El silencio de Gabo
La semana pasada, una crónica nos
traía desde Cartagena de Indias, por boca de su hermano Jaime, una
noticia que no era noticia: que García Márquez no volverá a escribir.
Como todas las personas importantes, su salud es materia de intensa
chismografía y conjeturas aladas desde hace mucho tiempo, pero ya se
sabía que Gabo no volverá a escribir. Que un miembro muy cercano de su
familia, sin embargo, lo dijera en letras de molde –aunque no fueran las
propias sino las de su cronista—, confirió a este dato que ya tiene
algún recorrido una cualidad nueva. Nueva y triste.
Por eso, supongo, la frase definitiva
–"desgraciadamente, no vamos a tener esa oportunidad"— dio la vuelta al
mundo. O quizá la dio porque el deseo de que no sea cierto lo que ya
es inevitable, o de que las leyes de la biología sean tan flexibles
como las literarias y se produzca el milagro, hace que sea necesario
recordárnoslo cada cierto tiempo, puesto que el resto del tiempo preferimos creer que un nuevo libro está en camino.
Para un escritor, a menos que ese estado
entrañe padecimiento físico, el silencio es una forma de liberación.
Haberse pasado la vida obligado a escribir por vocación y porque los
lectores esperaban de él un nuevo libro cada cierto tiempo era una
condena de la que el silencio ha liberado el escritor colombiano.
Exactamente lo contrario de los que nos pasa a sus lectores, que hemos
pasado de la liberación que era cada nueva novela a la condena de no
esperar ninguna más. Pero quizá esto sea lo justo.
Quizá todo escritor debería tener derecho, sin los estragos de una
enfermedad, a pasar sus últimos años en silencio y no estar obligado a
nada más que hablar con su familia y sus amigos porque ya escribió todo
lo que tenía que escribir.
Para los lectores de García Márquez ha
sido difícil aceptar desde hace algunos años su silencio. Recuerdo bien
haber pensado con impaciencia, a lo largo de años, cada vez que
acababa de leer un libro suyo, cuándo llegaría el siguiente.
Sus libros eran como los hitos de un camino, una estructura que nos
permitían darle forma y sentido al largo y ancho tiempo. Todos hacemos
eso de una u otra manera: darle forma y sentido al tiempo, fijarle un
calendario propio, independientemente del otro, que tiene que ver con
ciertas cosas que valoramos y poseen la virtud de ser recurrentes
aunque no sean siempre iguales. La salida de los nuevos libros de
García Márquez fueron uno de mis calendarios personales durante mucho
tiempo.
Mis hijos, a quienes inculqué su lectura
desde pequeñitos, no podrán contar con esa suerte. La última
generación para la que las publicaciones periódicas de Gabo eran una
estructura de tiempo con sentido fue tal vez la que media entre mis
hijos y yo. Lo más tremendo es que no sé si saben el privilegio que tuvieron.
No, no digo con esto que todas las obras
de Gabo tuviesen el mismo valor. He leído todas, desde su remota 'La
Hojarasca' hasta la relativamente reciente 'Memoria de mis putas
tristes' y la última compilación, 'No vengo a decir un discurso', y
sigo creyendo que escribió tres obras maestras: 'El coronel no tiene
quien le escriba', 'Cien años de soledad' y 'El amor en los tiempos
del cólera'. Pero que las otras no tuvieran ese mismo rango no significa que no fueran casi igualmente adictivas.
Como alucinógenos, al final ya no tenía importancia si eran tan buenas
como las anteriores: eran una droga que nada tenía que ver con le
preferencia sino con la necesidad.
Hoy su silencio en vida tiene -como en
otros tiene la muerte- un efecto depurador. Depurador de sus actitudes
políticas, por ejemplo. Como Rubén Darío, César Vallejo, Alejo
Carpentier o Pablo Neruda, los pecados del ciudadano han sido
sublimados por la eternidad del creador. Suena injusto y lo es. ¿Por
qué habría la literatura de salvar las almas de quienes la encarnaron y
no la arquitectura, los negocios o el periodismo? No lo sé, pero es
evidente que en el olimpo literario no hay malos.
Lo extraño en García Márquez es que el
silencio al que lo ha sometido la biología lo ha colocado en ese olimpo
antes de tiempo, de manera que, aun estando vivo, ya no está en un
espacio de humanos con aciertos y errores, virtudes y pecados, sino en
otro ámbito, donde sólo se es bueno y ya no hay que rendir cuentas. No
abundan los escritores a los que les sucede eso en vida.
Los jodidos somos los que no estamos muertos o no vivimos en silencio, y que por ahora nos quedamos en este infierno, donde "desgraciadamente no vamos a tener esa oportunidad"...
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