¿Alta cultura o cultura de masas?
Por Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky
El pasado mes de abril, Vargas Llosa
honró su talante liberal al dialogar sobre su más reciente libro con el
sociólogo francés Gilles Lipovetsky, con quien mantiene una lúcida
discusión sobre la alta cultura frente a la cultura de masas. Bajo los
auspicios del Instituto Cervantes y la moderación de su directora de
Cultura, Montserrat Iglesias, presentamos una edición de este encuentro.
Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo
es un ensayo que expresa una preocupación, cierta angustia al ver que
lo que entendíamos por “cultura” cuando yo era joven ha ido
transformándose en algo muy diferente a lo largo de mi vida hasta
convertirse en la actualidad en algo esencialmente distinto de lo que
entendíamos por “cultura” en los años cincuenta, sesenta y setenta. El
libro trata de describir más o menos en qué ha consistido esta
transformación y también de ver qué efectos puede tener esa deriva que
ha tomado lo que hoy día llamamos cultura en distintos aspectos de la
actividad humana –lo social, lo político, lo religioso, lo sexual,
etcétera–, puesto que la cultura es algo que impregna todas las
actividades de la vida.
El libro no quiere ser pesimista, pero
sí quiere ser preocupante e incitar a reflexionar sobre si esa
importancia esencial y hegemónica que han tomado el entretenimiento y la
diversión en nuestro tiempo puede convertirse también en la columna
vertebral de la vida cultural. Creo que es algo que está ocurriendo, y
que está ocurriendo con el beneplácito de amplios sectores de la
sociedad, incluidos aquellos que tradicionalmente representaban las
instituciones y los valores culturales.
Desde mi punto de vista, Gilles
Lipovetsky, uno de los pensadores modernos que han analizado con mayor
profundidad y rigor esta nueva cultura. En libros como La era del vacío o El imperio de lo efímero
ha descrito con gran conocimiento en qué consiste esta nueva cultura. A
diferencia de mi caso, se ha acercado a ella sin inquietud, sin alarma,
por el contrario con simpatía, advirtiendo en ella elementos que
considera enormemente positivos: por ejemplo, el efecto democratizador
de una cultura que llega a todo el mundo, una cultura que a diferencia
de la cultura tradicional no hace distingos, no está monopolizada por
una élite, por cenáculos de clérigos o de intelectuales, sino que de
alguna manera permea al conjunto de la sociedad.
Dice también, cuestión desde luego
interesante y debatible, que esta cultura ha permitido una liberación
del individuo, porque, a diferencia de lo que ocurría en el pasado
–cuando el individuo en cierta forma era prisionero, expresión de una
cultura–, el individuo de nuestro tiempo puede elegir entre una panoplia
de posibilidades culturales, ejercitando de esta manera no solo una
soberanía y una voluntad, sino también una afición, una predisposición.
Dice que esta cultura es una cultura del placer, que permite que uno
busque su placer en actividades que hoy tienen ese signo, el ser
culturales, aunque en el pasado no se les considerase como tales. Son
ideas debatibles que me convencen a ratos y a ratos me dejan pensativo, y
por eso creo que este puede ser un diálogo sumamente fructífero entre
dos acercamientos a un mismo fenómeno desde posiciones que son
diferentes pero que podrían de cierta manera ser complementarias.
Gilles Lipovetsky: Muchas gracias a usted, Mario, por esta bella presentación en la que me reconozco totalmente.
Subraya usted que esta sociedad del
espectáculo crea una suerte de base ácida para el sentido noble de la
cultura. Estoy de acuerdo con usted en este aspecto. He intentado
teorizar sobre esta idea en un libro de próxima publicación y voy a
permitirme desarrollar un poco este punto, porque creo que va en el
sentido que usted enfoca. ¿Qué era la cultura noble, la alta cultura,
para los modernos (y así no irnos muy lejos en la historia)? La cultura
representaba el nuevo absoluto. Cuando los modernos comenzaron a
desarrollar la sociedad científica y democrática, los románticos
alemanes crean una especie de religión del arte, que asume la misión de
aportar lo que no daban la religión ni la ciencia, porque la ciencia
simplemente describía las cosas. Se produce una sacralización del arte.
Los siglos XVII y XVIII nos dicen que el poeta y los artistas en general
son los que muestran el camino, son los que dicen lo que antes decía la
religión.
