Por: Yoani Sánchez
Gotas de sudor, baile, caderas en
movimiento, ojos insinuantes. Es de noche, en una fiesta habanera la
tensión erótica se siente como una presencia tangible, corpórea. Las
miradas se cruzan, los gestos pactan un encuentro en la oscuridad, los
labios acuerdan sin palabras la batalla de besos que llegará después. En
esta Isla, la sexualidad parece salirse por los poros y las esquinas,
brotar incluso del asfalto. Las ropas apretadas, las sonrisas
insinuantes, las frases lascivas destilan una sensualidad que impacta a
quienes visitan por primera vez Cuba. Da la impresión que a cada minuto
nos podríamos topar en mitad de la calle con alguna escena de alcoba. La
gente hace constantemente bromas alusivas al sexo y decenas de palabras
designan, en el lenguaje popular, a los genitales. Alguien recién
llegado a nuestra realidad creería que hemos dejado atrás todo tabú
alrededor del goce carnal y que hemos superado cualquier postura
timorata.
Sin embargo, detrás de esa explosión
visible de goce y placer se esconde una mentalidad pacata a la hora de
abordar el coito. El desparpajo que brota de los bailes y de las
expresiones contrasta con el rubor o el silencio si se trata de explicar
a los hijos la sexualidad o hablar seriamente del tema. También esa
desenvoltura sensual se topa de bruces con el encartonado discurso
oficial. Al gobierno cubano siempre le ha sido difícil manejar el
carácter demasiado lúbrico de sus gobernados. Al austero modelo
implantado en el país le hubiera venido mejor un hombre tremendamente
formal, con la cintura menos suelta. Pero también esa característica de
los cubanos ha sido muy explotada por la Seguridad del Estado, que
pesquisa las intrigas surgidas en las camas y las convierte en material
de extorsión. Cuántas veces no hemos escuchado decir: “a ese parece que
le tienen guardadas un par de fotos comprometedoras, porque está tan
calladito
”. Figuras públicas, diplomáticos, corresponsales extranjeros,
disidentes, generales y funcionarios espiados y documentados en el
ejercicio de amar y dejarse amar. Todo un archivo narrando poses,
encuentros e historias de almohadas para ser usado en el justo momento
en que alguien deba ser sacado del camino. Esa práctica ha sido tan
extendida que muchos cubanos intuyen que en mitad de un orgasmo puede
haber un ojo espiándolos desde el hueco de una puerta, una cámara
escondida en la lámpara del techo o un micrófono insertado en el propio
cuerpo del amante.
Esa mezcla de éxtasis y paranoia ha sido
muy bien narrada en la novela “La mujer del Coronel” de Carlos Alberto
Montaner. La historia está enmarcada en los años ochenta, cuando tropas
cubanas apoyaban al MPLA en la guerra de Angola. El coronel Arturo
Gómez recibe un sobre amarillo que contiene las pruebas de la
infidelidad de su esposa durante un viaje de ésta a Italia. A partir de
ese momento, la vida de ambos queda reducida a un expediente político en
manos de oficiales con ínfulas de detectives, representantes de una
supuesta moral revolucionaria que ven en el acto de ella una traición a
la patria. Lo íntimo pierde su condición de privado, el placer se
trastoca en culpa y cada gemido de satisfacción tendrá que ser purgado.
En un sistema totalitario, no es posible que un individuo atesore el
secreto de un adulterio. Hay que sacarlo a la luz pública, darle un
escarmiento, señalarlo con el dedo, hacerle saber que el ojo del Gran
Hermano ha visto su conducta casquivana y no se lo perdona. Si encima de
eso, la infiel es una mujer casada con algún militar o con un alto
funcionario, entonces el escarnio será ejemplarizante. La cama se vuelve
una trampa que termina en más control, las sábanas en redes de una
cacería política y el amor carnal en el desliz por el que aguardan los
verdugos ideológicos.
Este es un libro donde se analiza el
sexo y el poder. Su lectura develará al lector el espejismo de la
llamada moral revolucionaria, la falsedad de esa pose de ascetismo
militante. Quienes acusan a Nuria de adúltera evalúan su carne, clavan
la vista en sus redondeces a la espera de canjearle su cuerpo desnudo
por cierta misericordia. Pero, más allá de toda esa intromisión de lo
estatal en lo personal, “La mujer del coronel” es una novela de un
erotismo dulce que se escapa de la chata realidad de aquellos años de
subsidio soviético. Las escenas eróticas, muchas de las cuales nos
llegan a través de epístolas que le escribe el amante italiano a Nuria,
mezclan el impudor moderno y una majestuosidad sempiterna. Tal vez
porque una parte de ellas tienen como escenario a la ciudad de Roma,
salpicada de historia y sitios arqueológicos. Nuria experimenta fuera de
Cuba esa libertad de los sentidos y los deseos que sabe estrictamente
vigilada en su país. El profesor Valerio Martinelli la ayuda a
redescubrir a la mujer debajo de las poses, de las máscaras, del
oportunismo y de los silencios. Su liberación como ciudadana empieza en
este caso por el sexo, brota de su vagina.
Pero nadie que viva bajo un
totalitarismo puede escapar de su control. Incluso en el extranjero,
Nuria es seguida por la Seguridad del Estado. Su placentero acto de
emancipación carnal se convertirá en un expediente policial para
presionarla. La cama como la tentadora trampa en la que se cae una y
otra vez, como el premio que después traerá un grave correctivo.
La fogosidad de la protagonista, su
necesidad de expresarse en la cópula guarda mucha relación con el sexo
como escapada que tanto se practica en Cuba. La ausencia de espacios de
respeto para la libre expresión y asociación nos lleva a expresarnos en
gemidos, en espasmos. En lugar de lanzar un adoquín, nos desahogamos en
una felación; antes que demandar los derechos cívicos, metemos nuestra
lengua en otra boca... gesto que por demás no nos permite hablar
mientras lo hacemos. Acariciar por protestar, fugarse en un orgasmo para
no enfrentarnos a los antimotines... mostrarnos apasionados, ya que no
podemos mostrarnos libres. La cama como válvula de escape, hacia la que
nos empujan, pero también en la que nos vigilan y nos atrapan.
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