28 agosto, 2012

La democracia del Siglo XXI

La democracia del Siglo XXI

XXIPor Carlos Sabino
1. Dos problemas inquietantes
1.1 Dictadura y desarrollo económico
América Latina, después de un pasado de inestabilidad institucional y política, fue retornando gradualmente a formas de gobierno democráticas a partir de 1978: la oleada de cambios resultó incontenible y, una a una, fueron desapareciendo las dictaduras que existían: a finales de la década siguiente sólo persistía la excepción solitaria de Cuba, anclada en su estático sistema comunista. Esta transformación política suscitó extendidas esperanzas y una actitud de renovado optimismo en la región, pues, con gobiernos elegidos popularmente, se pensó que se iniciaría una etapa de consolidación capaz de asegurar las libertades ciudadanas y de crear un ambiente propicio para el crecimiento económico. Pero este último objetivo resultó, por lo general, bastante esquivo.

Si analizamos lo ocurrido en la región durante las tres últimas décadas, podemos concluir que el crecimiento ha sido lento e irregular, sometido a constantes fluctuaciones de no poca envergadura. En primer lugar, porque la crisis económica de 1982, la llamada crisis de la deuda, fue mal encarada inicialmente por las restablecidas democracias: en muchos países se profundizó el mismo modelo estatista que había producido la crisis, con sus secuelas de brutales inflaciones, desempleo y aumento de la pobreza. Sólo al final de esa década varios gobernantes se decidieron a introducir amplias reformas en el sistema vigente, definitivamente inviable ya, disminuyendo los gastos del estado, balanceando sus cuentas y favoreciendo el desarrollo de una economía más libre y abierta. La crisis fue entonces superada, al menos en sus efectos a corto plazo, lo que sin duda contribuyó al afianzamiento de los sistemas políticos democráticos que se habían establecido o estaban a punto de establecerse.
Pero ya algo antes, hacia mediados de la década de los ochenta, comenzó a plantearse para muchos analistas uno de esos dos inquietantes problemas que queremos discutir en este artículo: el Chile de Pinochet, una nación gobernada por una rígida dictadura[1]pero que había impuesto un modelo de economía de mercado bastante libre, se destacaba en la región por su eficaz manejo de la crisis. Chile había logrado recuperarse con velocidad después de sufrir una seria recesión y avanzaba económicamente a un paso muy rápido, reduciendo el desempleo y mejorando firmemente la calidad de vida de sus habitantes. Sus políticas económicas, coherentes y bien encaminadas, arrojaban excelentes resultados económicos y también sociales. ¿Acaso, por desgracia, la dictadura misma era el factor que alimentaba los éxitos del país austral? ¿Eran las democracias, presentes ya en la mayor parte de Iberoamérica, las que debilitaban la conducción económica e impedían resolver los problemas que aquejaban a las demás naciones de la zona?
La respuesta que –en esos años– se dio a estos interrogantes fue por lo general negativa. La mayoría de los analistas pensábamos que no era el modelo político de Pinochet lo que favorecía el desarrollo económico, sino que, muy por el contrario, podía decirse que Chile avanzaba porque aplicaba de un modo consecuente políticas de libre mercado aún a pesar de la falta de libertades políticas y civiles: no era la dictadura el factor que favorecía el desarrollo, sino que con políticas económicas justas se podía lograr un rápido avance económico aunque se diese la rémora de un sistema político opresivo[2]. Al iniciarse la década de los noventa, las exitosas reformas de Bolivia, México, Perú, Argentina y Brasil parecían confirmar esta opinión, aunque, desde el punto de vista contrario, se destacaba que el caso chileno se parecía más al de los llamados tigres asiáticos que al de los demás países de América Latina. Corea del Sur y Taiwán había logrado el despegue de sus economías bajo auténticas y duras dictaduras, Hong Kong lo había hecho siendo colonia británica y sin gozar de libertades políticas, mientras que Singapur crecía bajo un régimen autoritario. China, bajo la férula de su partido comunista, ya exhibía un desempeño admirable en materia económica, y los restantes ejemplos asiáticos, sin excepción, mostraban una concordancia con la opinión de que se necesitaban gobiernos fuertes durante un largo tiempo para alcanzar un desarrollo sostenido que pudiese reducir drásticamente la pobreza.
