06 septiembre, 2012

La maldición de los Hemingway

  Víctor Núñez Jaime

El nieto del célebre escritor acaba de publicar 'Los Hemingway, una familia singular', inusitado retrato de su padre, el travesti hijo de Ernest, y una desmitificación incluso de la “rudeza y virilidad” de su abuelo.
México • Una mujer camina desnuda en la orilla de la carretera. Se dirige a Cayo Virginia, en las costas de Miami. Pasan de las cuatro de la madrugada, acaba de salir de una fiesta y en una mano lleva un vestido y unos zapatos de tacón. Está a punto de cumplir 70 años y sus flácidas carnes no llaman la atención de los pocos automovilistas que conducen a toda velocidad. Miami siempre está lleno de cosas raras. Y más a esta hora. Pero conforme ella avanza, el cansancio la invade. También la resaca por beber tanto alcohol. Así que se detiene un poco y el sueño termina por vencerla.

Cuando despierta, se da cuenta que el sol ya le ha dejado la piel bastante roja. Tiene sed y la cabeza está a punto de estallarle. Con todo, hay que emprender de nuevo la caminata. Un par de minutos después voltea y ve a lo lejos una patrulla. Intenta vestirse. Demasiado tarde. Un agente ya está delante de ella, la interroga y, al no encontrar explicaciones coherentes, se la lleva a la Comisaría. No por mucho tiempo, porque la trasladan al Centro Correccional de Mujeres del Condado de Miami-Dade. Es que no es la primera vez que comete “faltas a la moral”.
No obstante, ella piensa que pronto saldrá. “Siempre es así”. No le avisa a ningún familiar ni a ningún amigo. ¿Para qué? Todos saben que cuando desaparece durante más de dos días significa que está en la cárcel. Por poco tiempo. Pero también está consciente de que ya no es como antes. Está enferma (siempre lo ha estado) y los años pesan. Se da cuenta cuando, de pronto, en medio de la mugrienta celda, un intenso dolor comienza a invadirla. Es un infarto. Y es mortal.
Entonces, a comienzos de octubre de 2001, el suceso salta a los medios de información: la anciana mujer se hacía llamar Gloria, a veces Vanessa, tenía un trastorno maniaco-depresivo, había sido biológicamente hombre hasta 1994 y era hijo del célebre escritor Ernest Hemingway.
Gregory Hancock Hemingway (1931-2001) fue el segundo hijo que el autor de El viejo y el mar tuvo con su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, y fue el padre de John Hemingway, quien ha escrito un revelador y dramático retrato de familia, publicado ahora en español. John estudió Historia en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA), ha sido traductor, profesor de inglés, colaborador de la prensa italiana y en Los Hemingway, una familia singular (Planeta, 2012) es un hijo que habla con cierta distancia acerca de las serias dificultades vividas por su padre. Greg, dice, “sufría psicosis maníaco-depresiva, se travestía, y terminó por someterse a una operación de cambio de sexo. Bebía y se metía en peleas; pasó cierto tiempo en la cárcel; pero, sobre todo, echaba terriblemente de menos a su padre. Lo extrañaba y lo odiaba a la vez. Lo odiaba y se culpaba a sí mismo por el suicidio de Ernest en 1961. (…) Nunca superó su miedo infantil a ser abandonado. Se casó cuatro veces y con cada divorcio revivía, casi de manera ritual, la pesadilla de no tener a nadie de quien depender. Se deprimía, descuidaba su salud y su apariencia y, por lo general, salía de dicho estado después de una serie de tratamientos de electrochoque”.
Sus problemas comenzaron a la par de su nacimiento. El día que Greg vino al mundo, “supuso una doble decepción para Ernest. Él quería una niña (…). Pauline, como siempre, estaba desesperada por complacer a su marido, así que si mi abuelo estaba desilusionado, ella también”. Trataba a su pequeño hijo como “una mierdecilla” y le parecía lo peor que pudiera pasarle a una madre. Por eso, “mientras que Greg se debatiría durante toda su vida entre lo bueno y lo malo de su padre, no había posibilidad de perdón para su madre. Ella lo había abandonado o, aún peor, nunca lo había considerado su hijo y le había prestado poquísima atención a los años formativos de su educación”.
De manera que, a partir de este hecho, John comienza a “armar el rompecabezas de la loca existencia de Greg”, no sin antes aclarar con sinceridad: “Entiendo lo que Greg debió pasar, ya que mi propia madre es esquizofrénica y nunca pude permitirme el lujo de mantener una relación estrecha con ella. Recuerdo que, cuando yo era niño, ella siempre estaba al borde o recuperándose de una crisis nerviosa, bebiendo y diciéndonos, mientras saltábamos de un motel a otro, que éramos mucho más importantes que los Kennedy”.
