13 julio, 2012

Un largo camino


Un largo camino

Nadie en su sano juicio debe reprocharle a Andrés Manuel López Obrador su derecho a denunciar las irregularidades que él considera que podrían invalidar la elección presidencial.
 
Ramón Alberto Garza

Desde finales de la década de los 70 vivimos en carne propia como mexicanos, como ciudadanos y como periodistas los procesos electorales en México.
 
Eran los años en que las urnas se embarazaban con votos. Cuando los sindicatos al servicio del PRI operaban los llamados “carruseles”. Cuando cuatreros electorales se robaban las urnas. Cuando ser panista era sinónimo de ser idealista, soñador e iluso. Cuando las izquierdas estaban proscritas.



Fuimos testigos de los afanes democratizadores de José Ángel Conchello, Pablo Emilio Madero, Luis H. Álvarez, Manuel “Maquío” Clouthier, el primer Diego Fernández de Cevallos, Carlos Castillo Peraza, Francisco Barrio, Fernando Canales Clariond, Carlos Medina, Ernesto Ruffo y aun el primer Felipe Calderón, siempre de la mano de la actual Margarita Zavala.


Vicente Fox no fue un panista de cepa. Acaso fue un afortunado accidente de la mercadotecnia política que surfeó la ola del hartazgo nacional –posterror de diciembre del 94– para instalarse en el 2000 en la Presidencia. Ya comprobamos, con su traición a Josefina, de qué pasta estaba hecho.


Vimos en 1976 la ignominia de que López Portillo se fuera como candidato único y lamentamos en 1985 que a De la Madrid le temblara la mano para aceptar la derrota priista en Chihuahua. 


Nos indignamos con la caída del sistema que instaló a Carlos Salinas en 1988 y rastreamos en 1994 la bala que mató a Colosio y que compró el luto suficiente para instalar a Ernesto Zedillo.


Festinamos la victoria de Vicente Fox en el 2000 para acabar decepcionados en 2006 por su traición montada en las enaguas de Marta Sahagún y en la corrupción de su hijastro. 


Cuarenta años más tarde, y cuatro revisiones a las leyes electorales después, todavía no podemos presumirle al mundo un sistema electoral a prueba de balas, que dé certidumbre a ganadores y perdedores.


No podemos negar que se va perfeccionando. Pero una y otra vez, la partidocracia, protegida por el establishment, que busca que nada cambie, se encarga de dejar abiertos los huecos legales suficientes para dar patente de impunidad a la inequidad, la compra de votos, el fraude. En todos los partidos, de todos los colores.


Es absurdo que el Pemexgate, que exhibió los contubernios del PRI con el sindicato petrolero, y los Amigos de Fox, que mostraron un sofisticado aparato de recaudación de fondos para la campaña panista, se resolvieran años después. Y el arreglo final se dio en lo oscurito, bajo la mesa.


Solo en México puede darse el caso de que aun comprobando la inequidad y la compra de votos, a lo más que se aspira es a una sanción que en nada altera el statu quo. 


Y que las encuestas se conviertan en propaganda para hacer creer al pueblo que un candidato va 16 puntos arriba, que se demuestre su falsedad y que todo se resuelva con un “Usted disculpe”.


Por eso nadie en su sano juicio debe reprocharle a Andrés Manuel López Obrador su derecho a denunciar las irregularidades que él considera que podrían invalidar la elección presidencial.


Lo está haciendo por el camino legal, sin exaltaciones, sin violencia. Sus alegatos están apegados a derecho, bajo las leyes electorales vigentes. En defensa de una democracia más justa. 


Yo prefiero el idealismo “demencial” de un López Obrador que se inconforma y defiende lo que cree –como lo hacían los panistas hasta los 90que el pragmatismo cómplice de los neopanistas, que aun admitiendo inequidad y compra de votos, no denuncian.


Dejemos pues que los tribunales, por imperfectos que sean, decidan. A nadie se ofende.

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