Podría preguntarse, como muchos lo hacíamos en esa época, por qué era necesaria una dictadura, o al menos un gobierno autoritario y estable, para lograr el desarrollo. Más específicamente: ¿cuál era la conexión causal, concreta, que podía producir ese efecto? Pero, más allá de eso, quedaba a nuestro favor el hecho imperturbable de que no cualquier gobierno autoritario servía para lograr las metas económicas deseadas: ¿no era acaso la empobrecida Cuba de Fidel Castro también una dictadura? ¿No lo eran todos los sistemas comunistas, visiblemente fracasados, o los gobiernos de Birmania (hoy Myanmar) y de aquellos países latinoamericanos que, en la década de los setenta, llevaron al estancamiento y a la crisis posterior?
1.2 La destrucción de la democracia
Dejemos en suspenso, por ahora, las respuestas a este embarazoso problema y veamos, para seguir con el hilo de la narración, lo que sucedió en nuestra región luego de la época en que se realizaron las reformas que llevaron a una cierta apertura económica. Es verdad que estos cambios, en algunos casos, fueron bastante notables y lograron, en poco tiempo, hacer desaparecer flagelos como la inflación y el estancamiento; pero es cierto también que las reformas se detuvieron en cierto punto, concentrándose en los equilibrios fiscales, la liberación de los mercados cambiarios, la eliminación de ciertos subsidios, la reducción de los aranceles a la importación y las privatizaciones. No fueron poca cosa, ciertamente, pero no alcanzaron a tocar a fondo los mercados laborales, a reducir la presión fiscal o a eliminar controles burocráticos que trababan las actividades económicas, mientras que muchos subsidios indirectos se cambiaban por otros de tipo directo, y en poco se reducían realmente los gastos gubernamentales.
Las reformas habían sido realizadas como respuestas coyunturales a la grave crisis de los ochenta y no como un programa de cambio estructural. Una vez pasada la crisis no hubo voluntad política para extenderlas, y en varios casos, por el contrario, se dio marcha atrás y se volvió a ampliar la esfera de las regulaciones y de la actividad estatal, como en la Venezuela de Rafael Caldera (1994-1999) o en el Ecuador de finales del siglo XX. El hecho es que sobrevinieron en la región nuevas crisis –algunas de ellas profundas, como la de Argentina en 2001–, así como una nueva actitud de generalizado repudio a lo que se dio en llamar neoliberalismo, término que se vinculaba a cualquier política que amenazara el renovado crecimiento del estado.
Ya a finales de los años noventa se produjo, en Venezuela, el primero de los episodios que llevarían a un sostenido ascenso de las izquierdas de la región: en las elecciones de diciembre de 1998 Hugo Chávez logró la presidencia del país con el 56% de los votos. Pronto pudo apreciarse que este cambio representaba algo más que esa simple oscilación pendular entre centroizquierda y centroderecha a la que estamos acostumbrados en casi todas las democracias. Chávez llegó con un programa que incluía el llamado a una asamblea constituyente "original" y con una retórica incendiaria que propiciaba el enfrentamiento entre pobres y ricos: se presentaba como un populista que quería iniciar cambios radicales a favor de los sectores con menores ingresos. Lo que hizo, en pocos meses, fue desmantelar prácticamente todo el andamiaje institucional del país y adoptar una postura de confrontación por completo alejada de los compromisos y los consensos. A partir de 2003 quedó como dueño absoluto del poder, como un dictador ajeno a toda restricción legal, e impulsó una transformación global de acusado tinte socialista. Con su llamada "Revolución Bolivariana" Chávez logró, sin mayor derramamiento de sangre, lo que hasta entonces parecía imposible: destruir la democracia desde adentro copando sus instituciones después de una primera victoria electoral legítima, como ya lo habían hecho algunos de los fascismos europeos de la primera mitad del siglo XX y ciertos caudillos latinoamericanos para esa misma época.
La democracia venezolana era imperfecta, sin duda alguna, plagada de controles económicos y cada vez menos liberal en el sentido profundo del término, pero tenía una tradición nada desdeñable y había sido capaz de asimilar las amenazas guerrilleras de los años sesenta manteniendo el principio de alternabilidad y garantizando algunas libertades políticas básicas. Lo que de liberal le quedaba se perdió, en muy poco tiempo, y se transformó en un sistema totalmente personalista en lo político y cada vez más socialista y opresivo en lo económico.
