La marihuana sale del armario
El País, Madrid
Poco a poco, la
batalla por la legalización de las drogas va abriéndose camino y
haciendo retroceder a quienes, contra la evidencia misma de los hechos,
creen que la represión de la producción y el consumo es la mejor
manera de combatir el uso de estupefacientes y las cataclísmicas
consecuencias que tiene el narcotráfico en la vida de las naciones.
Hay que aplaudir la valerosa decisión
del gobierno de Uruguay y de su presidente, José Mújica, de proponer al
Parlamento una ley legalizando el cultivo y la venta de cannabis. De
ser aprobada —lo que parece seguro pues el Frente Amplio tiene mayoría
en ambas cámaras y, además, hay diputados y senadores de los partidos
de oposición, Blanco y Colorado, que aprueban la medida—, ésta
infligirá un duro revés a las mafias que, de un tiempo a esta parte,
utilizan a ese país no sólo como mercado de la droga sino como una
plataforma para exportarla a Europa y Asia. Esta ley forma parte de una
serie de disposiciones encaminadas a combatir la “inseguridad
ciudadana”, agravada de un tiempo a esta parte en Uruguay, al igual que
en toda América Latina, por la criminalidad asociada al narcotráfico.
"Alguien tiene que ser el primero”, declaró el presidente Mújica a O’Globo,
de Brasil. “Alguien tiene que empezar en América del Sur. Porque
estamos perdiendo la batalla contra las drogas y el crimen en el
continente”. Y el ministro de Defensa de Uruguay, Eleuterio Fernández
Huidobro, señaló, como razón central de este paso audaz, que “la
prohibición de ciertas drogas le está generando al país más problemas
que la droga misma”. No se puede decir de manera más lúcida y concisa
una verdad de la que tenemos pruebas todos los días, en el mundo entero,
con las noticias de los asesinatos, secuestros, torturas, atentados
terroristas, guerras gansteriles, que están sembrando de cadáveres
inocentes las ciudades del mundo, y el deterioro sistemático de las
instituciones democráticas de los países, cada día más numerosos, donde
los poderosos cárteles de la droga corrompen funcionarios, jueces,
policías, periodistas y a veces deciden los resultados de las justas
electorales. La prohibición de la droga sólo ha servido para convertir
al narcotráfico en un poder económico y criminal vertiginoso que ha
multiplicado la inseguridad y la violencia y que podría muy pronto
llenar el Tercer Mundo de narcoestados.
Según las primeras informaciones, este
proyecto de ley pondrá en manos del Estado uruguayo el control de la
calidad, cantidad y precio de la marihuana y los compradores deberán
registrarse y tener cumplidos 18 años de edad. Cada comprador podrá
adquirir un máximo de 40 porros al mes y los impuestos que graven la
venta se emplearán en tratamientos de rehabilitación y de prevención y
en la creación de un centro de control de calidad del producto. En un
comentario a la iniciativa uruguaya que leo en Time Magazine,
por lo demás muy favorable a la medida, se recuerda el mal
administrador que suele ser el sector público, y con buen juicio se
deplora que no se deje en libertad al sector privado de llevar a cabo
esta tarea, eso sí, bajo una estricta regulación.
En ese mismo ensayo se examina lo
ocurrido en Portugal, donde desde hace una decena de años se legalizó
de manera parcial la marihuana sin que ello haya traído consigo el
aumento del consumo de drogas más fuertes, que es lo que suelen alegar
que ocurrirá los que se oponen de manera irreductible a la legalización
de las llamadas drogas blandas. Time Magazine recuerda además
que, según las últimas encuestas, un 50% de los ciudadanos de Estados
Unidos se declaran a favor de la legalización del cannabis.
Extraordinaria evolución cuando uno recuerda la tempestad de críticas, y
hasta de injurias, que recibió hace algunas décadas Milton Friedman
cuando defendió la legalización de las drogas y predijo el absoluto
fracaso de la política de represión en las que los gobiernos de Estados
Unidos han gastado ya muchos billones de dólares.
