El lapso entre el final de la Convención Nacional Republicana el jueves y el inicio de la demócrata el martes es apto para caracterizar el momento político.
Porque, ¿cuáles son las conclusiones políticas de una convención henchida de grandilocuencia, de llamadas a la acción sin mayores explicaciones, un evento controlado (con una excepción) hasta en el más mínimo detalle? ¿Cuáles son las lecciones de esos Tres Días que Durmieron al Mundo, donde se evitaron las controversias y brillaron por su ausencia los planes concretos de gobierno?
¿Qué nos demuestra respecto al liderazgo nacional el que la estrella de la convención fue el espectáculo lastimoso, patético, denigrante, aplaudido a rabiar, de Clint Eastwood?
Apuntan - entre tantas cosas - a la división; una división incitada y enfatizada por el mero hecho de dividir al pueblo.
Al rencor y la hostilidad avivados como estados de ánimo óptimos para quienes retan al gobernante de turno, Obama.
Pero más que nada, el ambiente político después de la Convención Republicana apunta al gran fracaso de Barack Obama.
Su fracaso consiste en que no ha conseguido, para sus iniciativas y propuestas durante sus años de gobierno, el apoyo oficial de un solo republicano, aunque sistemáticamente, desde el inicio de su campaña en 2008, haya insistido en ello y para ello haya abandonado muchas de las posturas tradicionales de sus votantes.
La administración Obama modeló su plan de reforma de salud con base en lo que hizo Romney como gobernador de Massachusetts entre 2004 y 2006. Enmendó su plan presupuestario según las demandas públicas y tradicionales de los republicanos, intentó una reforma migratoria casi calcada de las propuestas del senador John McCain. Nada. Ni un voto republicano.
El GOP cerró filas, admirablemente controlado. ¿Por qué?
Precisamente porque estaba dividido. Sí, entre tradicionales y nuevos conservadores reflejados en el movimiento populista Tea Party.
Porque el espectro del cisma lo llevó a cerrar filas alrededor de posturas cada vez más extremas, rechazando su propia ortodoxia.
En ese contexto, el intento ininterrumpido de Obama de buscar aliados entre sus contrincantes fue también un un intento de dividir al GOP, de acelerar su crisis. Y resultó en lo contrario que intentaba: estimuló una carrera desenfrenada hacia la derecha y una faz unificada del partido.
Fracasó.
La escisión nunca sucedió. Para evitarla los moderados adoptaron las posturas de los extremistas. McCain tomó la decisión histórica con un viraje fortísimo al elegir al símbolo de la disidencia y el populismo arribista Sarah Palin, como su compañera de fórmula en las elecciones de 2008.
Y desde entonces el partido de Abraham Lincoln ha seguido su cambio acelerado.
Para evitar la crisis, juraron jamás apoyar al presidente.
Su lucha no fue solamente por volver a la presidencia conquistada en 2000. Fue también la de sus líderes tradicionales para asegurar su supervivencia política. Se mimetizaron. Se tornaron sombríos, irascibles, irrazonables, tensos. Quienes osaron confrontar al ala extrema pagaron con sus puestos en elecciones internas, a nivel estatal y nacional. Otros, cambiando, sobrevivieron.
Así, llegamos, con base en el fracaso de Obama de reclutar apoyo bipartidario, al discurso de
Y así, mientras caían los globos azules, blancos y rojos, mermaban también las esperanzas del país de cualquier reconciliación que no sea la rendición incondicional del adversario.
Porque una cosa que se repitió en la convención ya fenecida como mantra, especialmente por Romney, fue cierta.
"Sabes que algo está mal [con el Presidente]... cuando el mejor sentimiento que tienes es del día en que votaste por él".
Para sobrevivir, el partido republicano ejerció desde enero de 2009 una obstrucción sin fin al ejecutivo. Para avanzar, Obama dio un fortísimo viraje a posturas que eran republicanas hasta que los republicanos las abandonaron.
Entre una cosa y otra las diferencias en principios y posturas se fueron borrando gradualmente.
Por eso, sólo quedaron la hostilidad y la gritería.
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