Si el caso venezolano hubiese constituido sólo una excepción no estaríamos hoy ante el inquietante problema que se nos presenta. Pero a la aventura política de Chávez siguieron, a los pocos años, sucesivos cambios políticos de fondo en otros países de la región, como Bolivia, Ecuador y Nicaragua; una tendencia similar se manifestó en Argentina y en el Paraguay. Es más, en otras naciones latinoamericanas –el Perú, México y Costa Rica, por ejemplo– surgieron émulos del militar venezolano que, si bien no alcanzaron el poder, llegaron a tener (o tienen) una fuerza electoral inusitada. Quedó así erosionada –a nuestro juicio profundamente– la confianza que implícita o explícitamente se ha tenido siempre en lo que un tanto vagamente se llama el sistema democrático; la idea de que las peores amenazas contra tal sistema vienen de los golpes de estado o de injerencias externas, la suposición de que una democracia consolidada y funcional –como lo era la venezolana– es capaz de resolver todas las tensiones internas que existen en su sociedad y sostenerse como modo de gobierno aun en las circunstancias más difíciles. Lo que vemos hoy en América Latina, por el contrario, es la fragilidad extrema de sus regímenes democráticos, su debilidad ante la demagogia y el populismo cuando estos se deciden a usar las libertades existentes para capturar el poder y destruir las instituciones y los valores en que se fundamenta el sistema democrático liberal.
2. Democracia y libertad
Para encontrar respuestas a los problemas que hemos presentado en la sección precedente debemos realizar una tarea de análisis conceptual que nos permita entender mejor los términos de lo que se debate –generalmente bastante confusos– y, a la vez, hacer una descripción más concreta de los sistemas políticos vigentes en la región.
El concepto de democracia, para comenzar, se usa en la actualidad de un modo realmente impreciso. Por democracia se entiende a veces, simplemente, una forma de gobierno donde la soberanía reside en el pueblo y las decisiones fundamentales se toman por la regla de la mayoría, mediante sucesivas elecciones. Nada más. Otros, sin embargo, añaden a estas ideas básicas algunos requisitos importantes, que provienen del antiguo ideal republicano: que las elecciones sean realmente libres, que el gobierno se ejerza por medio de representantes, que se respete a las minorías y –en general– que haya un Estado de Derecho, donde las personas que ejercen los cargos públicos tengan que someterse a la ley igual que todos los demás ciudadanos. Si no se cumplen estas condiciones, el sistema rápidamente degenera, convirtiéndose en lo que se llama la tiranía de las mayorías, un modo de gobierno en que se conculcan los derechos de las minorías y el gobernante, apoyado en parte por la masa de votantes, logra imponerse con un poder casi absoluto sobre toda la sociedad. Acaba así la democracia, que da paso, más o menos abiertamente, a un sistema de tipo dictatorial.
La distinción, sin duda, era ya conocida por los antiguos. Desde Aristóteles se concebía la democracia como una forma degradada de gobierno en que las asambleas, dominadas por los demagogos, resultaban fácilmente manipulables y producían un sistema inestable, propicio a los cambios bruscos y al dominio de una sola persona. Aunque las democracias ya no se manejen a través de tumultuosas asambleas, el parecido existe, pues la emergencia de los populismos y los fascismos muestra con claridad hasta qué punto un régimen democrático tiene limitaciones inherentes a su propia naturaleza, limitaciones que, si no son convenientemente tomadas en cuenta, pueden producir el derrumbe completo del sistema.
En el mundo contemporáneo, como decíamos, no suele hacerse una distinción demasiado clara entre esas dos formas aparentemente similares de gobierno, y se las designa con el simple término de democracia. Pero un más ajustado análisis ha llevado a muchos autores a denominar democracia liberal al sistema en el que se celebran electorales, se mantiene una adecuada división de poderes, se respetan los derechos individuales y se establecen claras limitaciones a la esfera de la acción estatal, al ámbito en que una mayoría circunstancial puede actuar y decidir. El hecho de que en Irán o en Venezuela se realicen elecciones periódicas permitirá a algunos llamar democracias a los sistemas políticos que imperan en esos países, pero en todo caso es obvio que dichas democracias nada tienen de liberales, puesto que en Irán lo que verdaderamente rige es una teocracia y lo de Venezuela puede considerarse una autocracia o un régimen caudillista.
