La lucha de Ruffo
A lo mejor la izquierda algo puede aprender de la lucha de Ernesto Ruffo, quien en su estilo, bastante solitario, logró transformaciones a nivel local.
Pascal
Beltrán del Río
Una de las historias que me gustaron del proceso electoral que culminó el domingo pasado es la de Ernesto Ruffo.
Primer mandatario estatal surgido del Partido Acción Nacional, Ruffo tomó posesión de la gubernatura de Baja California en 1989 y completó su periodo sin escándalos de corrupción ni abuso de autoridad, a pesar de que, en el último tramo de su sexenio, Tijuana, la ciudad más poblada del estado, se convulsionó por el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Si uno viaja a Ensenada, aún es posible ver la mano de Ruffo en la transformación de ese puerto, del que fue alcalde entre 1986 y 1988, y que ha llegado a ser, a mi juicio, uno de los lugares más amables y limpios del país.
Durante su gestión como gobernador, Ruffo echó a andar el primer padrón estatal de votantes y la primera credencial para votar con fotografía, que fueron base de los que ahora existen a nivel nacional.
Es importante decir que él ganó las elecciones sin ellas, y que, enfrentado a una maquinaria priista que disparaba dinero por todos lados, solía repetir en su tono jamás estridente: “Pues ellos que hagan lo que quieran, yo aquí estoy haciendo mi luchita”.
La lucha de Ruffo lo llevó a ser un gobernador exitoso, a tener una relación civilizada con el entonces presidente Carlos Salinas —a quien nunca dejó de hacer señalamientos— y a salir por la puerta grande del Palacio de Gobierno de Mexicali, adonde fui varias veces a entrevistarlo.
Los años que siguieron no fueron fáciles para la trayectoria política del también empresario. Sus rivales políticos le dedicaron diversas campañas negras, acusándolo de ser mafioso, de haberse coludido con el cártel de los Arellano Félix y de ser el poder tras el trono en Baja California.
Con su estilo de lobo estepario, reacio a formar o pertenecer a tribus partidistas, Ruffo soñó en al menos un par de ocasiones con llegar a la dirigencia nacional del PAN, la más notoria en 1996, cuando fue derrotado por Felipe Calderón, a quien levantó el brazo sin titubeo alguno.
En 1999 apoyó a Vicente Fox en su búsqueda de la Presidencia de la República y se sumó a su gobierno como titular de la Comisión para la Frontera Norte, una modesta posición que lo mantuvo alejado de los reflectores.
Pero, ¿por qué digo que me gusta su historia? Porque Ernesto Ruffo no sólo fue capaz de ganarse una candidatura a senador de mayoría en este 2012, sino que luego encabezó una fórmula ganadora en un estado donde su partido fue arrasado en las elecciones del domingo pasado.
El PAN lleva casi 23 años gobernando Baja California, pero la candidata presidencial Josefina Vázquez Mota terminó tercera en la entidad, igual que a nivel nacional. Por si fuera poco, siete de los ocho candidatos panistas a diputados también fueron derrotados, a manos del PRI, y el único que triunfó (según los datos de que dispongo al momento de escribir estas líneas), el tijuanense Juan Manuel Gastélum, lo hizo de panzazo, por 0.55 puntos.
En cambio, Ruffo ganó ampliamente la elección para senador con 373 mil votos (31.44%), 45 mil más de los que obtuvo Vázquez Mota y 60 mil por encima del segundo lugar, Marco Antonio Blásquez, de la coalición Movimiento Progresista.
Es verdad que una confusión del electorado priista pudo haber ayudado a quienes finalmente llegarán al Senado, pues a Eligio Valencia Roque, el abanderado de ese partido, aparentemente le anularon unos 100 mil votos de electores que tacharon los emblemas del PRI y Partido Verde en la boleta, cuando esos partidos no iban coaligados en esa elección.
Sin embargo, independientemente de eso, nadie quita a Ruffo los 373 mil votos obtenidos en la elección, que también fueron más que los que consiguió el PAN en la elección de diputados. Es decir que la candidatura del ex gobernador no sólo fue bien evaluada por los electores panistas sino por quienes sufragaron a favor de otras opciones políticas en las otras dos boletas.