Cuando advertimos lo que es la cultura
en el universo del consumo, en el universo del espectáculo, lo que llama
usted la “civilización del espectáculo” –estoy totalmente de acuerdo
con esa denominación: es un título magnífico–, lo que observamos es
justamente la caída de ese modelo. La cultura se convierte en una parte
del consumo, en una célula del consumo. Ya no estamos esperando a que la
cultura cambie el mundo, como pensaba Rimbaud: cambiar la vida, cambiar
el mundo. Esa era la tarea de los poetas, como Baudelaire, que
rechazaba el mundo de lo utilitario. Creían que la alta cultura era lo
que podía cambiar al hombre, cambiar la vida. Ahora ya nadie puede
pensar que la alta cultura va a cambiar la vida. En este plano es la
civilización del espectáculo la que, de hecho, ha ganado. De la cultura
lo que esperamos es divertimento, una diversión un poco más elevada,
pero fundamentalmente hoy lo que cambia la vida es el capitalismo, es la
técnica. Y la cultura viene a ser la aureola de todo esto.
Podemos tener una visión estrictamente
negativa, que no es totalmente la suya, de esta civilización del
espectáculo y en general de la sociedad de consumo. Sin embargo, durante
los años en los que he estudiado a la sociedad contemporánea he
intentado demostrar el potencial positivo, a pesar de todo, que
representa. Si tomamos el modelo tradicional de la cultura, la parte
negativa es mayor, sí, es innegable. Pero la vida no solo es cultura. La
vida es también la política –para nosotros, la democracia–, son las
relaciones con los demás, la relación consigo mismo, con el cuerpo, la
relación con el placer y con muchos otros elementos. En este plano
podemos decir que la sociedad del espectáculo, la sociedad de consumo,
que por un lado ha masificado los comportamientos, ha dado un mayor
grado de autonomía a los individuos. ¿Por qué? Porque ha hecho que
caigan los megadiscursos, las grandes ideologías políticas que marcaban a
los individuos, que los ponían dentro de un régimen estanco, y los ha
sustituido con el tiempo libre, con el hedonismo cultural. Las personas,
en general, ya no quieren seguir a las grandes autoridades: quieren
vivir felices, quieren buscar la felicidad con los medios que tengan,
aunque, añadiría, no siempre lo consiguen. De cualquier manera, la
sociedad de consumo, por medio del hedonismo, ha multiplicado los
modelos de vida y las referencias. La televisión, por ejemplo, que ha
representado una suerte de tumba de la alta cultura, ha nutrido de
referencias a la gente, ha abierto los horizontes: permite a los
individuos comparar. En este plano, la revolución de los modos de vida
de la sociedad del espectáculo ha permitido la autonomización de los
individuos, creando una especie de sociedad a la carta donde estos
construyen sus modos de vida.
Creo que es un aspecto importante,
porque las sociedades donde domina el espectáculo son, en general,
sociedades consensuadas sobre el pacto democrático. Ya no hay luchas
sociales que acaban en baños sangrientos y se ha rechazado en todos
estos lugares la figura del dictador. En ese sentido creo que la
sociedad del espectáculo ha permitido a las democracias vivir de una
manera menos trágica, menos esquizofrénica que antes. Eso nos ha
liberado en cierto modo de las dos vertientes fundamentales, o los dos
grandes vicios de la edad moderna: la revolución y el nacionalismo.
Donde triunfa la sociedad del espectáculo existen los nacionalismos,
pero no son sangrientos, y la revolución –la gran epopeya, la gran
esperanza revolucionaria escatológica que anunciaba, por ejemplo, el
marxismo– ya no tiene muchos fieles ni mucha credibilidad. Recordar lo
que los nacionalismos y las revoluciones significaron para el siglo XX
nos permite evitar las lecturas apocalípticas de la sociedad del
espectáculo, aunque sigamos siendo críticos con ella.
Mario Vargas Llosa:
Esos son los aspectos positivos de lo que podríamos llamar la
civilización del espectáculo, con los que coincido en general. Ahora,
veamos algunos negativos. La desaparición o el desplome de la alta
cultura ha significado también el triunfo de una gran confusión. Con la
alta cultura se han desplomado ciertos valores estéticos sobre los que
no existe ya un canon o un orden de prelación, unas ciertas jerarquías
que la vieja cultura había establecido y que eran más o menos
respetadas. Eso hoy prácticamente no existe. Por una parte se puede
decir que es extraordinario porque significa que en la actualidad
tenemos en el campo de la cultura una libertad infinita. Pero dentro de
esa libertad también podemos ser víctimas de los peores embaucos. Y
concretamente en algunos de los campos de la cultura es hoy una realidad
que verificamos cada día. Quizá el más dramático sea el de las artes
plásticas. La libertad que las artes plásticas han adquirido consiste en
que todo puede ser arte y nada lo es. Que todo arte puede ser bello o
feo, pero no hay manera de saberlo; no tenemos el canon que antes
existía y que nos permitía diferenciar lo excelente de lo regular y de
lo execrable: hoy todo puede ser excelente o execrable. Al gusto del
cliente. En el mundo del arte la confusión ha alcanzado unos extremos
que llegan a ser cómicos y risibles. El gran talento y el pícaro se
confunden porque ambos son víctimas de mecanismos, el de la publicidad,
por ejemplo, que en última instancia tiene la palabra final. Es verdad
que en otros campos la confusión no ha llegado a estos extremos, pero de
alguna manera se ha infiltrado y existe también un enorme desconcierto.
