por Mary Anastasia O'Grady
Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.
En el último debate presidencial entre los candidatos a la Casa Blanca, Mitt Romney
prometió que si es elegido el 6 de noviembre, el primer día etiquetará a
China como "un manipulador de divisa". También prometió poner mayor
atención al comercio con América Latina, señalando que la "economía de
la región es casi tan grande como la de China".
Para ser consistente, Romney debería señalar en su segundo día a la Reserva Federal, dirigida por Ben Bernanke, por emprender su propia manipulación monetaria mediante una "relajación cuantitativa"
que mina el valor del dólar en relación a las monedas de América
Latina. Después de todo, nadie puede esperar una relación comercial
saludable con la región si la Fed está presionando a los socios
comerciales de EE.UU. hacia devaluaciones de monedas competitivas.
Pero esa no es la principal razón por las que un nuevo presidente de
EE.UU. debería querer apretar las riendas de la Fed. La mayor
preocupación es la advertencia que lanzó Christine Lagarde, directora
gerente del Fondo Monetario Internacional, durante la reunión de la
institución en octubre en Tokio. El dinero fácil de los bancos centrales
de los países desarrollados, apuntó, crea el riesgo de "burbujas de
precios para los activos" en las economías emergentes.
Si la historia sirve de guía, es probable que dichas burbujas lleven a
crisis financieras, lo que a su vez produce un retraso en el
desarrollo. Aparte del daño que eso produce en países de ingresos medios
como Brasil, las crisis financieras de los mercados emergentes también
perjudican los objetivos económicos y geopolíticos de EE.UU.
Desde septiembre de 2008 y hasta fines de 2011, la Fed de Bernanke
creó US$1,8 billones de dinero nuevo. Pero los estrategas de la Reserva
Federal apenas estaban calentando. En septiembre anunciaron que
iniciarían una tercera ronda de relajación cuantitativa, es decir, más
creación de dinero, aparentemente para impulsar el crecimiento y reducir
el desempleo, a un ritmo de US$40.000 millones al mes sin un plazo
fijo.
Con tanto dinero circulando en los bancos estadounidenses y con una
tasa de referencia cerca a cero, los inversionistas están teniendo
dificultades para obtener una rentabilidad decente. La búsqueda de
retornos ha ocasionado un flujo de dólares hacia los mercados emergentes
donde al ser convertidos a las monedas locales, ejercen presión alcista
sobre las tasas de cambio.
Brasil ha experimentado esto en varias ocasiones. El ministro de Hacienda brasileño, Guido Mantega,
se ha quejado implacablemente sobre la entrada de dólares porque desde
su punto de vista, el valor relativamente más alto del real es
perjudicial para Brasil.
En sus declaraciones en la reunión del FMI en Tokio, Bernanke sugirió
que las economías emergentes deberían simplemente dejar que sus monedas
se aprecien en lugar de "resistir" las valuaciones a través de "gestión
de divisas". Impedirlo, señaló, puede significar "susceptibilidad a la
inflación de importaciones", lo que haría más pobres a los brasileños.
Bernanke tiene razón en un punto. La economía de Brasil está siendo
frenada por demasiada intervención del gobierno, no por un real fuerte.
De hecho, la búsqueda de una moneda débil para impulsar las exportaciones es contraproducente si la meta es el desarrollo. Como Manuel Hinds, el ex ministro de Hacienda de El Salvador, escribió hace poco en Quartz, una nueva publicación en línea de la revista Atlantic:
el auge brasileño en la producción industrial, que fomentó la idea de
que (Brasil) se convertiría en el motor del mundo, "vino del flujo de
dólares que tanto odia Mantega".
Pero la postura desdeñosa de Bernanke hacia las economías emergentes
no logra dar en el principal punto. Como lo destacó Hinds, "la
prosperidad excepcional durará siempre y cuando los dólares sigan
entrando". Y ese es el problema. El auge es una valuación
artificialmente alta de la economía de Brasil, algo que se da solo
porque Bernanke ha inundado el mundo con dólares.
El problema de sostenibilidad es preocupante. Como lo señaló la
semana pasada Mervyn King, el gobernador del Banco de Inglaterra:
"Cuando los factores que llevan a una desaceleración son duraderos, sólo
una inyección continua de estímulo (monetario) bastará para sostener el
nivel de actividad real. Obviamente, esto no puede continuar de forma
indefinida".
En un mundo perfecto, el fin de un flujo de dólares —o un retroceso en el alza de los precios de los commodities
cuando las expectativas de los inversionistas empiecen a cambiar—
simplemente resultaría en una desaceleración económica. Pero los auges
casi siempre están acompañados por expansiones de crédito y Brasil no es
diferente. Desde 2004, el crédito bancario ha crecido a 167% del
Producto Interno Bruto (PIB) frente a 97%.
¿Qué pasa cuando una economía apalancada, que se ha alimentado de una
política monetaria cómoda, de repente descubre que le han cerrado el
grifo? Pregúnteles a los estadounidenses que se vieron afectados por la
política de la Fed en 2007.
En Tokio, Bernanke le habló al mundo de la misma forma que el ex
secretario del Tesoro de EE.UU. John Connally habló durante la cumbre
del G-10 en Roma en 1971 después de que Washington abandonara los
acuerdos de Bretton Woods que enlazaban el dólar al oro: supérenlo.
Nosotros hacemos lo que queremos.
Esa actitud no fue constructiva para los estadounidenses o el resto
del mundo. Si algún futuro presidente de EE.UU. intenta restaurar el
prestigio estadounidense en el liderazgo económico, la restauración de
la credibilidad de la Fed como un gestor responsable de la moneda de
reserva del mundo es un primer paso necesario.
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