El triunfo no ha hecho que Ruffo abandone su estilo. Una vez que se contaron los votos en las casillas, este hombre, que acaba de cumplir los 60 años de edad, no dudó en regañar a su partido por la división interna y su lucha de “grupitos”, la cual, dijo, podrían llevar a Acción Nacional a perder la gubernatura el año entrante.
Su triunfo, a 17 años de haber dejado la gubernatura, debería dejar algunas enseñanzas a otros políticos. De entrada, que la paciencia, la insistencia y la sensatez dejan más que la estridencia.
La lección se puede extrapolar al ámbito nacional. La democracia en México —y en cualquier país— es un proceso. Como sociedad, hemos tenido avances indudables en los últimos años, sobre todo en los aspectos técnicos relacionados con la organización de las elecciones, pero seguimos atorados en la falta de equidad entre los contendientes.
Temas como otorgar una mayor cantidad de tiempos oficiales —que lamentablemente se destinan a bombardear al electorado con insufribles spots— y más recursos a quienes ganan más votos debieran ser revisados para nivelar el terreno.
Urge una ley de partidos políticos que homologue los procesos de selección de candidatos e impida que estas “entidades de interés público” sean clanes al servicio de familias y grupos.
Deben discutirse con seriedad la pertinencia de la reelección de legisladores y alcaldes, la segunda vuelta electoral y otros temas que han sido planteados como parte de la reforma política.
La relación de los medios con los candidatos, así como el papel de las encuestas, que han causado inconformidad y preocupación en muchos sectores, deberían ser debatidos en el Congreso de un modo que recoja experiencias pasadas.
También creo que tiene que someterse seriamente a revisión todo aquello que los partidos —todos— regalan a los electores en campaña: desde muñecos de peluche hasta bultos de cemento, pasando por los llamados artículos utilitarios y dinero en efectivo.
Es evidente que no pueden prohibirse los mítines, pues el derecho de asociarse y reunirse con fines políticos es una garantía consagrada en la Constitución, pero ¿acaso no puede hacerse nada para impedir los bochornosos actos de acarreo y el abuso de la pobreza?
Es amplia la agenda de pendientes en materia político-electoral, pero el camino para impulsar esos cambios pasa por el Congreso y el marco legal.
En estos momentos existen las condiciones para realizar esas modificaciones: hay una conciencia pública de lo que no funciona y ninguna fuerza en la próxima Legislatura tiene la representación suficiente para dedicarse a su propia agenda.
Por eso, una vez que se presenten y se procesen las impugnaciones que haya sobre el actual proceso electoral —que no termina sino hasta que se califiquen los comicios—, lo pertinente será entrar en este debate, aprovechar las lecciones aprendidas e impulsar los cambios que se requieren. Y, por cierto, son muchos más de los que se pueden abordar en este espacio.
Pero tanto como el fondo, importa la forma. En 2006, la izquierda, la segunda fuerza política, prácticamente abandonó el escenario de las reformas cuando no supo digerir la estrecha derrota que sufrió ese año. ¿Quién lo aprovechó? El PRI.
Me pregunto si esta vez la izquierda consumirá su combustible político en una interminable inconformidad con lo sucedido en el proceso electoral o transformará sus quejas en exigencias de reforma, para lo cual tendrá dos espléndidas bancadas en el Congreso de la Unión, además de la voz autorizada de Miguel Ángel Mancera, quien ganó la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal con una diferencia inaudita.
No quisiera pensar que esta vez la izquierda, con todo lo que ha ganado en este proceso electoral, le deje el terreno opositor al PAN en el Congreso, como se lo dejó al PRI en los últimos seis años.
A lo mejor algo puede aprender de la lucha de Ernesto Ruffo, quien en su estilo, bastante solitario, logró transformaciones a nivel local que, años después, fueron importantísimas para lo que se consiguió a nivel nacional. Si eso pudo hacer un hombre, mucho más podría hacer la segunda fuerza política del país.
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