Si la cultura es puramente
entretenimiento, no importa nada. Si se trata de divertirse, un
embaucador puede divertirme más que una persona profundamente auténtica,
sin duda. Pero si la cultura significa mucho más, entonces sí es
preocupante. Y yo creo que la cultura significa mucho más; y no
solamente por el placer que produce leer una gran obra literaria o ver
una gran ópera o escuchar una hermosa sinfonía, o ver un espectáculo
exquisito de ballet, sino porque el tipo de sensibilidad, el tipo de
imaginación, el tipo de apetitos y deseos que la alta cultura, el gran
arte, producen en un individuo lo arman y equipan para vivir mejor: para
ser mucho más consciente de la problemática en la que está inmerso,
para ser mucho más lúcido respecto a lo que anda bien y a lo que anda
mal en el mundo en el que vive. Y también porque esa sensibilidad así
formada le permite defenderse mejor contra la adversidad y gozar más, o
en todo caso sufrir menos.
Hablo de una experiencia personal. Yo creo que haber podido leer y gozar con Góngora, haber podido leer y entender el Ulises
de Joyce ha enriquecido mi vida enormemente. Y no solo por el placer
que me dio vivir aquellas experiencias culturales, sino porque me
hicieron entender mejor la política, me hicieron entender mejor las
relaciones humanas, me hicieron entender mejor lo que es justo y lo que
es injusto, lo que anda bien y lo que anda mal y lo que anda muy, muy
mal. Llenó una vida de la que la religión había desaparecido cuando yo
era muy joven de una espiritualidad que sin esas lecturas no habría
tenido. Estoy hablando desde un punto de vista individual, pero si
nosotros extendemos esto al conjunto de la sociedad y lo que esta
cultura significa desaparece y es sustituida por el puro
entretenimiento, ¿qué pasa con lo demás? ¿El puro entretenimiento es
capaz de armar a una sociedad suficientemente como para enfrentar todas
esas problemáticas?
No estoy en contra del capitalismo,
estoy a favor del capitalismo, creo que ha significado un extraordinario
avance para la humanidad: nos ha traído mejores niveles de vida, un
tipo de desarrollo científico que nos permite vivir infinitamente mejor
que nuestros antepasados. Sin embargo, los grandes pensadores del
mercado siempre lo dijeron: el capitalismo es un mecanismo frío, es un
mecanismo que crea riqueza y que crea también un egoísmo que pasa a
formar parte de la vida cotidiana. Eso debe ser contrarrestado por una
muy rica vida espiritual. Muchos teóricos capitalistas pensaban que esa
vía espiritual era la religión. Pero otros, que no eran religiosos,
pensaban que era la cultura. Yo creo profundamente que la mejor manera
de contrarrestar ese egoísmo, esa soledad, esa competencia terrible y
que llega a extremos de gran deshumanización, exige una muy rica vida
cultural en el sentido más elevado de la palabra “cultura”, si no
queremos llegar a algo a lo que desgraciadamente la sociedad
contemporánea está llegando: a un vacío espiritual tal en el que todos
esos aspectos negativos de la sociedad industrial, toda esa
deshumanización que trae consigo, se están manifestando a diario.
A diferencia de Gilles, yo no creo que
la civilización del espectáculo haya traído esa paz, ese sosiego, esa
conformidad con lo existente que ha eliminado o disminuido la violencia.
