El último ¡hurra!
No recuerdo una inauguración olímpica
más emocionante, cargada de contenido y original que la que organizó
Danny Boyle hace unos días en Stratford, en el este de Londres (qué
audacia haberle dado al director de Trainspotting y Slumdog millonaire semejante encargo. Sólo los ingleses se atreverían a algo así).
En general, la izquierda vio el
espectáculo como una celebración del reino Unido posimperial - diverso,
incluyente, desvictorianizado, capaz de reírse de sí mismo, reducido a
dimensiones reales, despojado de rígidas jerarquías culturales – y, en
cambio, puede decirse que la derecha lo vio como una afrenta a la
tradición, un rechazo del canon cultural, una bazofia posmoderna, un
patético canto a la diversidad por la pura diversidad, una confirmación
de la degradación multicultural del país, matizada con algunos atisbos
de creatividad y salpicada de ciertas referencias históricas
inevitables.
En cierto punto del espectro, algunos
situados más a la izquierda y otros situados más a la derecha – y otro
que como liberales no sabemos exactamente qué somos, porque todo depende
de lo que tengamos al lado y en frente en determinado momento – lo
vimos como una serie de señales y significados no necesariamente
deliberados y obvios, que hablaban, al mismo tiempo, de la grandeza del
legado británico y de su debilidad intrínseca; de los aportes y
fragilidades de los británicos; de lo que fue y no volverá a ser ese
gran país; de lo mixto y complejo de su relación con el mundo; y de su
espíritu creativo en los dominios de la empresa, el arte y la ciencia,
pero también de su ironía, de su autocritica, de su extravagancia, de
sus sombras: en una palabra, de su democracia. El reino Unido del
espectáculo de Boyle fue, a un tiempo, el de la centralidad y
excentricidad de de su patria. Un resumen impresionante que nunca dejó
de ser divertido y que quizá sólo es posible interpretar apelando a la
semiótica. Bravo.
Hay que entender bien lo que el Reino
Unido fue ayer y lo que es hoy para comprender lo difícil que resulta
para un británico relacionarse con lo que ocurrió en el estadio
olímpico.
Durante un siglo, Inglaterra controló el
mayor imperio que haya conocido la historia. Y digo bien Inglaterra
porque, aunque su unión con una de sus partes, Escocia, data de
comienzos del siglo XVIII, “England” y no “Britain” fue el verdadero
motor imperial. Hacia 1922 habitaban en sus dominios 458 millones de
personas, es decir, la quinta parte de la humanidad; el imperio abarcaba
la cuarta parte de todo el territorio del planeta, excluyendo los
mares. Su llegada a esa escala había pasado por distintas fases
formativas: el declive de España y Portugal a los que tres países que se
habían quedado atrás al inicio de la era de la exploración y conquista –
Francia, Holanda e Inglaterra – habían empezado a copiar poco a poco
entre los siglos XVI y XVII; luego los enfrentamientos con franceses y
holandeses, de los que Londres había salido como la gran potencia
dominante. La derrota de Napoleón en 1815 selló el inicio de la gran era
británica, un siglo imperial que hacia fines de la Primera Guerra
Mundial llevaría al Reino Unido a tener el tamaño descomunal antes
glosado.
Pero este imperio entró en decadencia
gracias a su extensión misma, a su ambición sin límites y la atrofia de
su espíritu creativo, y fue poco a poco desplazado, en Europa, por
Alemania y, al otro lado del Atlántico, por Estados Unidos. Aunque la
democracia liberal del Reino Unido ganó la Segunda Guerra Mundial, su
imperio la perdió; de allí salió Londres reducido moral política y
económicamente a dimensiones “normales”. Probablemente para siempre.
Había sobrevivido a la perdida de las Trece Colonias a fines del siglo
XVIII, pero no pudo sobrevivir a la pérdida del subcontinente asiático y
lo demás en el siglo XX. Churchill y Roosevelt no eran, en verdad, dos
leones iguales, aunque el primero rugiera tanto o más que el segundo. El
rey de la manada era Estados Unidos.
Cada vez que los británicos viven una
crisis importante se recuerdan a sí mismos que ya no son un imperio.
Empieza entonces una larga introspección que, no exenta de ese humor
inglés que tanto se parece al cinismo, acaba en un acto de pragmatismo:
ya no somos lo que fuimos y debemos aceptarlo, por tanto, apostemos por
lo que queda, que es la moda pop, a la que seguimos contribuyendo con el
reconocimiento de todos. La última crisis, la de hoy, es la más dura
desde la Segunda Guerra Mundial. Hasta hora, la peor había sido la del
“invierno del descontento”, ese desastre al que el socialismo exagerado
del Viejo Laborismo llevó al país en los años 70 (y que produjo como
efecto “resaca” a Margaret Tatcher). Pero lo de los últimos años es
peor: más abarcador, con menos horizonte de solución y más impreciso en
términos de responsabilidad ideológica, porque las culpas de la
catástrofe económica incluyen a ambos lados del espectro. Sólo porque
los europeos mediterráneos están bastante peor pueden los británicos
eludir hoy la imagen del “patito feo de Europa” que con frecuencia
atribuyeron, con razón, a otros países del Viejo Continente. Si los
ingleses estuvieran en el euro, su crisis tendría repercusiones mucho
más fuertes en el continente europeo de lo que hoy parece a simple
vista.