Esta distinción conceptual entre las auténticas democracias liberales y los sistemas que, manteniendo una fachada electoral, son realmente dictaduras de uno u otro tipo nos sirve para plantear con más claridad el segundo de los problemas que nos formulamos en este artículo: ¿por qué, cómo y en qué condiciones se pierde el equilibrio entre los poderes y una democracia, aparentemente consolidada, deja de ser liberal y se convierte en una dictadura más o menos encubierta? La primera respuesta, la más inmediata y simple, es que sólo puede darse este proceso cuando un fuerte movimiento de la opinión pública impulsa hacia el poder a un hombre, un partido o una coalición que no respetan ni aceptan las libertades individuales ni las formas de convivencia que permiten la existencia de un régimen democrático liberal. Cuando esto sucede, resulta entonces fácil, desde el poder, conculcar las libertades ciudadanas y avanzar hacia la dictadura: esto podrá lograrse casi sin violencia, pues existirá una mayoría (o una amplia minoría) capaz de apoyar al gobernante en su plan de crear nuevas leyes que destruyan las instituciones existentes y proyecten una imagen de legalidad para su actuación. Se cambiarán las normas, se pondrán funcionarios dóciles al frente de las nuevas instituciones y se podrá reprimir a la oposición en el marco de la ley que el gobernante cree para afirmar y consolidar su poder absoluto. Una de las primeras víctimas de este proceso será la llamada alternancia o alternabilidad, tan propia de un régimen republicano: la posibilidad efectiva, siempre realizada en el mediano plazo, de que cambien los gobernantes y las políticas del estado. No por casualidad los nuevos autoritarismos latinoamericanos se apresuran, como hemos visto en los últimos años, a cambiar las constituciones existentes; lo hacen para modificar instituciones y para concentrar el poder, por supuesto, pero ante todo para permitir la reelección y, si es posible, para dar una apariencia de legitimidad al gobierno de una sola persona por tiempo indefinido.
El proceso, al menos para quienes hemos seguido la emergencia de los nuevos autoritarismos en América Latina, se realiza así con relativa facilidad. Para decirlo en términos concretos e históricos: una vez que Chávez gana su primera y crucial elección y logra convocar una Asamblea Constituyente, contando aún con la mayoría, resulta fácil entender el subsiguiente cambio, su consolidación en el poder, la forma en que desde el propio estado va logrando arrinconar a las fuerzas que se le oponen y construir el marco legal para ejercer su dictadura. Pero por qué, debemos preguntarnos, ¿por qué se generan estos movimientos de opinión que llevan a un caudillo a situarse en la inmejorable posición de quien puede adueñarse del poder, incluso con la bendición de los votos? ¿Qué lleva a la mayoría de un electorado a echar por la borda todos los resguardos institucionales republicanos y promover una salida que, aunque no se vea desde el comienzo, lleva en rápida transición hacia la dictadura?
Democracia y redistribución de ingresos
Lo que muestra la reciente experiencia de América Latina es que la ciudadanía se siente completamente frustrada –en la mayor parte de los países– después de tres décadas de gobiernos democráticos de muy distinta orientación. La frustración surge ante un lento progreso económico, una corrupción abrumadora y un aumento formidable de la delincuencia, lo que impide a millones de personas llevar una existencia normal y mejorar su nivel y calidad de vida. Es de esta frustración, que se proyecta sobre todo el sistema –sobre los políticos, sobre los partidos y sobre la democracia misma–, que surge el apoyo a los líderes que prometen acabar con todos los males de un modo casi mágico, enarbolando la idea de la convocatoria de una asamblea constituyente todopoderosa que permita refundar el país, pero que en definitiva desemboca en gobiernos personalistas que se apartan por completo de la democracia liberal.
Este extendido malestar proviene, en última instancia, de las expectativas que grandes sectores de la población depositan en el sistema democrático, de lo que se pide y exige a los gobiernos, que jamás están a la altura de tales expectativas. En Latinoamérica, al igual que en muchas otras partes del mundo, el sistema político recibe exigencias desmedidas que en buena medida lo transforman y desnaturalizan: no se le pide solamente que mantenga el orden, que procure mecanismos para la resolución pacífica de los conflictos y que permita la libre expresión de la voluntad de los ciudadanos; no, se le pide mucho más: se le exige que lleve bienestar a todos, que redistribuya la riqueza y combata la pobreza, que dé empleo, salud, educación y hasta vivienda a toda la colectividad. Y aquí, aunque no lo parezca, radica el meollo del problema.