Todo lo contrario. La violencia está ahí, es una presencia constante en
nuestras ciudades, que están profundamente impregnadas de criminalidad,
hay una violencia que se manifiesta en los crímenes de género y en todo
tipo de discriminación. Hay fantasmas que nacen, por ejemplo, con la
crisis económica que se traducen en xenofobia, en racismo y en
discriminación. Está presente la violencia contra las minorías sexuales,
por ejemplo, que es manifiesta, con muy pocas excepciones, en todo el
mundo. Y eso, ¿a qué hay que atribuirlo?, ¿cómo explicarlo? Creo que uno
de los factores en los que esa violencia se manifiesta de esta manera
tan cruda, sin contrapesos y sin frenos, es precisamente el desplome de
la alta cultura, que es la que enriquece la sensibilidad, la que de
alguna manera nos lleva a preocuparnos por los grandes temas; una
cultura que, además de ser entretenida, sea preocupante, inquietante,
que genere en nosotros inconformidad y un espíritu crítico, algo que no
puede crear jamás en sí una cultura que es pura diversión. Eso que en
uno de los ensayos de Gilles se llama “cultura-mundo”.
No tengo nada contra el espectáculo, el
espectáculo me parece formidable y a mí me divierte muchísimo. Pero si
la cultura se vuelve solo espectáculo, creo que lo que va a prevalecer
en última instancia más que el sosiego es el conformismo. Una especie de
conformismo, de resignación, de actitud pasiva. Y en la sociedad
moderna capitalista, la pura pasividad del individuo significa no el
reforzamiento de la cultura democrática sino el desplome de las
instituciones democráticas. Porque esa actitud va en contra de la
participación activa, la participación creativa y crítica del individuo
en la vida social y en la vida política y cívica. Uno de los fenómenos
para mí más inquietantes de la sociedad contemporánea es esa
desmovilización de los intelectuales, de los artistas frente a los temas
cívicos, el desprecio absoluto a la vida política, considerada una
actividad sucia, innoble, corrompida, a la que hay que darle la espalda,
con la que no hay que de ninguna manera ensuciarse. ¿Cómo puede a la
larga sobrevivir una sociedad democrática sin una participación de la
gente más pensante, de la gente más sensible, de la gente más creativa,
de la gente con mayor imaginación?
El desplome de la alta cultura no es
solamente una pérdida para una minoría, para esa élite que disfrutaba de
los placeres exquisitos del intelecto y la sensibilidad, sino que el
conjunto de la sociedad sufre y puede padecer los estragos que de ello
puedan resultar.
Montserrat Iglesias: En La civilización del espectáculo hay
una continua reflexión a lo largo de sus páginas sobre el papel que ha
jugado la religión o el laicismo a través de las artes en el sentido de
la trascendencia. ¿Cómo encuentra esa trascendencia en su idea de
cultura-mundo?
Gilles Lipovetsky: La
trascendencia la encontramos en la perpetuación de la exigencia ética,
que no ha muerto. A menudo asociamos la sociedad del espectáculo con la
desaparición de los ideales. Esta, sin duda, es una vertiente, pero no
es la única. En las nuevas generaciones de gente comprometida hay una
base que ya no es la base política, que era la que aparecía en
generaciones anteriores, sino que está vinculada con la exigencia de la
generosidad, de la ayuda mutua. Esto muestra que la sociedad
contemporánea no es sinónimo de cinismo absoluto o de nihilismo. Es la
vertiente dominante, estoy de acuerdo, pero hay contratendencias. Lo
vemos con las ONG, con los voluntarios, gente que se compromete y da su
tiempo y que busca hacer algo no solo por sí misma sino por los demás.
Reconozco que no es un fenómeno generalizado, pero me sorprende que la
sociedad del espectáculo, a pesar de todo, favorezca esas muestras de
generosidad a escala planetaria. La sociedad del espectáculo no solo
crea egoísmo. También crea otros fenómenos que permiten equilibrar la
balanza.
Quizá tengamos una visión distinta de la
alta cultura. Usted ve en la alta cultura un contrapeso, una salvación
frente a la desregulación mortífera de la sociedad del espectáculo y del
capitalismo. (Usted no está en contra del capitalismo, sino que busca
la manera de cómo humanizarlo. En este punto estamos de acuerdo.) No
compartimos, sin embargo, el mismo optimismo. Usted piensa que la alta
cultura es un medio capital, esencial para rectificar una vertiente del
capitalismo. Yo, en cambio, soy más escéptico. Quizá tengo menos fe que
usted en la alta cultura.
Ha dicho cosas muy interesantes sobre la
violencia. Ha dicho que en la sociedad del espectáculo, que también se
asocia a la diversión, se ha manifestado toda clase de violencia. Sin
embargo, Oscar Wilde, durante un momento importante de la alta cultura,
pasó veinte años, casi toda su vida, en prisión. También recuerdo que la
nación más cultivada antes de la guerra era la alemana. La alta cultura
no pudo proteger a los hombres de la barbarie absoluta que significó el
nazismo en la nación de Goethe y Kant.
