Por el bien de todos, primero los pobres
Víctor
Beltri*
Es
indudable que algo ocurre en México. Las protestas que presenciamos en las
últimas semanas no pueden ser ignoradas, en tanto constituyen manifestaciones
legítimas del repudio popular a un sistema que no ha sido capaz de brindar las
mismas oportunidades a toda la población, misma que asiste al espectáculo de
líderes que parecen estar guiados solamente por el interés popular y el ansia
de poder, antes que por el bien común de la sociedad entera.
Mucho
se ha comentado, por propios y ajenos, del papel del candidato de la izquierda
en la construcción de la joven democracia mexicana. Al margen de su capacidad
selectiva para reconocer la derrota, Andrés Manuel ha conseguido llevar a la
palestra pública temas de gran importancia: simplemente, el lema que en algún
momento enarboló de
‘por el bien de todos, primero los pobres’, es de una
contundencia tremenda.
Es
imposible que un Estado prospere, y pueda vivir en paz, sin entender que la
brecha entre pobres y ricos no puede seguir ampliándose; la única manera de
concebir que un gobierno aplique políticas públicas que beneficien a tan sólo
unos cuantos, mientras
que en las calles la miseria es dolorosa y patente, implicaría
que los dirigentes vivieran en una esfera de cristal completamente alejada de
la realidad. Esto, lamentablemente, parece ser el caso en nuestro México.
La
pobreza es un cáncer que se expande y hace metástasis manifestándose en los
órganos más vitales de la sociedad. La pobreza es el principal motor de la
migración, de ciudadanos que buscan mayores oportunidades en otros lugares y
que llegan a enriquecer otras comunidades.
Cada
día se pueden escuchar historias de éxito de mexicanos de primera, segunda o
tercera generación que triunfan en el extranjero, ya sea en el sector público o
privado, en las artes o las ciencias. Mexicanos que tendrían que haberse
quedado en nuestro país, y desarrollado su potencial en la sociedad próspera e
igualitaria que no hemos sido capaces de construir.
La
pobreza, la falta de oportunidades, y el enaltecimiento de un modelo perverso en el que vale
más quien más tiene, orillan a nuestros jóvenes a buscar de
manera rápida la prosperidad que de otra manera no podrían obtener, y que les
es ofrecida de manera inmediata por las actividades delincuenciales que, por
otro lado, el Estado ha fallado en perseguir de manera efectiva.
El
gobierno se ha limitado a ser
reactivo, antes que preventivo: es definitivamente más
sencillo, y más vistoso, llenar las calles de policías y las cárceles de
presuntos culpables que atender las raíces del problema.
La
lucha contra las causas de la pobreza supera necesariamente el ámbito temporal
de un período presidencial, y no puede ser vendida como argumento electoral: de
ahí que sea poco lo que realmente se hace al respecto, y la pobreza, siempre la
pobreza, subsiste de manera vergonzosa.
Tenía
razón Andrés Manuel: por el bien de todos, primero los pobres. Pero por el bien
de los pobres, políticas sociales efectivas y planes transexenales contra la
pobreza. Por el bien de los pobres, instituciones públicas y privadas
eficientes y sólidas. Por el bien de los pobres, transparencia y rendición de
cuentas a todos los niveles. Y sobre todo, por el bien de los pobres, por el
bien de todos, prevalencia ineluctable del Estado de Derecho.
Muchas
veces se ha tratado de asimilar la política al juego del ajedrez, en el sentido
de que tienen que utilizarse todos los recursos disponibles para la consecución
del fin último, de la victoria, anticipándose siempre al juego del adversario.
Estrategia, paciencia y previsión hacen a los grandes jugadores de ajedrez, y a
esto ha jugado, con maestría, Andrés Manuel.
Sin
embargo, en este caso el juego es otro, y eso deberían entenderlo tanto quien
resultó vencedor en los pasados comicios como quienes no fueron favorecidos con
el voto popular. El ajedrez es un juego de blancos y negros, de escaques
conquistados y posiciones de poder, de piezas tomadas y vencedores absolutos.
La
política no puede ser así, en tanto que no puede iniciarse cada vez un juego
nuevo. Ese es el gran error de nuestra clase política, pretender que en cada período
comienza una nueva partida, sin darse cuenta de que el futuro
del país implica, necesariamente, una visión que supere los enfrentamientos
temporales.
Esta
visión es la que debemos demandar, como sociedad, de los líderes que están
empeñados, en la situación actual, en seguir con una partida que sólo daría
lugar a otra, y otra más. La elección ha terminado, y es el momento de acatar
los fallos y asumir los errores, pero sobre todo de comenzar a construir un
nuevo esquema de juego.
No
podemos seguir jugando al ajedrez, y comenzar ahora la partida que culminará en
el 2018. Es el momento de reformar el Estado, de sumar voluntades y crear una
sociedad más justa e igualitaria.
Este
debería de ser el tema de discusión en estos momentos, antes que pretender
arrojar el tablero al suelo cada vez que se pierde la partida. Andrés Manuel
tiene una oportunidad magnífica para denunciar las malas prácticas que supone
se cometieron en su contra, y comprometer no al nuevo gobierno, no a la nueva
administración, sino al Estado en su conjunto para evitar que vuelvan a
ocurrir.
Andrés
Manuel tiene el capital electoral, social, y moral suficiente para convertirse
desde la oposición en el gran reformador que México necesita para construir un
Estado más sólido, más ético y más responsable.
Los
días se suceden y la partida de ajedrez que juegan los partidos políticos se
acerca cada vez más a la temida situación en la que los movimientos de los
jugadores se repiten una y otra vez. En las reglas de ajedrez, la repetición de
movimientos sin salida alguna da lugar a que el juego se declare tablas.
Sin
embargo, en asuntos de Estado esta solución no existe, pero sí la premura por
resolver los problemas que nos apremian. Parafraseando de nuevo a Andrés
Manuel, por el bien de todos, primero los pobres, pero por el bien de los
pobres, primero un Estado de Derecho. Por el bien de todos, primero México.
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