A partir de este punto, del momento en que la democracia se concibe como una gigantesca máquina de redistribución económica, comienza un ciclo que, retroalimentándose, termina generando graves problemas que aparentemente desafían toda solución. Los más pobres, cobrando conciencia de su fuerza electoral, reclaman cada vez con mayor intensidad que se les otorgue beneficios de toda naturaleza; y algunos políticos, evaluando bien el peso numérico de estos sectores, comienzan a hacer promesas que son acogidas con entusiasmo, pero que resultan imposibles de cumplir. Desde el gobierno se toman medidas económicas de corte populista, de corto plazo, que son bien recibidas por buena parte del público pero que lesionan la economía y resultan por lo tanto completamente ineficaces. La oposición política, por lo general, entra entonces a competir con los gobiernos, ofreciendo aún mayores beneficios a la masa de los necesitados y formulando promesas cada vez más amplias y, por lo tanto, más difíciles de cumplir. Las campañas electorales se van convirtiendo en torneos donde cada partido trata de sobrepasar a los restantes en sus vanos ofrecimientos de proporcionar más y mejor educación, mayor atención a la salud, subsidios directos a los más pobres por medio de programas asistencialistas, viviendas, seguridad social... en fin, todo lo que la gente quiere recibir sin dar nada a cambio. Porque los sistemas impositivos que tenemos en la región, por lo general, presentan una peculiar característica: sólo pagan impuestos directos las personas con mayores ingresos, las empresas y los empleados del sector económico formal; los pobres nada pagan, al menos directamente, aunque a través del IVA y otros impuestos similares ellos mismos contribuyen con no poco dinero para que el estado, luego, les otorgue gratuitamente lo que tanto anhelan.
Pero el sistema no funciona. La economía es ahogada por la presión impositiva y por una maraña de regulaciones burocráticas que impiden su rápido crecimiento; la salud y la educación quedan en manos de estructuras burocráticas, muchas veces controladas por los sindicatos, que proporcionan servicios de baja calidad y, por lo general, no llegan a toda la población; las ayudas directas, los alimentos o el dinero que se entrega a quienes supuestamente son los más necesitados no alcanzan y por lo general terminan siendo condicionadas políticamente: son dádivas que alivian en algo la miseria pero resultan por completo incapaces de solucionar el problema de la pobreza, pues nadie escapa de esa situación con sólo recibir algo de dinero. Para salir de la pobreza se necesita un crecimiento económico general, basado en fuertes inversiones, que aumente la productividad y, entonces, se traduzca en salarios mejores.
El estado, en estas condiciones, se va convirtiendo en esa extraña maquinaria a través de la cual todo el mundo trata de vivir a costa de los demás, como ya lo expresara Frédéric Bastiat hace más de 150 años. La corrupción se extiende: con tanto dinero circulando a través de infinidad de programas, con tantos funcionarios a cargo de entregar dádivas y subsidios, crecen las tentaciones y las posibilidades de apropiación indebida de los fondos públicos. Una descomposición moral –lenta y gradual, pero no por eso menos perniciosa– va corrompiendo todas las instancias de la vida pública, lo que despierta el natural repudio de la ciudadanía. Ningún político, sin embargo, se atreve a criticar estas profundas deformaciones del sistema: no lo hacen porque resultaría suicida. ¿Puede alguien ganar una elección, en este siglo XXI, prometiendo reducir o eliminar los subsidios directos, que tanto pesan en los presupuestos públicos? ¿Puede combatirse eficazmente la corrupción cuando el mismo sistema se ha convertido en una máquina para repartir el dinero de otros? Muy por el contrario, para triunfar en una democracia se necesitan votos, muchísimos votos, y estos se obtienen ganándose la buena voluntad de quienes piensan que, apoyando a determinado candidato, conseguirán más ayudas y mejores servicios.