El Gobierno del Uruguay, al atreverse a
legalizar la marihuana, hace suyos muchos de los argumentos y estudios
que viene difundiendo la Comisión Latinoamericana de Drogas y
Democracia, que encabezan los expresidentes Fernando Henrique Cardoso
de Brasil, César Gaviria de Colombia y Ernesto Zedillo de México, y de
la que yo mismo formo parte con otras 18 personas, de distintas
profesiones y quehaceres, de la región. Recibida al principio con
reticencias y preocupación, y a veces duras críticas, esta Comisión ha
ido ganando audiencia y respetabilidad por la seriedad de sus trabajos,
en los que han participado siempre especialistas destacados, por su
espíritu dialogante y la clara vocación democrática que la inspira.
El problema de la droga ya no sólo
concierne a la salud pública, al descarrío de tantos niños y jóvenes a
que muchas veces conduce, y ni siquiera a los terribles índices del
aumento de la criminalidad que provoca, sino a la misma supervivencia
de la democracia. La política represiva no ha restringido el consumo en
país alguno, pues en todos, desarrollados o subdesarrollados, ha
seguido creciendo de manera paulatina, y sí ha tenido en cambio la
perversa consecuencia de encarecer cada vez más los precios de las
drogas. Esto ha transformado a los cárteles que controlan su producción
y comercialización en verdaderos imperios económicos, armados hasta
los dientes con las armas más modernas y mortíferas, con recursos que
les permiten infiltrarse en todos los rodajes del Estado y una
capacidad de intimidación y corrupción prácticamente ilimitada.
Lo ocurrido en México es sumamente
instructivo. El presidente Calderón, consciente del enorme riesgo para
el funcionamiento de las instituciones que representaba el
narcotráfico, decidió combatirlo de manera frontal, incorporando al
Ejército a esta lucha. Los 50.000 muertos que esta guerra lleva ya en
su haber no parece haber hecho mayor mella en las actividades
criminales de los mafiosos, ni haber disminuido para nada el consumo de
drogas blandas o duras en la sociedad mexicana, y sí, en cambio, ha
desatado una creciente desesperanza y decepción hacia el gobierno, al
que se reprocha incluso, con dureza, “haber declarado una guerra que no
se podía ganar”. ¡Fantástica conclusión! ¿Había, pues, que bajar los
brazos, rendirse, mirar para otro lado, y dejar que los pistoleros y
traficantes de la droga se fueran apoderando poco a poco de todas las
instituciones de México, que pasaran a ser ellos los verdaderos
gobernantes de ese país?
Evidentemente, ésa no podía ser la
solución. ¿Cuál entonces? La que, con gran mérito, está emprendiendo el
gobierno uruguayo. Cambiar de táctica, pues la puramente represiva no
sirve y es contraproducente, ya que beneficia a la mafia, a la que
enriquece y confiere más poder. En las actuales circunstancias, la
primera prioridad no es poner fin a la producción y al consumo de
drogas, sino acabar con la criminalidad que depende íntimamente de
estas actividades. Y para ello no hay otro camino que la legalización.
Desde luego que legalizar las drogas
implica riesgos. Deben ser tomados en cuenta y combatidos. Por ello,
quienes defendemos la legalización siempre subrayamos que esta medida
debe ir acompañada de un esfuerzo paralelo para informar, rehabilitar y
prevenir el consumo de estupefacientes perjudiciales para la salud. Se
ha hecho en el caso del tabaco y con bastante éxito, en el mundo
entero. El consumo de cigarrillos ha disminuido y hoy día quedan pocos
lugares donde los ciudadanos no sepan los riesgos a los que se exponen
fumando. Si quieren correrlos, sabiendo muy bien lo que hacen, ¿no es
su derecho hacerlo? Yo creo que sí y que no está entre las funciones
del Estado impedir a un ciudadano que goza de sus facultades llenarse
los pulmones de nicotina si le da su real gana.
Siempre he tenido una gran simpatía por
el Uruguay, desde el año 1966, en que fui a Montevideo por primera vez y
descubrí que América Latina no era sólo una tierra de gorilas y
terroristas, de revolucionarios y fanáticos, de explotadores y
explotados, que podía ser también tierra de tolerancia, coexistencia,
democracia, cultura y libertad. Es verdad que Uruguay pasó a vivir
luego la atroz experiencia de una dictadura militar. Pero la vieja
tradición democrática le ha permitido recuperarse más pronto que otros
países y hoy, quién lo hubiera dicho, bajo un gobierno de un Frente
Amplio que parecía tan radical, y un presidente de 77 años que fue
guerrillero, es otra vez un modelo de legalidad, libertad, progreso y
creatividad, un ejemplo que los demás países latinoamericanos deberían
seguir
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