Yo soy académico, defiendo la alta
cultura, pero pienso que también debemos proponer otras vías, distintas a
la alta cultura. El conocimiento de las grandes obras es una vía, pero
no es la única. Inmersos en la desorientación del mundo contemporáneo,
lo que tenemos que hacer es devolverles la dignidad a los hombres,
devolverles la fe en la actividad. No solo fe en el conocimiento y en el
disfrute de las grandes obras. La alta cultura hace al hombre, pero
también el hecho de que los individuos sean actores y que construyan su
mundo. La escuela no debe quedarse ahí e ir en contra de la televisión,
etcétera. La escuela tiene que dar herramientas para que los individuos
se conviertan en creadores, no solo de arte o de literatura, sino
creadores de todo.
La alta cultura, que es el humanismo, es
una vía. Pero no es la única. Es una vía que debe acompañar a otras,
sí, pero si la tomamos como la central, tendremos dificultades. En la
sociedad de la imagen, de la diversión, es más difícil que las masas
participen en este baño cultural. Que las personas de los lugares más
humildes lean el Ulises de Joyce es muy difícil hoy. Es
posible, pero muy difícil. De cualquier manera, creo que podemos vivir, y
vivir bien, de manera digna, sin conocer las grandes obras.
Estamos de acuerdo en el diagnóstico del
origen de la sociedad del espectáculo con el desplome de las jerarquías
estéticas. Pero aquí tenemos que tomar un poco de espacio y observar
que la sociedad del espectáculo no es la única responsable. Comenzó con
la más alta cultura: en las vanguardias. Es ahí donde se da el ataque
real contra el arte académico, el estilo, lo bello. Duchamp no es la
sociedad del espectáculo y fue él quien abrió la vía a cualquier cosa,
la idea de que en las exposiciones podíamos poner cualquier cosa y que
solo por eso se llamaría “arte”. La sociedad del espectáculo captó esto,
pero nació dentro de la alta cultura. La semilla del desplome de la
estética y de la alta cultura está dentro de la propia alta cultura.
Al final, la sociedad del espectáculo no
ha cambiado mucho las jerarquías estéticas. ¿Qué ha hecho? La sociedad
del espectáculo crea algo inédito en la historia: el arte de las masas.
Las artes eran artes tradicionales, artes rituales, artes mágicas, artes
religiosas y artes de clase, artes aristocráticas. La sociedad moderna,
desde el siglo XX, inventa algo que no existía hasta entonces y que
podemos llamar el “arte de las masas”. El cine, por ejemplo. Una
película es una obra que se dirige a todos, independientemente del
bagaje cultural; no hace falta haber leído las grandes obras para
apreciarla. El cine no ha cambiado la estética, ha creado algo distinto.
Al lado de las grandes jerarquías estéticas ha creado un arte de la
diversión que nos puede dar obras mediocres pero también piezas
magníficas; cada vez más obras medianas, que no son grandes obras de
arte pero tampoco son malas, producen emociones y hacen reflexionar a la
gente.
El capitalismo –el cine es un producto
del capitalismo, no hay cine sin capital– no debe rechazarse del todo.
Ha creado el arte de masas. Ha creado, también, la publicidad, que
podemos denunciar –no siempre es agradable verla, especialmente cuando
interrumpe una película o algún programa cultural–, pero ¿cómo podemos
pensar en una democracia sin ella? La prensa no existe sin publicidad;
hoy, con internet, no puede vivir simplemente de sus lectores. Sin
publicidad no puede existir una prensa libre. Hay que denunciar, sí, el
fenómeno de publicización de todas las actividades, pero no podemos
quedarnos en el aspecto negativo.
Mario Vargas Llosa: Me
alegro que Gilles haya tocado el tema del nazismo. Lo primero que hizo
el nazismo al llegar al poder fue una gran quema de libros frente a la
Universidad de Berlín [hoy Universidad Humboldt], donde prácticamente
toda la gran tradición cultural alemana ardió en una pira gigantesca. El
nazismo, sin embargo, no ha sido el único movimiento totalitario que ha
tenido una desconfianza cerval hacia la creación artística, hacia el
pensamiento filosófico, hacia los artistas más o menos críticos de su
tiempo, de su sociedad, a los que por supuesto reprimió brutalmente.
La primera acción de todas las
sociedades autoritarias de la historia es establecer sistemas de censura
por la gran desconfianza que les merecía la cultura. Y tenían razón.
