La madre de Michael Corleone
Griselda Blanco era una leyenda del narcotráfico colombiano
Desapareció del mundo hace ocho años tras cumplir una pena de cárcel en EE UU
Uno de sus enemigos la mató esta semana en una carnicería de Medellín
JOSÉ GUARNIZO ÁLVAREZ
Medellín
El 10 de febrero pasado, El Mono, un exsicario que hoy camina libre
tras pagar una condena de 12 años en Nueva York, escuchó que desde el
despacho de la Oficina de Instrumentos Públicos de Medellín (Registro de
la Propiedad), una empleada pregonó a voz en cuello: “Griselda Blanco,
pase a la ventanilla, por favor”.De la silla se desencorvó una anciana tarda, bajita, de pantalón sastre, pelo clareado por las canas y unas gafas oscuras y redondas, detrás de las cuales se velaba una buena parte de las facciones macizas de la cara.
El Mono no podía creer lo que estaba viendo. “No pueden existir dos Griseldas Blanco. Griselda Blanco solo hay una y esa es La Reina de la Coca”, pensó, mientras decidía si saludaba o seguía de largo.
El Mono había conocido a Griselda en 1976, cuando él tenía 17 años. Tal vez la última vez que vio a La Tía o La Madrina, como le decían a esta mujer desde entonces, fue hace más de treinta años en una fiesta que ella misma ofreció con el propósito de asesinar a cuatro de los invitados especiales.
“Subiendo por el corregimiento de San Cristóbal (a 11 kilómetros al norte de Medellín) ella tenía una casa finca hermosa. A veces dormía aquí, otras veces allá. La rumba ese día fue impresionante, con orquesta y todo”, recuerda El Mono. Hacia la mitad de la fiesta y en pleno salón principal, Griselda pidió que mataran a cuatro muchachos sospechosos de traición. “Les dispararon, recogieron los cuerpos, los montaron en una camioneta y se los llevaron para un botadero de basura”, prosigue. Lo que pareció extraído de una escena de El Padrino, fue lo que diría Griselda a continuación: “Aquí no ha pasado nada, ¡y que siga la fiesta!”. Fue así como los conserjes limpiaron la sangre, los músicos alistaron de nuevo los instrumentos, las copas se llenaron otra vez y los hombres volvieron a sacar a las damas a bailar. La rumba se prendió.
Es en este aparte de la historia que le pregunto a El Mono: “¿Quién tuvo más sangre fría? ¿Pablo Escobar o Griselda Blanco?”. Es de noche, estamos sentados en las bancas de un parque del barrio Laureles de Medellín y El Mono, quien en el pasado le hizo varios encargos a La Tía, piensa antes de contestar: “A la franca… ella. No sé si por ser mujer. El problema era este: Griselda primero mataba y luego investigaba”. Por orden suya iban y asesinaban. Y si la duda persistía, dejaba salir una frase y un resoplido: “Ah, bueno, ese ya se nos murió”.
Griselda Blanco nació el 15 de febrero de 1943, en Cartagena de Indias. Siendo adolescente llegó a Medellín, al barrio La Santísima Trinidad, hoy conocido como barrio Antioquia. Allá conoció a su primer marido, a quien apodaban Darío Pestañas. El periodista Alonso Salazar, en su libro La parábola de Pablo (Planeta), relata que “Pestañas llevó al altar a Griselda Blanco —caribeña, tronco de hembra, hija de prostituta—, que quedaría pronto viuda y se haría mítica en la guerra, porque en Trinidad, en el barrio de la Santísima Trinidad, la vendetta tuvo su primer escenario”.
“Aquí no ha pasado nada. ¡Que siga la fiesta!”, dijo La Reina de la Coca tras ordenar la muerte de cuatro traidores
Francisco Cifuentes Villa, uno de los primeros pilotos que tuvo a disposición Pablo Escobar, fue durante años dueño de los hangares 32, 77, 6 y 8C. La prueba de la relación de Cifuentes con la mafia solo se vino a confirmar el 2 de noviembre de 2010, cuando la Corte del Distrito Sur de la Florida de Estados Unidos le formuló a varios integrantes de la familia Cifuentes Villa cargos por narcotráfico.
Fue en ese suburbio que Griselda comenzó con el negocio de la coca, cuando Escobar era apenas un aprendiz de contrabandista. En el barrio Antioquia cuentan que había un zapatero muy famoso llamado Toño, al que La Madrina alguna vez le habría dicho: “Toño, necesito que cojás estos zapatos, me le coloqués estos tacones y me le metás este polvo. Y necesito que los zapatos del marido mío también me los llenés”.
