05 agosto, 2012

El último ¡hurra!

El último ¡hurra!

Queen_bondPor Alvaro Vargas Llosa
No recuerdo una inauguración olímpica más emocionante, cargada de contenido y original que la que organizó Danny Boyle hace unos días en Stratford, en el este de Londres (qué audacia haberle dado al director de Trainspotting y Slumdog millonaire semejante encargo. Sólo los ingleses se atreverían a algo así).
En general, la izquierda vio el espectáculo como una celebración del reino Unido posimperial - diverso, incluyente, desvictorianizado, capaz de reírse de sí mismo, reducido a dimensiones reales, despojado de rígidas jerarquías culturales – y, en cambio, puede decirse que la derecha lo vio como una afrenta a la tradición, un rechazo del canon cultural, una bazofia posmoderna, un patético canto a la diversidad por la pura diversidad, una confirmación de la degradación multicultural del país, matizada con algunos atisbos de creatividad y salpicada de ciertas referencias históricas inevitables.

En cierto punto del espectro, algunos situados más a la izquierda y otros situados más a la derecha – y otro que como liberales no sabemos exactamente qué somos, porque todo depende de lo que tengamos al lado y en frente en determinado momento – lo vimos como una serie de señales y significados no necesariamente deliberados y obvios, que hablaban, al mismo tiempo, de la grandeza del legado británico y de su debilidad intrínseca; de los aportes y fragilidades de los británicos; de lo que fue y no volverá a ser ese gran país; de lo mixto y complejo de su relación con el mundo; y de su espíritu creativo en los dominios de la empresa, el arte y la ciencia, pero también de su ironía, de su autocritica, de su extravagancia, de sus sombras: en una palabra, de su democracia. El reino Unido del espectáculo de Boyle fue, a un tiempo, el de la centralidad y excentricidad de de su patria. Un resumen impresionante que nunca dejó de ser divertido y que quizá sólo es posible interpretar apelando a la semiótica. Bravo.
Hay que entender bien lo que el Reino Unido fue ayer y lo que es hoy para comprender lo difícil que resulta para un británico relacionarse con lo que ocurrió en el estadio olímpico.
Durante un siglo, Inglaterra controló el mayor imperio que haya conocido la historia. Y digo bien Inglaterra porque, aunque su unión con una de sus partes, Escocia, data de comienzos del siglo XVIII, “England” y no “Britain” fue el verdadero motor imperial. Hacia 1922 habitaban en sus dominios 458 millones de personas, es decir, la quinta parte de la humanidad; el imperio abarcaba la cuarta parte de todo el territorio del planeta, excluyendo los mares. Su llegada a esa escala había pasado por distintas fases formativas: el declive de España y Portugal a los que tres países que se habían quedado atrás al inicio de la era de la exploración y conquista – Francia, Holanda e Inglaterra – habían empezado a copiar poco a poco entre los siglos XVI y XVII; luego los enfrentamientos con franceses y holandeses, de los que Londres había salido como la gran potencia dominante. La derrota de Napoleón en 1815 selló el inicio de la gran era británica, un siglo imperial que hacia fines de la Primera Guerra Mundial llevaría al Reino Unido a tener el tamaño descomunal antes glosado.
Pero este imperio entró en decadencia gracias a su extensión misma, a su ambición sin límites y la atrofia de su espíritu creativo, y fue poco a poco desplazado, en Europa, por Alemania y, al otro lado del Atlántico, por Estados Unidos. Aunque la democracia liberal del Reino Unido ganó la Segunda Guerra Mundial, su imperio la perdió; de allí salió Londres reducido moral política y económicamente a dimensiones “normales”. Probablemente para siempre. Había sobrevivido a la perdida de las Trece Colonias a fines del siglo XVIII, pero no pudo sobrevivir a la pérdida del subcontinente asiático y lo demás en el siglo XX. Churchill y Roosevelt no eran, en verdad, dos leones iguales, aunque el primero rugiera tanto o más que el segundo. El rey de la manada era Estados Unidos.
Cada vez que los británicos viven una crisis importante se recuerdan a sí mismos que ya no son un imperio. Empieza entonces una larga introspección que, no exenta de ese humor inglés que tanto se parece al cinismo, acaba en un acto de pragmatismo: ya no somos lo que fuimos y debemos aceptarlo, por tanto, apostemos por lo que queda, que es la moda pop, a la que seguimos contribuyendo con el reconocimiento de todos. La última crisis, la de hoy, es la más dura desde la Segunda Guerra Mundial. Hasta hora, la peor había sido la del “invierno del descontento”, ese desastre al que el socialismo exagerado del Viejo Laborismo llevó al país en los años 70 (y que produjo como efecto “resaca” a Margaret Tatcher). Pero lo de los últimos años es peor: más abarcador, con menos horizonte de solución y más impreciso en términos de responsabilidad ideológica, porque las culpas de la catástrofe económica incluyen a ambos lados del espectro. Sólo porque los europeos mediterráneos están bastante peor pueden los británicos eludir hoy la imagen del “patito feo de Europa” que con frecuencia atribuyeron, con razón, a otros países del Viejo Continente. Si los ingleses estuvieran en el euro, su crisis tendría repercusiones mucho más fuertes en el continente europeo de lo que hoy parece a simple vista.