Veían en la cultura un gran peligro. Esto es la Inquisición, una
institución que se crea para no permitir la libre emisión de las ideas,
de las creencias, para encasillar el pensamiento, la vida intelectual,
desde luego la vida espiritual, en ciertas normas precisas que
respondían a las convicciones del poder. Eso es lo que hicieron el
comunismo, el fascismo, el nazismo, todas las dictaduras que en el mundo
han existido. Ahí tenemos justamente la mejor demostración de la
importancia de tener una cultura rica, altamente creativa y libre. De
hecho, una cultura rica y altamente creativa solo puede ser libre. Por
eso una cultura rica y creativa es uno de los fundamentos de la
libertad. Si ella desaparece es porque ha desaparecido la libertad en el
seno de esa sociedad. Esa libertad puede desaparecer, desde luego, en
razón de un régimen autoritario y brutal –Hitler, Stalin, Fidel Castro,
Mao Tse Tung–, pero puede desaparecer también de otras maneras: a través
de la frivolidad y el esnobismo, puede irse degradando cada vez más si
llegamos a creer que para cierta gente Joyce, Eliot o Proust son
absolutamente inútiles e inservibles –porque no tienen la cultura
necesaria, porque tienen una preocupación inmediata mucho más
apremiante, porque tienen necesidades que solventar...–. Ese tipo de
pensamiento es muy peligroso. Creo que Proust es importante para todos,
aunque algunos no sepan leer. Creo que de alguna manera lo que hizo
Proust los beneficia también a ellos, a pesar de no estar en condiciones
de leerlo. Proust creó un tipo de sensibilidad frente a ciertas cosas
que, por ejemplo, hizo a los individuos que fueron capaces de
contaminarse de ella más sensibles a la situación de esas pobres
personas. Y les dio conciencia de que había unos derechos humanos. Ese
tipo de sensibilidad resulta fundamentalmente de la cultura. Cuando la
cultura no está detrás esa sensibilidad se embota extraordinariamente. Y
eso explica que habiendo sido el nazismo lo que fue haya rebrotes
todavía en la Europa más culta y más civilizada. Eso explica que
habiendo vivido Europa la experiencia atroz del Holocausto el
antisemitismo no solo no haya desaparecido sino que renazca
periódicamente. Y que la xenofobia, que es por desgracia una tara
universal, rebrote, y no en sociedades primitivas, incultas, sino en
sociedades muy cultas, pero justo en aquellos sectores donde no llegan
Proust, Eliot ni el Ulises de Joyce.
La alta cultura es inseparable de la
libertad. Porque la alta cultura ha sido siempre crítica, ha sido
siempre resultado del inconformismo y fuente de inconformidad. No se
puede leer a Kafka, a Tolstói o a Flaubert sin convencerse de que el
mundo está mal hecho, de que comparado con esas cosas tan hermosas, tan
perfectas, tan bellas, donde todo es bello –lo feo y lo malo es también
bello y hermoso–, el mundo real es tan mediocre en comparación con ese
mundo maravilloso que crearon los grandes escritores, artistas. Esto
crea en nosotros un sentimiento tremendo de inconformidad, de
resistencia y de rechazo de la realidad real. Esa es la fuente principal
del progreso y de la libertad. No solamente en el campo material, sino
fundamentalmente en el campo de los derechos humanos y de las
instituciones democráticas. La defensa de la alta cultura está ligada a
esa gran preocupación por la libertad y por la democracia.
Es verdad que en las sociedades cultas
del pasado se dieron injusticias monstruosas desde el punto de vista
social y económico. ¿Qué nos hizo conscientes de que esas injusticias
estaban ahí? La cultura. La cultura nos dio suficiente sensibilidad,
suficiente racionalidad para hacernos conscientes de aquello que andaba
mal a nuestro alrededor. Fue la cultura la que nos hizo entender que la
esclavitud era injusta y que había que acabar con ella, que el
colonialismo era injusto y que había que acabar con él, que toda forma
de racismo y discriminación es injusta y violenta. Cuando Proust
escribía En busca del tiempo perdido no sabía que estaba
trabajando por la libertad y la justicia, pero lo estaba haciendo. Eso
estaban haciendo Rembrandt, Miguel Ángel y Wagner cuando componía su
música, aunque era racista en su vida privada. Es lo que han estado
haciendo los grandes artistas, los grandes pensadores, los grandes
creadores, cuya función no es la de los tecnócratas ni la de los
científicos –con la contribución extraordinaria que ellos prestan a la
humanidad–, que es un trabajo de especialistas, es un trabajo que va
orientado en una dirección. El trabajo de los grandes humanistas, en
cambio, no va orientado en una dirección, va orientado al conjunto de la
sociedad y de alguna manera establece los denominadores comunes que se
pierden en la sociedad con la modernización y la industrialización. La
sociedad moderna va segregando, va separando a los individuos, y por eso
en esta sociedad es tan importante un denominador común que nos hace
sentir siempre solidarios y fraternos, porque establece entre nosotros
una comunidad de intereses. Esa comunidad de intereses solo la crea la
cultura. Esa comunidad de intereses no la establecen jamás la técnica ni
la ciencia, que crea especialistas, crea divisiones absolutamente
cerradas, incompatibles entre sí.
