Un largo camino
Nadie en su sano juicio debe
reprocharle a Andrés Manuel López Obrador su derecho a denunciar las
irregularidades que él considera que podrían invalidar la elección
presidencial.
Ramón Alberto Garza
Desde
finales de la década de los 70 vivimos en carne propia como mexicanos, como
ciudadanos y como periodistas los procesos electorales en México.
Eran
los años en que las urnas se embarazaban con votos. Cuando los sindicatos al
servicio del PRI operaban los llamados “carruseles”. Cuando cuatreros
electorales se robaban las urnas.
Cuando ser panista era sinónimo de ser idealista, soñador e iluso.
Cuando las izquierdas estaban proscritas.
Fuimos
testigos de los afanes democratizadores de José Ángel Conchello, Pablo Emilio
Madero, Luis H. Álvarez, Manuel “Maquío” Clouthier, el primer Diego Fernández
de Cevallos, Carlos Castillo Peraza, Francisco Barrio, Fernando Canales
Clariond, Carlos Medina, Ernesto Ruffo y aun el primer Felipe Calderón, siempre
de la mano de la actual Margarita Zavala.
Vicente
Fox no fue un panista de cepa. Acaso fue un
afortunado accidente de la mercadotecnia política que surfeó la
ola del hartazgo nacional –posterror de diciembre del 94– para instalarse en el
2000 en la Presidencia. Ya
comprobamos, con su traición a Josefina, de qué pasta estaba hecho.
Vimos
en 1976 la ignominia de
que López Portillo se fuera como candidato único y lamentamos en 1985 que a De
la Madrid le temblara la mano para aceptar la derrota priista en
Chihuahua.
Nos
indignamos con la caída del sistema que instaló a Carlos Salinas en 1988 y
rastreamos en 1994 la bala que mató a Colosio y que compró el luto suficiente
para instalar a Ernesto Zedillo.
Festinamos
la victoria de Vicente Fox en el 2000 para acabar decepcionados en 2006 por su traición montada en las enaguas de
Marta Sahagún y en la corrupción de su hijastro.
Cuarenta
años más tarde, y cuatro revisiones a las leyes electorales después, todavía no
podemos presumirle al mundo un sistema electoral a prueba de balas, que dé
certidumbre a ganadores y perdedores.
No
podemos negar que se va perfeccionando. Pero una y otra vez, la partidocracia,
protegida por el establishment, que busca que nada cambie, se encarga de dejar abiertos los huecos legales
suficientes para dar patente de impunidad a la inequidad, la compra de votos,
el fraude. En todos los partidos, de todos los colores.
Es
absurdo que el Pemexgate, que exhibió los contubernios del PRI con el sindicato
petrolero, y los Amigos de Fox, que mostraron un sofisticado aparato de
recaudación de fondos para la campaña panista, se resolvieran años después. Y el arreglo final se dio en lo
oscurito, bajo la mesa.
Solo
en México puede darse el caso de que aun comprobando la inequidad y la compra
de votos, a lo más que
se aspira es a una sanción que en nada altera el statu
quo.
Y
que las encuestas se conviertan en propaganda para hacer creer al pueblo que un
candidato va 16 puntos arriba, que se demuestre su falsedad y que todo se
resuelva con un “Usted disculpe”.
Por
eso nadie en su sano
juicio debe reprocharle a Andrés Manuel López Obrador su
derecho a denunciar las irregularidades que él considera que podrían invalidar
la elección presidencial.
Lo
está haciendo por el
camino legal, sin exaltaciones, sin violencia. Sus alegatos
están apegados a derecho, bajo las leyes electorales vigentes. En defensa de una democracia más
justa.
Yo prefiero el idealismo “demencial” de un
López Obrador que se inconforma y defiende lo que cree –como lo hacían los
panistas hasta los 90– que
el pragmatismo cómplice de los neopanistas, que aun admitiendo inequidad y
compra de votos, no denuncian.
Dejemos
pues que los
tribunales, por imperfectos que sean, decidan. A nadie se ofende.
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