Es en este contexto que Boyle tuvo que diseñar su propuesta. Sin él, no se entiende que hubiera en la propuesta esa mezcla de reivindicación de lo mejor del legado británico y de melancolía o ridículo: el ridículo en que cierto uso de la cultura popular en el evento inaugural por momentos parecía colocar ese mismo legado, aunque se tratara más bien de una mirada irónica antes que una crítica sarcástica. El popurrí olímpico de la inauguración no fue tanto un expresión multicultural del Reino Unido de hoy, aunque también, como una metáfora de la decadencia inglesa. Porque, como ese popurrí, no es una decadencia a secas, en línea recta y mortal, sino cargada de cierta grandeza: el legado británico – en el idioma inglés, en el comercio mundial, en el transporte y la ingeniería, en la música pop, en las artes y las ciencias – está un poco por todas partes. Y está sobre todo en Estados Unidos, que es como la prolongación, ampliada y enriquecida, mezcla a la vez asombrosa y cursi, de lo que dio de sí el Reino Unido imperial. Decadencia con elegancia, con clase.
El relato cultural de más de 150 años del Reino Unido empezó, apropiadamente, con el himno de William Blake que todos hemos cantado alguna vez sin conocerlo y acaso sin saberlo (“Jerusalem”). En adelante, ese relato se negó a establecer jerarquías, dejando que cada uno pusiera las suyas: de ahí que en el espectáculo se mezclaran Mary Poppins y Daniel Craig; Shakespeare y un Rowan Atkinson (el desternillante Mr. Bean) con las manos sólo a medias en el teclado al son de Charriots of Fire; la ingeniería revolucionaria de Isambard Kingdom Brunel, el inventor del Great Western Railway, y la hondura clásica de Edward Elgar, el compositor de “Nimrod”, y los videos de Annie Lennox y la música del rapero Dizzee Rascal o de Mud (Tiger feet), y un largo etcétera que no dejó fuera a casi ninguno de los símbolos culturales, canónicos o populares (y a veces ambas cosas juntas, como en Shakespeare o los Beatles) del país. Eso, exactamente, es el Reino Unido: un imperio que se fue y una cultura que, lo mismo en su versión elitista que en su versión populachera, sobrevive por todas partes.< /p>
¿Hay algo ligeramente ridículo? Sí: por ejemplo, hay algo ridículo en hacer de David Beckham, un jugador de fútbol relativamente mediocre, semejante icono de la cultura británica. Pero si el resto del mundo lo acepta así, será tal vez porque el Reino Unido posimperio ha encontrado la fórmula para adecuarse, parcialmente, a un mundo que exige cierta degradación irónica. Quizá si un tal Mario Vargas Llosa hace una segunda versión de La civilización del espectáculo, deberá dedicar un capitulo a Beckham (mejor dicho: los Beckham, porque Victoria es el anverso de ese reverso). Bastante más ridículos eran los punks, y vaya que atraparon la imaginación universal.
Algo en lo que no se ha reparado lo suficiente es que los propios Juegos Olímpicos celebrados por estos días en Londres son emblemáticos del relato posimperial del Reino Unido. No existe hoy posibilidad alguna de que los británicos compitan en medallas con los norteamericanos, los chinos o los rusos, grandes potencias olímpicas, pero estarán entre los primeros cinco o seis países en le prelación de naciones olímpicas, como lo están, allá afuera, su economía, su peso político y sus bombas nucleares. Y siempre quedará el legado de que casi todos los deportes que se juegan en estas competiciones fueron inventados por ellos, del bádminton al fútbol, del atletismo a la natación, del boxeo al tennis, y hasta el ping-pong, disciplina esta última que, si le creemos al alcalde de Londres, nació cuando los ingleses empezaron a utilizar las mesas del comedor para practicar una cosa que se llamaba whiff-whaff (en 2016, para más orgullo, se añadirán en las Olimpiadas de Rio otros dos inventos ingleses: el golf y el rugby).
Sebastian Coe, el atleta que fue campeón olímpico y funge de jefe del comité organizador del magno evento en su país, recitó hace unos días un poema de Henry Newbolt, “Vitai Lampada” (“La antorcha de la vida”), que contiene versos sobre un futuro soldado que aprende los grandes valores y el sentido del deber jugando al cricket y luego sale a pelear guerras en distintos lugares ayudado por el grito “Play Up!” (algo así como “dale más” o “juega más”). La elección no fue casual. El poema escrito en la segunda mitad del siglo XIX, simbolizó bien en su día el espíritu imperial, que tenía al deporte, al idioma y al ejército como gran trípode que sostenía todo aquello. El deporte era un vehículo pedagógico, una argamasa educativa que daba coherencia, o al menos así lo pensaban en Londres, a las partes dispersas del imperio.
Aunque un francés – Pierre de Coubertin – ha pasado a la historia con todo derecho como el gran inventor y resurrector de las Olimpiadas inventadas originalmente por los griegos, lo cierto es que el antecedente de la versión moderna es inglés. Fueron en parte los juegos organizados por William Penny Brookes y otros en la pequeñita localidad de Munch Wenlock a fines del siglo XIX los que inspiraron a De Coubertin en su decisión de revivir la vieja tradición griega. El francés, además, había llegado a interesarse por esos juegos ingleses gracias a su devoción por la cultura inglesa, especialmente su sistema educativo y su culto al deporte, en los que él veía señales de la Grecia y la Roma antiguas.
Que las Olimpiadas modernas tengan orígenes británicos, pero que no fuera un inglés quien organizara los primeros juegos modernos en 1896, y que no sean los británicos los que dominen hoy esa justa universal, ejemplifica a la perfección la decadencia esplendorosa de un país que no es lo que fue, pero sin el cual poco de lo que hoy somos existiría.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute y editor de Lessons from the Poor.

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