Por tanto, defender la alta cultura es
defender no solamente a esa pequeña élite que goza con los productos de
la alta cultura, sino que es defender cosas tan fundamentales para la
humanidad como la libertad y la cultura democrática. La alta cultura nos
defiende contra los totalitarismos, contra los autoritarismos, pero
también contra los sectarismos y contra los dogmas.
Gilles Lipovetsky plantea en sus
estudios que las ideologías –de las que tengo la misma desconfianza y
temor– se han ido erosionando en la cultura del espectáculo. Que la
sociedad del espectáculo ha sido más eficaz que los argumentos
racionales y democráticos en la lucha contra las grandes ideologías
utópicas. Esto es, que muchas de las ideologías se han ido desintegrando
y desapareciendo a través de la necesidad de diversión, de
entretenimiento, de las modas y de la búsqueda del placer inmediato y
rápido. Si ese es uno de los logros de la sociedad del espectáculo,
enhorabuena, es algo que debemos celebrar. El desplome de las grandes
ideologías es el desplome de una de las grandes fuentes de guerra y
violencia en la sociedad moderna.
Gilles Lipovetsky:
Mario ha resaltado un punto en el que estoy totalmente de acuerdo: lo
que somos los hombres modernos se lo debemos a la alta cultura. Se lo
debemos a la filosofía y a la literatura. La democracia, los derechos
humanos y el humanismo no nacen así como así, traídos por la evolución
de la historia. Es todo un baño de reflexiones, de sensibilidades
modernas traídas por filósofos y escritores y es lo que ha forjado el
cosmos humanista, individualista y democrático. El mundo moderno nace
del espíritu de ciertos pensadores que han puesto el germen, personas
que han dado el código de una sociedad que ya no tiene su base en el más
allá, sino que lo encuentra en sí misma al reconocer la libertad, la
dignidad y la igualdad de todos. Esta es una invención intelectual que
debemos a la alta cultura. Estamos de acuerdo, al igual que en el
precepto de que hay que defender la creación como agente de libertad.
No estoy completamente convencido, en
cambio, de que la alta cultura nos preserve, nos conserve y nos proteja
contra el desborde de la violencia, del totalitarismo o de violencia de
cualquier otro orden. Si la alta cultura genera libertad, a menudo, como
diría Kant, estaría maniatada contra las amenaza del poder y de los
intereses.
Hoy no solo la alta cultura defiende los
valores que usted quiere y aprecia tanto como yo: muchos campos, como
la televisión, el cine y todo un conjunto de producciones de masa,
celebran los derechos humanos y la dignidad. Quizá no lo hagan con obras
que serán consagradas por la historia, pero, a pesar de todo, difunden
la ideología humanista. Me sorprende ver películas de Spielberg, que no
son alta cultura –son éxitos de taquilla y producirlos cuesta millones
de dólares–, donde se difunden las ideas humanistas, y se traslada a la
sociedad el imaginario democrático y los valores que en su inicio
nacieron en la alta cultura.
La sociedad de consumo, del espectáculo,
da lo mismo, ha aportado muchas cosas: ha creado bienestar, ha abierto
las opiniones, ha disuelto las grandes ideologías, ha dado más autonomía
y al mismo tiempo no es suficiente. La sociedad del espectáculo, que
promete la felicidad, no puede cumplir esta promesa. Sin embargo, no
podemos satanizar a la sociedad de consumo, no se debe “tirar al bebé
con el agua sucia”. Hay que quedarse con lo que esta sociedad tiene de
positivo –libertad, longevidad, modos de vida–; pero al mismo tiempo hay
que reconocer, y aquí estamos de acuerdo, que el universo del consumo
es incapaz de cumplir con las aspiraciones más elevadas del hombre. El
hombre no es solo un consumidor y la sociedad de consumo se dirige al
hombre como si fuera solamente consumidor. ¿Cuál es la diferencia entre
el consumidor y el hombre? Hay muchas. En todo caso, con una perspectiva
humanista, herencia de la alta cultura, esperamos del hombre que sea
creativo, que invente, que tenga valores; condiciones que la sociedad de
consumo no da. Por esta razón vemos numerosos movimientos que se
comprometen, que proponen, que actúan. Las personas necesitan
comprometerse.
