raíces de la violencia que actualmente padecemos tiene que ver con las insuficientes políticas sociales y económicas para reducir las desigualdades. Asimismo, hace falta una mejor articulación de las políticas sociales y económicas con las de seguridad en torno a fines comunes capaces de generar un amplio consenso social. En otros términos, y como más adelante veremos, hace falta lo que algunos analistas denominan “un buen gobierno”, capaz de conquistar y conducir la confianza de los ciudadanos.
Algunos indicadores muestran que el déficit de las políticas sociales y económicas se ha ido acumulando, lo que indudablemente ha contribuido a la expansión de los mercados informales e ilegales. Por ejemplo, el gobernador del Banco de México informó que, mientras en nuestro país se requiere crear un millón de empleos al año, en 2012 se crearán solamente la mitad de ellos si se logra un ritmo de crecimiento de entre 3% y 4%.15 De igual modo, según la OCDE, mientras que entre los países miembros el promedio de ingreso de 10% de la población más rica es de nueve veces el ingreso del 10% de la población más pobre, en México la diferencia es de 26 veces, lo que hace que nuestro país ocupe el segundo lugar por su nivel más elevado de desigualdad dentro de la organización.16
Otro dato a tener en cuenta, en particular para las ciudades fronterizas, es que de enero de 2008 a junio de 2011 los estados de la frontera norte han recibido, en conjunto, un promedio de 500 mil mexicanos deportados anualmente y de 300 mil deportados de otras nacionalidades, también anualmente. Para algunas ciudades esto significa que reciben hasta 200 personas deportadas diariamente.17
Como ya lo hizo notar el Informe Mundial sobre la Violencia, existe una correlación entre violencia y desigualdad, no entre violencia y pobreza. Los países más igualitarios tienen tasas menores de violencia (Organización Panamericana de la Salud 2003:40). También un informe del PNUD había señalado que no es lo mismo ser pobre en una sociedad parejamente pobre, que serlo en sociedades donde coexisten niveles de vida como los de Ginebra y Burundi al mismo tiempo. La tensión que se genera es muy alta y produce una sensación de que no hay un “juego limpio”, lo que impacta en la confianza en las instituciones. Las grandes desigualdades son un destructor del capital social: crean desconfianza, cinismo, falta de interés en la asociación y apatía. A su vez, la falta de confianza mina la legitimidad y reduce los márgenes de gobernabilidad democrática. De ahí que el PNUD recomiende crear las condiciones para que la sociedad esté convencida de que vive en un marco de “juego limpio” (PNUD 2007).
En efecto, la exclusión de amplias capas de la sociedad, en particular de oportunidades de educación y empleo, es otro factor que propicia diversas manifestaciones de violencia. Es preciso tomar en cuenta que, de acuerdo con el Consejo Nacional de Población, 3.7 millones de menores de 17 años no acudieron a la escuela en 2010 y siete millones de jóvenes de 18 a 29 años no estudiaban ni trabajaban. Sin embargo, otro estudio reciente llevado a cabo en varias ciudades de nuestro país destaca que los jóvenes carecen de incentivos para seguir estudiando porque no encuentran oportunidades de empleo calificado. Incluso la precarización de las ocupaciones en el sector formal constituye un elemento de desaliento para ocuparse en ellas. De ahí que los jóvenes opten por migrar o por insertarse en actividades informales o delictivas. En las nuevas generaciones, apuntan, ya no se concreta la trayectoria de obtener un certificado educativo/ingresar a un empleo formal/obtener los beneficios de la seguridad social/formar una familia (CNPEVM 2010:9-10).
La inclusión de los jóvenes es un tema primordial. La premisa fundamental que sostiene una de las más sólidas teorías del control social es que aquellos que cometen actos delictivos lo hacen como resultado de tener débiles vínculos con la sociedad. Es decir, esta teoría sostiene que la mayoría de las personas obedece las leyes, no por el temor a las sanciones eventuales, sino como resultado de los lazos de afecto que los une con aquellos que resultarían lastimados por sus actos, esto es, por el daño que ocasionarían a sus expectativas para el futuro. De ahí que aquellos que cuentan con un débil lazo de apego a los otros o con limitadas perspectivas de alcanzar logros en el futuro sean más propensos a cometer delitos. El futuro tiene un valor escaso para ellos (Hirschi 2002).
Las políticas del Estado han operado con base en una noción muy estrecha de seguridad que ha privilegiado el uso y el abuso de la fuerza. Mientras, ha dejado de lado o no ha prestado la suficiente atención a los enormes rezagos socioeconómicos que han agrandado las distancias entre los sectores sociales, profundizando la desconfianza y conflictos que han exacerbado la violencia.
¿Qué hacer?
Propongo que miremos el problema de la violencia a la luz de los vínculos sociales que se tejen en las comunidades y que hacen posible la participación de contingentes cada vez más numerosos en actividades delictivas, toda vez que previamente otras formas de violencia han sido toleradas o ignoradas.
Lidiamos hoy con espirales de violencia difíciles de contener y cuyas repercusiones habremos de padecer por muchos años. Existen, sin embargo, algunas estrategias para reducir la violencia. El Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud señala que la violencia es prevenible y sus impactos se pueden reducir. El primer paso de la estrategia deberá ser, entonces, el diseño de una política integral de seguridad que contenga una política específica para reducir la violencia. Ambas deberán contener prioridades claras y ampliamente consensuadas, con programas que finquen su confianza más en la construcción de comunidades sólidas y menos en la represión a través del uso de las fuerzas armadas.
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