13 julio, 2012

Escenarios: de la invalidez a la transición


Jorge Fernández Menéndez  

Mientras que ayer Andrés Manuel López Obrador presentaba su impugnación buscando invalidar la elección presidencial, el equipo de transición de Enrique Peña Nieto comenzaba públicamente su trabajo. Mientras que en algunos ámbitos se busca acreditar el ambiente de confrontación de 2006, en otros, incluso dentro del PRD, se insiste en que el acompañamiento a las acciones de López Obrador  se dará sólo en la medida en que se respeten la ley y las instituciones, como ayer lo declaró Miguel Ángel Mancera.



¿Es posible invalidar las elecciones presidenciales? En un terreno evidentemente teórico sí es posible, pero si nos basamos en lo que se ha dicho y se ha mostrado, no se percibe posibilidad alguna de que eso suceda.


Si el lopezobradorismo está pensando que la elección presidencial es equivalente a la municipal de Morelia creo que se equivoca pero, además, muchas de las consideraciones de la impugnación no dejan de ser subjetivas y motivos de apreciación, incluida la política de los medios.


El problema con estos temas es que lo que buscan es paralizar la vida política, polarizándola y en muchas ocasiones lo logran. Como escribía ayer Francisco Garfias, con toda la historia de los últimos días, lo que logró López Obrador es monopolizar la agenda política e incluso terminó metiendo al PAN y al presidente Calderón en una lógica de confrontación, de la que se habían deslindado desde el mismo domingo de la elección.


Puede ser que, como dice el senador electo del PRI, Emilio Gamboa, todo esto tenga como fin aumentar el costo de la negociación en la próxima Legislatura. Es probable, pero el punto es que esa confrontación, en parte real, en parte simulada para aumentar el costo de la negociación, puede terminar, como ha ocurrido demasiadas veces, impidiéndola o colocándole tantos candados que nunca terminan de salir adelante las propuestas planteadas desde hace años para el cambio estructural del país.


Y si eso es una realidad para el perredismo, en el panismo resulta más evidente aún. El PAN tiene que buscar una vía de acuerdos amplios, debe ser coherente con su pasado e impulsar una amplia agenda legislativa.


Es verdad que puede recriminarle al PRI y, por ende, a la futura administración de Peña Nieto que, en ese sentido, en sacar adelante la agenda legislativa que el país requiere, no lo haya apoyado como debía y que en varios temas haya sido mezquino por consideraciones eminentemente electorales: el caso más claro es el de la reforma laboral, donde el PRI no quiso discutir la iniciativa que el propio PRI había presentado. Pero también es verdad que no podemos seguir con una lógica de constantes enfrentamientos y parálisis.


El mayor acierto político del PAN en las últimas décadas fue el reconocimiento de los resultados electorales de 1988, con aquel documento que hablaba de que el régimen de Carlos Salinas se podía legitimar con su accionar y de la mano con ello la construcción de una agenda de reformas estructurales que incluía demandas muy antiguas del Partido de Acción Nacional, además de las que el gobierno federal impulsaba.


Eso fue lo que le terminó dando al PAN una presencia en el país que fue reforzada con gubernaturas, presidencias municipales, una presencia legislativa y mediática muy importante en la campaña de Diego en 1994 y seis años después con el triunfo electoral de Vicente Fox.


Seguir una política de confrontación vacía generará el mismo efecto que la publicidad antiPeña del panismo en la campaña electoral: fortalecerá las posiciones políticas de sus adversarios, sobre todo de Andrés Manuel.


Que en el panismo no tienen claro lo que viene y cómo transitar en este periodo lo muestra, por ejemplo, lo sucedido con la Ley de Víctimas que el Ejecutivo regresó al Congreso aparentemente en forma extemporánea: en el debate sobre si el veto presidencial se había dado en tiempo o no y en la confrontación sobre qué hacer con la ley, el debate central se dio entre tres panistas: los senadores José González Morfín y Ricardo García Cervantes y el diputado Carlos Alberto Cuevas. Parecían de diferentes partidos.


Los partidos y sus dirigentes deberían comprender que los grandes derrotados en la elección del 1 de julio fueron, en un panorama general, los radicales de todas las fuerzas políticas: ganó el discurso moderado (¿qué hubiera pasado con López Obrador si el jueves anterior a las elecciones no hubiera firmado el pacto de civilidad y hubiera adelantado que pediría invalidar las elecciones presidenciales?) y ganaron los moderados.


¿Qué sentido tiene ahora abrirle el camino a los personajes más radicales y profundizar una ruta de polarización?

 

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