A largo plazo, las democracias redistributivas, al menos en los países de economías más frágiles, resultan así por completo inviables. Por un lado, pueden degenerar, como ya apuntamos, en sistemas de tipo personalista y autoritario que luego resultan casi imposibles de revertir; por otro lado, y éste es por ahora el caso más general en la región, generan un ambiente muy poco favorable para su consolidación debido a dos cuestiones de suma importancia: el aumento de la corrupción y el abandono de las funciones esenciales del estado.
Este último fenómeno es, a pesar de que no sea ésta la percepción generalizada, el que produce peores resultados en el largo plazo para la vida del ciudadano corriente. El discurso político prevaleciente –la actitud que, podríamos decir, es la políticamente correcta en estos tiempos– enfatiza las funciones sociales del estado pero recela de su actividad como proveedor de seguridad, paz y justicia. Erróneamente se concibe que aumentando los presupuestos de la educación se obtendrá un rápido desarrollo económico, pero se deja de lado el hecho de que sin seguridad ciudadana no hay manera de lograr el progreso, especialmente de aquellos que menos tienen.
Así, se crea una paradoja cargada de consecuencias peligrosas: el estado crece, pero a la par va abandonando sus funciones esenciales. Cada vez es menos un estado en el sentido riguroso del término –una organización compleja destinada a proveer ese servicio esencial que es la seguridad ciudadana–, pero cada vez se arroga más funciones; se sobrecarga de personal, es más caro, más difícil de supervisar y corrupto. Lo anterior se aprecia con especial claridad cuando consideramos el caso de los programas sociales de tipo asistencialista, muy en boga en la región, que son una muestra extrema del tipo de mentalidad que estamos criticando.
Los programas asistencialistas se basan en transferencias directas de dinero o de bienes a los más necesitados, con el objetivo manifiesto de reducir la pobreza. Pero su implantación produce consecuencias realmente negativas, tanto en la economía de las naciones como en el sistema político en general. En primer lugar, y ante todo, porque no sirven realmente para eliminar la pobreza: las modestas sumas de dinero que se entregan resultan un alivio para quienes están en situación de necesidad, sin duda, pero obviamente resultan por completo insuficientes para modificar una situación de pobreza que deviene de la falta de ingresos propios, constantes, de cierta magnitud, de quien la padece. Tales ayudas podrán resultar útiles, quizás, en circunstancias especiales –como, por ejemplo, en el caso de ciertas catástrofes o situaciones adversas–, pero no tiene sentido concebirlas como un modo de erradicar un problema que se nutre de la escasa capacidad de generar riqueza que poseen nuestras sociedades, de la falta de inversiones y de tecnologías apropiadas, de la carencia de una infraestructura que facilite los intercambios y el desenvolvimiento económico en general. La pobreza es un problema estructural, es ante todo falta de riqueza, por eso sólo puede ser superada por medio de un aumento general de la producción de bienes y servicios, de una mayor productividad y de un ambiente apropiado para el despliegue de las capacidades e iniciativas de la gente. Podrá decirse que, en todo caso, tales transferencias contribuyen, aunque sea en escasa medida, al bienestar de los más necesitados, pero el argumento pierde mucho de su sentido cuando tomamos en cuenta los riesgos que dichos programas traen, como veremos de inmediato.
Para poder transferir dinero y bienes a los más pobres es preciso contar con inmensos fondos, pues el número de personas en situación de pobreza es muy alto en nuestras sociedades: un porcentaje nada desdeñable del total de la población. Esta circunstancia significa que, entonces, el presupuesto del estado se ve enseguida comprometido en buena proporción por esta política asistencialista: casi siempre representa el 10%, o más, de los gastos totales. Para obtener tales fondos, los estados deben adoptar una de estas dos soluciones: subir los impuestos –con el consiguiente perjuicio que se causa a la capitalización de las empresas, así como a sus posibilidades de inversión– o reducir otros gastos, principalmente los de seguridad, defensa y obras públicas. Lo más frecuente es que los gobiernos adopten a la vez ambas medidas, con lo que el efecto económico general se torna desastroso: disminuye la productividad general de la sociedad, de la cual depende en última instancia el nivel de los salarios, y se reduce la seguridad ciudadana, con lo que se agravan los efectos del escaso crecimiento económico. En algunos casos, los gastos sociales de este tipo se financian, en parte, con un aumento de las emisiones monetarias, lo que causa una subida de precios que, a su vez, afecta siempre en mayor medida a los más pobres; o bien se aumenta el endeudamiento del estado, lo que posterga los problemas financieros pero redunda en un empobrecimiento de las generaciones venideras.