Es en este contexto que Boyle tuvo que
diseñar su propuesta. Sin él, no se entiende que hubiera en la propuesta
esa mezcla de reivindicación de lo mejor del legado británico y de
melancolía o ridículo: el ridículo en que cierto uso de la cultura
popular en el evento inaugural por momentos parecía colocar ese mismo
legado, aunque se tratara más bien de una mirada irónica antes que una
crítica sarcástica. El popurrí olímpico de la inauguración no fue tanto
un expresión multicultural del Reino Unido de hoy, aunque también, como
una metáfora de la decadencia inglesa. Porque, como ese popurrí, no es
una decadencia a secas, en línea recta y mortal, sino cargada de cierta
grandeza: el legado británico – en el idioma inglés, en el comercio
mundial, en el transporte y la ingeniería, en la música pop, en las
artes y las ciencias – está un poco por todas partes. Y está sobre todo
en Estados Unidos, que es como la prolongación, ampliada y enriquecida,
mezcla a la vez asombrosa y cursi, de lo que dio de sí el Reino Unido
imperial. Decadencia con elegancia, con clase.
El relato cultural de más de 150 años
del Reino Unido empezó, apropiadamente, con el himno de William Blake
que todos hemos cantado alguna vez sin conocerlo y acaso sin saberlo
(“Jerusalem”). En adelante, ese relato se negó a establecer jerarquías,
dejando que cada uno pusiera las suyas: de ahí que en el espectáculo se
mezclaran Mary Poppins y Daniel Craig; Shakespeare y un Rowan Atkinson
(el desternillante Mr. Bean) con las manos sólo a medias en el teclado
al son de Charriots of Fire; la ingeniería revolucionaria de
Isambard Kingdom Brunel, el inventor del Great Western Railway, y la
hondura clásica de Edward Elgar, el compositor de “Nimrod”, y los videos
de Annie Lennox y la música del rapero Dizzee Rascal o de Mud (Tiger feet),
y un largo etcétera que no dejó fuera a casi ninguno de los símbolos
culturales, canónicos o populares (y a veces ambas cosas juntas, como en
Shakespeare o los Beatles) del país. Eso, exactamente, es el Reino
Unido: un imperio que se fue y una cultura que, lo mismo en su versión
elitista que en su versión populachera, sobrevive por todas partes.<
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¿Hay algo ligeramente ridículo? Sí: por
ejemplo, hay algo ridículo en hacer de David Beckham, un jugador de
fútbol relativamente mediocre, semejante icono de la cultura británica.
Pero si el resto del mundo lo acepta así, será tal vez porque el Reino
Unido posimperio ha encontrado la fórmula para adecuarse, parcialmente, a
un mundo que exige cierta degradación irónica. Quizá si un tal Mario
Vargas Llosa hace una segunda versión de La civilización del espectáculo,
deberá dedicar un capitulo a Beckham (mejor dicho: los Beckham, porque
Victoria es el anverso de ese reverso). Bastante más ridículos eran los
punks, y vaya que atraparon la imaginación universal.
Algo en lo que no se ha reparado lo
suficiente es que los propios Juegos Olímpicos celebrados por estos días
en Londres son emblemáticos del relato posimperial del Reino Unido. No
existe hoy posibilidad alguna de que los británicos compitan en medallas
con los norteamericanos, los chinos o los rusos, grandes potencias
olímpicas, pero estarán entre los primeros cinco o seis países en le
prelación de naciones olímpicas, como lo están, allá afuera, su
economía, su peso político y sus bombas nucleares. Y siempre quedará el
legado de que casi todos los deportes que se juegan en estas
competiciones fueron inventados por ellos, del bádminton al fútbol, del
atletismo a la natación, del boxeo al tennis, y hasta el ping-pong,
disciplina esta última que, si le creemos al alcalde de Londres, nació
cuando los ingleses empezaron a utilizar las mesas del comedor para
practicar una cosa que se llamaba whiff-whaff (en 2016, para más
orgullo, se añadirán en las Olimpiadas de Rio otros dos inventos
ingleses: el golf y el rugby).
Sebastian Coe, el atleta que fue campeón
olímpico y funge de jefe del comité organizador del magno evento en su
país, recitó hace unos días un poema de Henry Newbolt, “Vitai Lampada”
(“La antorcha de la vida”), que contiene versos sobre un futuro soldado
que aprende los grandes valores y el sentido del deber jugando al
cricket y luego sale a pelear guerras en distintos lugares ayudado por
el grito “Play Up!” (algo así como “dale más” o “juega más”). La
elección no fue casual. El poema escrito en la segunda mitad del siglo
XIX, simbolizó bien en su día el espíritu imperial, que tenía al
deporte, al idioma y al ejército como gran trípode que sostenía todo
aquello. El deporte era un vehículo pedagógico, una argamasa educativa
que daba coherencia, o al menos así lo pensaban en Londres, a las partes
dispersas del imperio.
Aunque un francés – Pierre de Coubertin –
ha pasado a la historia con todo derecho como el gran inventor y
resurrector de las Olimpiadas inventadas originalmente por los griegos,
lo cierto es que el antecedente de la versión moderna es inglés. Fueron
en parte los juegos organizados por William Penny Brookes y otros en la
pequeñita localidad de Munch Wenlock a fines del siglo XIX los que
inspiraron a De Coubertin en su decisión de revivir la vieja tradición
griega. El francés, además, había llegado a interesarse por esos juegos
ingleses gracias a su devoción por la cultura inglesa, especialmente su
sistema educativo y su culto al deporte, en los que él veía señales de
la Grecia y la Roma antiguas.
Que las Olimpiadas modernas tengan
orígenes británicos, pero que no fuera un inglés quien organizara los
primeros juegos modernos en 1896, y que no sean los británicos los que
dominen hoy esa justa universal, ejemplifica a la perfección la
decadencia esplendorosa de un país que no es lo que fue, pero sin el
cual poco de lo que hoy somos existiría.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute y editor de Lessons from the Poor.
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