A través de internet y de las nuevas
herramientas de comunicación vemos un desarrollo formidable de jóvenes
amateurs que hacen, crean videos, cortometrajes, música... No todos esos
productos son geniales, pero esa actividad nos dice que aquello que
Nietzsche llama “voluntad de poder” hoy es voluntad de creación. Esta
voluntad es algo que la sociedad de consumo no ha destruido, no ha
logrado que el hombre se convierta en algo que solo quiere marcas. Los
hombres siguen queriendo hacer algo con sus vidas. Esto es lo que tiene
que hacer la escuela: dar herramientas para que el hombre, esté donde
esté, pueda hacer algo con su vida y no ser simplemente un consumidor de
marcas y modas. Tenemos un trabajo enorme por hacer.
El mecanismo mundial del capitalismo
reduce el margen de maniobra, estrecha los márgenes de acción, pero en
la cultura sí podemos hacer cosas, la educación puede actuar. Este es
uno de los grandes retos del siglo XXI. La sociedad no va a estar
conformada solamente por la técnica, también por hombres armados en sus
cabezas, en sus deseos. La escuela debe ayudar a los hombres a
conseguirlo. La alta cultura es uno de los instrumentos, pero no es el
único. Tenemos que repensar la escuela en la era de internet. Tenemos
que pensar qué es la educación en una sociedad desorientada, que ya no
tiene las referencias de antes. Es un trabajo enorme, pero va a diseñar
el mundo del mañana.
Mario Vargas Llosa:
Estoy completamente de acuerdo. La sociedad industrial moderna, la
sociedad de mercado, la sociedad de los países avanzados ha mejorado
extraordinariamente las condiciones de vida de los individuos. Pero de
ninguna manera ha traído esa felicidad que busca el ser humano como un
destino final. Lo que falta es justamente eso que se denomina una “vida
espiritual rica”, que a un sector de la sociedad se la da la religión
–un sector que siente que completa su existencia material a través de la
fe–, pero queda un sector muy amplio al que la religión no llega, no le
dice nada, y ahí es en donde la cultura debe jugar un papel
fundamental.
La educación, estoy de acuerdo, debe ser
uno de los grandes instrumentos a través de los cuales la sociedad
moderna pueda ir llenando ese vacío espiritual. Pero precisamente si hay
algo que está en crisis en la sociedad moderna es la educación. No
existe un solo país en el mundo cuyo sistema de enseñanza no refleje una
crisis profunda, por la sencilla razón de que no sabemos cuál es el
sistema más adecuado y más funcional, que cree por una parte a los
técnicos y profesionales que la sociedad necesita y, por otra, llene los
vacíos que esa sociedad moderna tiene en el campo espiritual. La
educación está en crisis porque no ha sido capaz de encontrar una
fórmula que una esos dos objetivos. Es ahí en donde tenemos que trabajar
si queremos que la sociedad moderna, capaz de satisfacer las
necesidades materiales de los hombres y de las mujeres, sea también
capaz de llenar el vacío espiritual que acompaña a la sociedad del siglo
XX. La educación es absolutamente fundamental, pero junto a la
educación también son fundamentales la familia y el individuo, y todo
eso requiere que haya unos ciertos consensos a la hora de desarrollar
los programas que deben regular la vida de nuestras escuelas, de
nuestros institutos y de nuestras universidades. Sobre esto existe una
extraordinaria confusión, pero, si existiera por lo menos la conciencia
de que es ahí donde nosotros debemos ser creativos y funcionales, creo
que habríamos dado ya un gran paso. En todo caso creo que, aunque las
discrepancias puedan ser numerosas en la superficie, en lo profundo,
Gilles y yo estamos de acuerdo en que hay que leer a Proust, en que hay
que leer a Joyce, en que hay que leer a Rimbaud, en que lo que hizo
Kant, lo que hizo Popper o lo que pensó Nietzsche son cosas valiosas en
esta época, y pueden ayudarnos a diseñar esos programas de educación de
los que depende que la sociedad del futuro sea menos violenta y menos
infeliz que la de hoy. ~
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