A todo esto hay que agregar tres condicionamientos que, en el fondo, resultan la peor consecuencia de este difundido asistencialismo estatal: a) se alimenta la pasividad y la actitud de dependencia de las personas que reciben los subsidios, lo que dificulta que sean ellos quienes, por sí mismos, abandonen la situación en que se encuentran; b) en el plano político, los mandatarios olvidan muy pronto que los dineros que entregan provienen del resto de los ciudadanos y actúan como si ellos mismos hicieran una caridad generalizada; se arrogan la paternidad de esos programas y, en muchos casos, disponen de los fondos públicos como si fueran propios, con lo que ceban la creciente corrupción que afecta a nuestros países; c) por último, y también en el plano político, se crea una situación de hecho que se hace muy difícil de modificar, pues ninguna fuerza política, como decíamos, se atreve a censurar estos programas, mucho menos a proponer su reducción o su definitiva eliminación.
Todas estas consecuencias negativas, que de un modo u otro están vinculadas a casi todas las políticas sociales de los gobiernos latinoamericanos, se acumulan de un modo tal, que generan esa extendida frustración a la que nos referíamos, esa debilidad del sistema democrático en nuestra región y que está en el origen de los problemas políticos que nos aquejan.
3. Las democracias del siglo XXI
Si las democracias que existen en América Latina resultan frágiles y por lo general inoperantes, si muestran severas limitaciones cuando se las compara con algunas dictaduras, es porque se trata de unos regímenes que, respetando algunos rasgos externos de las democracias liberales, son en el fondo contrarios a la libertad personal e incapaces de suministrar a la ciudadanía los servicios básicos que debe proveer todo estado.
En el carácter redistributivo de las democracias actuales está la raíz de muchos de los problemas que soportamos. Porque la maquinaria política, concebida para repartir entre unos lo que quita a otros, se envilece a medida que se convierte en una competencia por exigir más al estado, como si éste fuese una entidad supraterrenal capaz de contentar a todos. No son sólo los subsidios directos lo que agota su capacidad financiera, sino un vasto complejo de provisiones, que van desde la educación a la salud, así como el mantenimiento de decenas de organismos burocráticos de toda índole. Así las cosas, se descuida lo que es esencial a la naturaleza de la institución estatal: la seguridad y la justicia. Y esta debilidad, esta inoperancia, no sólo se manifiesta en el plano de unas finanzas públicas siempre en tensión, sino que se extiende al plano de lo moral, de lo ideológico, de la filosofía misma de la función pública: el estado que conocemos en estas tierras es una maquinaria que asume una cara benevolente, que trata de conformar a todos, que navega entre las promesas incumplidas y la corrupción, que es incapaz de trazar una delimitación clara de sus funciones y, por lo tanto, invade cada vez más la esfera de lo individual.
En estas debilidades de las democracias modernas podemos encontrar la explicación a esa especie de fascinación con que muchos hoy recuerdan dictaduras pasadas. Porque en las dictaduras, casi de cualquier tipo, es raro que se descuiden las funciones de defensa y seguridad: a casi todo dictador le interesa que reinen el orden y la seguridad, porque así está en mejores condiciones de mantenerse en el poder y desbaratar las posibles conspiraciones de sus adversarios. En este ambiente de orden pueden suceder muchas cosas, claro está: puede desarrollarse una sana política económica, que favorezca el desarrollo de toda clase de actividades productivas, o puede en cambio ejecutarse una política demagógica que trate de otorgar prebendas a diversos grupos y refuerce el control del estado sobre la economía, haciendo así a los ciudadanos más débiles frente al poder. El caso extremo es el de las dictaduras comunistas que, apropiándose de todos los recursos y ocupándose de todas las actividades económicas, dejan a sus súbditos completamente desvalidos frente a las decisiones de los gobernantes. Sólo las dictaduras que separan nítidamente las esferas de lo político y lo económico, que aunque eliminen los derechos políticos permitan la libertad de producción, intercambio y consumo, pueden alcanzar un mayor desarrollo, como el que tuvo el Chile de Pinochet o la China de Deng Xiaoping. Apostar por la dictadura, entonces, es participar en una lotería incierta, donde la mayoría de los números llevan a la perdición pero unos pocos, en cambio, tienen el premio del crecimiento económico.