Como fuere, en zapatos o no, Griselda comenzó a llevar cocaína a Miami hasta volverse rica de la noche a la mañana. Así, un puñado de pobres como ella se pasaron de barrio, compraron toyotas, BMW, y llevaron a sus hijos a compartir pupitres con la oligarquía, en un momento en el que el narcotráfico no tenía la condena social de hoy.
Las historias de las excentricidades de Griselda han florecido en libros y documentales. Ethan Brown asegura, en un perfil, que La Reina de la Coca llegó a comprar diamantes que alguna vez le pertenecieron a Eva Perón.
Carlos, un periodista veterano, que prefiere no ser citado, conoció en 1981, en los albores de primero de Bachillerato, la casa de Griselda en el barrio Laureles de Medellín. “Estudiaba con los sobrinos de ella: Mauricio y Edison Mahomed. Una vez nos llevaron a conocer la casa de su tía. Lo más impresionante fue ver cómo abrió la puerta principal con un control remoto. Eso, en aquel año, era una cosa de locos”.
Pero lo que llevó a Griselda a encarnar un mito horrendo, fue la relación con sus esposos. ¿Cuántos maridos mató? “Matado, matado… solo dos. Otro apareció muerto, pero nunca se lo lograron comprobar”, interviene El Mono.
El 3 de septiembre, sin quitarse el casco, un joven sacó un revólver y le metió dos tiros en la cabeza
A partir de ese momento se conoce que La Tía llevaba consigo algo más que la esquizofrenia. También, que bautizó a su cuarto hijo Michael Corleone, en honor de El Padrino; que luego asesinó a Jesús Castro, su amante; que el 17 de febrero de 1985 el agente especial de la DEA, Robert Pombo, la captura por fin en Irving, California; que estando presa intentó mandar secuestrar a John F. Kennedy Jr.; que fue condenada a 15 años de prisión y a pagar una multa de 25.000 dólares; que en 2004 salió de la cárcel y la deportaron a Colombia; que no se volvió a saber de ella; que los periodistas la buscaron sin suerte; que aquel día que El Mono se la encontró en la Oficina de Instrumentos Públicos al fin se decidió a saludarla y que ella casi no lo reconoce; que le dio el teléfono, pero nunca la llamó porque no quería volver a saber nada de Griselda ni de estar de nuevo a su lado, porque después de tantas guerras sabía que tarde o temprano la iban a matar.
El fin de Griselda Blanco, de 69 años, llegó el pasado 3 de septiembre. Ella había ido al otro extremo de la ciudad a comprar carne. Nadie la conocía, nadie sabía que en aquella viejita desabrigada, de unos gestos amables que no le conocieron sus víctimas, estaba buena parte de la historia de terror que pervivió por casi dos décadas en Medellín, Miami y Nueva York.
Ahí estaba La Reina de la Coca, ensimismada, viviendo su otoño anónimo, sentada en una banqueta que los trabajadores de una carnicería del barrio Belén, al suroccidente de Medellín, le ponían a disposición cada vez que iba. Todavía se preguntan los investigadores de la Policía qué iría a hacer Griselda con los 300.000 pesos (unos 130 euros) de carne que pidió que le facturaran.
Eran las tres de la tarde cuando entró un joven que, sin quitarse el casco de motocicleta, comenzó a mirar para todos los lados buscando a Griselda con la mirada. Entonces se dio vuelta, la observó de arriba abajo, sacó un revólver y le descargó dos tiros en la cabeza.
Poco duraría Griselda viva. A la media tarde falleció en un hospital cercano, ni tan millonaria ni tan pobretona como en su juventud.
“¿Pobre? Oigan a este man, más pobre somos usted y yo. Ella andaba montada en su mazdita (un Mazda 6, negro) y cobrando la plata de los arriendos de las propiedades que todavía tenía. Estaba vendiendo un edificio de 1.500 millones de pesos”, dice un agente de la Policía, dejando salir toda su sorna concentrada.
Dos días después, su cuerpo, encriptado en un ataúd de arabescos dorados, entró al cementerio Jardines de Montesacro, la misma tierra en la que se hundieron los huesos de Pablo Escobar. Dos buses cargados de muchachos del barrio Antioquia, ese suburbio en el que Griselda se hizo puta, jíbara, traficante, asesina de maridos y de enemigos, pero también benefactora de niños en Navidad y hasta tía adoptiva, llegaron para despedirla.
Griselda encarnó una de esas fábulas vergonzosas que ennegrecen el pasado de Colombia. Basta ver a los deudos, pasándose de mano en mano una garrafa de aguardiente y lanzando gemidos de dolor: “Tía, no se vaya”, testificaron dos periodistas que asistieron al sepelio y a los que les prohibieron tomar foto alguna.
Los restos de Griselda quedaron a 120 pasos de la tumba de Pablo Escobar, ese que conoció de joven en una gallera de barrio Antioquia, ese al que le dio la clave perversa para hacerse rico.
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