La pregunta del título me la inspiró el propio
Fidel Castro, cuando el 28 de marzo pasado le preguntó a Benedicto XVI: “¿Qué
hace un Papa?” Más allá de lo infantil de la interpelación, ésta me hizo
reflexionar en qué diría cualquier presidente si indagáramos sobre su agenda,
cómo narraría un dignatario su día a día. De seguro incluiría en su cronograma
la participación en los consejos de ministro, el recibimiento de otros
mandatarios, la supervisión de las funciones del estado, la presencia en los
actos públicos y algún que otro discurso en fechas señaladas. Haría la larga
lista de sus responsabilidades, de sus compromisos, de las ajetreadas jornadas
en el palacio presidencial y de las difíciles discusiones en el congreso o en
el parlamento. Quizás hasta inscribiría en esa relación las inauguraciones de
fábricas o de sitios de interés social y más de una conferencia de prensa en
los medios nacionales.
Si se trata de un estadista con marcada
tendencia populista, probablemente tendrá que dejar tiempo para hacerse las
fotos cargando niños, las instantáneas en medio de un baño de multitudes y las
filmaciones repartiendo refrigeradores, ollas arroceras o calentadores de agua.
Pondrá en la lista de sus actividades diarias los prolongados discursos, las
intervenciones variopintas donde lo mismo habla de genética frente a un
auditorio repleto de científicos que de pastoreo intensivo de vacas ante
campesinos curtidos por el sol. Pues para esos ególatras de la política, la
silla presidencial es como un escenario sobre el que cada día tienen que
representar un fastuoso e intenso espectáculo. De manera que dividen sus
jornadas en tareas realmente ejecutivas y en labores de auto promoción, en
evidentes pavoneos para mantenerse en el poder. Pero ¿qué pasa, cuando el
máximo dirigente de un país no da evidencias de cumplir ni siquiera con una
pequeña parte de su agenda? ¿Qué hacer cuando los ciudadanos no tenemos el
mínimo mecanismo para saber si nuestro presidente está trabajando o no?
A lo largo de lo que va de 2012, Raúl Castro
ha dado muy pocas muestras de laboriosidad en su cargo. Si contabilizamos las
horas que ha aparecido en público, las intervenciones que ha hecho y los viajes
que ha realizado… tendríamos que concluir que su productividad es bajísima. Las
repetidas inasistencias a citas internacionales, cumbres y reuniones
regionales, se amontonan en su menguado haber. Apenas una breve gira
internacional, en los ocho meses transcurridos de este año, a países
probadamente aliados como China, Vietnam y Rusia. Pero agreguémosle a eso su
casi nulo desplazamiento en el propio territorio cubano. No estuvo en la
provincia de Sancti Spiritus a finales del mes de mayo para comprobar con sus
propios ojos los estragos dejados por las inundaciones. Tampoco se personó en
la zona de Granma donde -después de un siglo sin reportarse casos- ha empezado
un brote de cólera con varios fallecidos hasta el momento. Ni hablar de que
haya ido a algunos de esos hospitales habaneros o camagüeyanos en los que se
amontonan centenares de contagiados con el dengue. Puede decirse que sus
comparecencias públicas se han reducido a darles la bienvenida a muy contados
mandatarios extranjeros, un discurso durante la 1ra Conferencia del PCC a
finales de enero, otro en la Asamblea Nacional en julio pasado y unas breves
palabras en el acto por el asalto al Cuartel Moncada. Fuera de eso, no tenemos
ninguna constancia de que el General Presidente esté asumiendo sus
responsabilidades o –por el contrario- se encuentre de vacaciones permanentes.
Sobre todo porque nada apunta a que lejos de los focos y de las luces, el
otrora ministro de la Fuerzas Armadas esté desarrollando una frenética
actividad política y organizativa. La lentitud de las reformas raulistas
desmienten esa posibilidad.
Vale la pena aclarar que no se trata de
reclamar que el actual gobernante cubano mantenga la misma omnipresencia que su
hermano tuvo en los medios masivos nacionales o en los más ínfimos detalles de
la vida de once millones de personas. Tampoco que, en una actitud francamente
demagógica, empiece a hacernos creer que está al tanto de todo cuando en
realidad pasa más tiempo de ocio que de trabajo. No se trata –para nada- de
eso. Pero el ejercicio de un cargo ejecutivo implica movilidad, eficiencia,
largas jornadas laborales y abnegación. Si este hombre de 81 años no logra
completar su agenda presidencial porque su capacidad física o mental no se lo permite,
entonces que renuncie. Un país no puede administrarse de “Pascuas a San Juan”,
desde el sofá de descanso de palacio y mucho menos dando la cara sólo en fechas
significativas.
En febrero de 2013 le corresponderá a Raúl
Castro –según él mismo decretó- comenzar su segundo período de mandato, después
de haber heredado el poder por vía sanguínea. Tiene entonces la posibilidad de
renunciar a la continuación en su cargo, dada su evidente incapacidad para
llevar a cabo las altas responsabilidades que conllevan dirigir un país. Podría
dejar el puesto vacante para algún sustituto… que muy probablemente designará
él mismo. Pero en caso de que decida seguir y se aferre al poder ¿Serán otros
cinco años de esporádicas apariciones y de contadas comparecencias públicas?
¿De largos silencios y ausencias en los momentos y los lugares de crisis? Un
nuevo período de tener que preguntarnos con sorna: ¿Qué hace un presidente? ¿Qué
hace ÉSTE presidente?
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