John y su hermano Patrick eran unos niños cuando su madre quiso convertirse en monja y pedir a la Iglesia que encontrara alguna familia que pudiera hacerse cargo de sus hijos, ya que su esposo se pasaba los días vestido de mujer en los bares de Montana. Pero Les Hemingway, hermano del Premio Nobel 1954, decidió acogerlos en su casa. Los niños crecieron ahí y, ante el abandono de la madre, John centró todas sus emociones en su padre y se ocupó de conocerlo a fondo.
En el libro, John dedica un capítulo a establecer las semejanzas entre su padre y su abuelo. A desentrañar, sobre todo, la conflictiva relación que ambos tuvieron y el “mito” del famoso escritor. Se detiene en algunos aspectos de su biografía y de su obra literaria para desmontar la imagen del Ernest “macho, cazador, pescador, guerrero y gran amante”. Después de revisar (únicamente) el manuscrito original de El jardín del Edén, cuyos protagonistas son uno de los más claros ejemplos de la “ambigüedad sexual”, afirma: “Ernest no se travestía como su hijo, pero lo que está claro es que sí pensaba como él. Así lo demuestra la tendencia andrógina de sus personajes”. Además, concluye, “cuando era pequeño, a mi abuelo lo convirtieron en ‘gemelo’ de su hermana mayor, Marcelline. Llevaba la misma ropa que ella y, por lo general, lo trataban como a una niña. (…) Cuando al fin descubrí el travestismo de mi padre, yo ya había establecido el vínculo entre Greg y Ernest y había decidido que si mi abuelo usaba vestidos cuando era niño, entonces era lógico que mi padre hubiera hecho lo mismo en su infancia, aunque, hasta donde yo sé, no fue así”.
Luego se ocupa de la relación padre-hijo citando algunas de las duras cartas, llenas de reproches, que se mandaban Ernest y Greg. Por ejemplo, el 13 de noviembre de 1952, Greg escribió: “(…) Cuando todo se sume, Papá será sólo: escribió unas cuantas historias buenas, tuvo una perspectiva de la realidad novedosa y fresca y destruyó a cinco personas. (…) Has tenido demasiado éxito y te has hecho demasiado grande ante tus propios ojos como para ni siquiera pensar en cambiar. Pero cambia hacia a mí, cabrón. (…) Todo esto es la verdad y sé que te dolerá y que me borrarás de tu cabeza, pero tal vez tu cabeza esté mejor así. Creo que he sido una espina en tu conciencia durante mucho tiempo”.
Cinco días más tarde, el 18 de noviembre del mismo año, Ernest responde: “(…) He descubierto por tus cartas, si no lo sabía ya antes, que no siempre soy un personaje agradable. Pero no soy un monstruo empapado en ginebra que va por ahí destrozando las vidas de las personas”.
¿Por qué se distanciaron y se llevaban mal? Todo tuvo que ver, dice John, “con que Greg se vistiera de mujer y con la vergüenza que ambos sentían a causa de sus respectivas tendencias al travestismo”.
Un día, cuando Greg tenía 12 años, Ernest lo sorprendió probándose un par de medias de su madre. “Mi abuelo no dijo nada, pero mi padre se dio cuenta de que Ernest estaba horrorizado”. A partir de entonces, el trato entre ambos cambió. Greg creció, estudió medicina y empezó a conquistar chicas. Él “gustaba a las mujeres, y a él le gustaban ellas. Ni siquiera después de la operación de cambio de sexo mostró interés alguno en los hombres. Era heterosexual, sí, pero ambiguo”, cuenta su hijo.
Greg tuvo cuatro esposas y siete hijos. A principios de los años noventa del siglo pasado se implantó unos pechos y luego se realizó la operación de cambio de sexo. Unos años antes, en 1985, John vio por primera vez a su padre vestido de mujer. Fue a visitarlo a Montana, pero cuando llegó el departamento estaba vacío. Esperó unos minutos y, de pronto, vio aparecer a un hombre de labios color cereza, con peluca rubia, un vestido de lentejuelas y zapatos de tacón. “Tenía una apariencia tan absolutamente masculina, tan ridículamente infemenina, con aquel vestido, con las pantorrillas musculadas y depiladas que lo impulsaban escaleras arriba, que me pregunté a quién estaba intentando engañar”. Greg se bañó, se puso un pantalón color caqui y un polo, invitó a su hijo a desayunar a un restaurante cercano y le contó su sufrida vida. John supo entonces que ser un Hemingway consistía en algo más que la caza, la pesca y las historias de guerra.

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