Reconocer estos hechos no significa, y esto es lo importante, convalidar las formas de democracia que prevalecen en este siglo que comienza. La democracia actual tiende, prácticamente en todos los países, a descuidar el delicado equilibrio de poderes que necesita un sistema republicano para no degenerar en un poder ilimitado de las masas de votantes que, guiadas por sus intereses a corto plazo, conviertan el sistema en uno de redistribución de ingresos cada vez más amplio y pernicioso. Los electores quieren seguridad, educación, salud, obras públicas y toda clase de bienes y servicios, y presionan a los gobiernos para que se los otorguen... pensando siempre que otros, los más ricos, por supuesto, pagarán con sus impuestos la factura.
En los países más ricos, que ya han alcanzado un nivel de vida satisfactorio para la mayoría de la población, estos objetivos se logran sin dañar demasiado la economía, sólo debilitando su crecimiento, aunque provocando a veces severas crisis, como la que todavía, en 2010, estamos soportando. La provisión de seguridad y justicia, sin embargo, queda generalmente intacta, por lo que el sistema, en general, logra mantenerse en funcionamiento, especialmente si se le hacen periódicos ajustes, como, por ejemplo, ocurre en algunos países escandinavos. Pero en sociedades menos ricas, como las de América Latina, donde la mayoría de los habitantes vive en condiciones de necesidad o de pobreza, las consecuencias pueden resultar en algunos casos increíblemente nefastas.
En primer lugar, porque la masa de los que tienen poco es capaz de producir resultados electorales que lleven a los gobiernos a extremar las políticas de repartición de ingresos, desequilibrando las cuentas fiscales y lastrando así el rápido desarrollo económico que necesita ese tipo de países. Y, en segundo lugar, porque, al obligarle a convertirse en una máquina benefactora, se provoca que el estado descuide sus funciones de seguridad y defensa, con lo que se crea un ambiente donde prosperan la delincuencia y la corrupción. Los ciudadanos, entonces, se frustran y, cuando se dan ciertas condiciones particulares, se entregan al discurso de demagogos socialistas que terminan por adueñarse del poder absoluto y cancelan toda división de poderes: las libertades democráticas se pierden sin que, en contrapartida, se logre un mayor progreso material.
¿Es posible salir de este círculo vicioso de promesas incumplidas, frustraciones acumuladas, inseguridad y gobiernos ineficaces? ¿Estamos condenados al dilema de elegir entre gobiernos débiles e ineficaces o demagogos que terminan convirtiéndose en dictadores? Creemos que no, aunque la solución tampoco puede alcanzarse de inmediato.
Lo que se necesitaría en América Latina es un regreso a los valores republicanos y a la visión de una democracia liberal en la que los gobiernos dejen de presentarse como benefactores sociales y, en cambio, asuman las funciones que hoy no cumplen y que toda sociedad necesita para prosperar: garantizar la paz y el orden, dar seguridad jurídica a todos y hacer respetar la ley, todo ello en el marco de un auténtico Estado de Derecho. Esta transformación requiere, ante todo, de un cambio de opinión, de una manera diferente de ver las cosas, y compete especialmente a los líderes y a los partidos políticos, a los académicos y a los periodistas, a todos aquellos que tienen un papel destacado en la formación de la opinión pública. No es nada fácil lograrlo, lo sabemos, pero quizás la reflexión sobre los males que hoy padecemos y los peligros que nos amenazan lleva a la reflexión sobre nuestro estilo de hacer política, a que cambiemos el orden de las prioridades y afrentemos el futuro sin engañarnos a nosotros mismos. Ese, y no otro, es el propósito de estas líneas que hoy entregamos a la consideración de los lectores.
[1] En este trabajo utilizamos el término dictadura sin hacer mayores precisiones sobre su contenido, aunque entendemos perfectamente que el concepto abarca una gran variedad de formas y matices que no debieran pasarse por alto. Lo hacemos de este modo para poder concentrarnos en el término opuesto: democracia, y no restar unidad a la exposición. Pero aceptamos que queda en pie una deuda con el lector, por lo que el autor promete, tan pronto como sea posible, elaborar otro texto complementario al presente donde se trate en mayor profundidad el problema de las dictaduras pasadas y presentes.

No hay comentarios.: