Lydia Cacho
No
estoy dispuesta ni lo estaré nunca a celebrar el asesinado de nadie. Lo que
estoy es convencida de que quienes cometen delitos deben pagar por ellos de
acuerdo a las reglas jurídicas establecidas para quien incurre en conductas
antisociales.
Que
desde los asesinos hasta quienes comete peculado deben pagar, como bien lo
exige la ley, con la privación de la libertad y las multas correspondientes. Lo
mismo aplica para quienes utilizando el poder que les confiere un puesto
público, debilitan a las instituciones con el tráfico de influencias, llevan a
cabo negocios sucios, ejercen nepotismo, lavan dinero, o robustecen sus
fortunas personales dejando en quiebra a sus ayuntamientos y estados,
traicionando a la sociedad entera. El mismo rasero para toda la sociedad.
Dicho lo anterior debo confesar que a mi,
como a millones de personas, las declaraciones que Humberto Moreira hizo hoy me
dejaron pasmada. Y sí, seré políticamente incorrecta, pero debo decir lo que
muchos piensan y callan por pudor. En
medio de su auténtico dolor por la trágica muerte de su hijo, Moreira es el
mismo cínico de siempre. Declaró “Mi hijo es un muerto más de
esta guerra, unos desgraciados le dieron dos balazos en la cabeza”.
Cuando el ex gobernador que dejó a Coahuila
en un estado financiero calamitoso, por no hablar de la impunidad y violencia
rampante, dijo estas palabras y acto seguido aprovechó para asegurar que se le
había calumniado, pero que esto sí, no lo va a perdonar.
Y debo decir que si su hijo fuera un muerto
más de esta guerra, él estaría como el resto de los padres y madres, haciendo
fila, lleno de ansiedad y angustia, para que la procuraduría estatal recogiera
su caso antes de los otros dos mil pendientes. Si su hijo fuera otro más no
hubiera sido contratado por su tío como coordinador regional de la Sedesol
estatal. Si su hijo fuera una víctima más de esta guerra, seis horas después de
su asesinato no habrían 23 funcionarios públicos federales coordinándose para
llevar a cabo una estrategia de seguridad.
Si el padre de joven asesinado fuese un
hombre común, sin poder político (con averiguaciones previas abiertas y
acusaciones sobre corrupción y otros probables delitos), las autoridades
federales no solamente le hubiesen negado la ayuda, sino hubiesen dicho, como
dicen de miles de jóvenes pobres y desconocidos que han sido ultimados en
pueblos del norte del país, que seguro andaba en malos pasos, o de plano García
Luna y Cárdenas Palomino lo habrían tachado como un narco más en su larga lista
de muertos acusados falsamente.
Si el hijo de Moreira fuese uno más de esos
miles de asesinados de esta guerra, Poiré, el mismísimo secretario de
Gobernación, no le hubiera tomado la llamada al padre. Tampoco hubiese sucedido
lo que sucedió: horas después de su muerte se conformó un grupo de trabajo con
autoridades estatales y federales que se comprometieron a esclarecer los hechos
a la brevedad posible, y castigar a los responsables.
Si fueran víctimas normales, como nos
asegura Moreira, no se habrían reunido en menos de seis horas Victoria Pacheco,
la subprocuradora de Control Regional de la PGR, con el General Luis Arturo
Oliversen, Jefe del Estado Mayor Presidencial de la Sedena y el Almirante José
Santiago Valdés, Jefe del Estado Mayor General de la Armada de México.
Y como no es un joven común, sino el hijo de
una privilegiada clase
política, también llegaron a esa pronta reunión el director
general del Cisen Jaime Domingo López (responsable de la Seguridad Nacional),
el Comisario de SSPF, Luis Cárdenas Palomino, y el comandante de la novena
región militar, el General Noé Sandoval.
Todas las familias de jóvenes desaparecidos,
asesinados y asesinadas en México saben que las personas comunes van al
Ministerio Público, pero antes rezan para que las autoridades y algunos medios
coludidos con ellas no publiquen algún mensaje difamatorio que mande a su
familiar asesinado al cajón de los “culpables a priori” en los que la autoridad
no desperdicia ni diez minutos porque descarta su derecho como víctima y le somete al juicio sumario
post-mortem sin derecho a réplica.
Las y los reporteros de este país hemos
escuchado demasiadas historias de familias desgarradas por el asesinato impune
de sus hijos como para guardar silencio ahora. Porque sin escatimar el dolor de la pérdida
que sufre la familia Moreira y la joven viuda, debo decir que
este inmenso y desproporcionado despliegue de los personajes más importantes de
la seguridad nacional en tan pocas horas, advierte el futuro que hemos de
enfrentar.
Todo parece indicar que los favores que el
presidente Calderón desde ya hace al PRI
no tienen límites, y nos recuerda justamente la razón por la
que el país se cae a pedazos en lo concerniente a derechos humanos e
impartición de justicia.
Porque las madres y los padres de las
cientos de jóvenes asesinadas en Chihuahua siguen suplicado después de diez
años, que la autoridad reúna lo que se reunió hoy por la familia Moreira: los
elementos técnicos, científicos y humanos de mayor calidad para detener a los
culpables de inmediato. Lo mismo las miles de familias que han seguido su
viacrucis justiciero con Sicilia.
Esto nos lleva a preguntarnos, si las
autoridades tienen esa capacidad de respuesta y prometen esos resultados ¿por qué no funciona con todas las
familias? Ya sé que me dirán que porque este es un país
de gobernantes corruptos y abusivos y la justicia es para quien puede
pagarla.
Pero esa no es la respuesta que busco, es simplemente un diagnóstico añejo y
certero de las circunstancias; la pregunta es válida, porque si
efectivamente es posible trabajar en equipo, juntar a los mejores elementos,
llevar a cabo una análisis criminológico de alto nivel y dar con los culpables
de quienes en medio de un camino rural balearon a un joven ¿por qué no replicar
esa estrategia y sacar al país del marasmo de muerte e impunidad? ¿Por qué
incluso en asesinatos de otros políticos no se dio este nivel de respuesta?
He visto a demasiadas familias, ricas,
pobres y clasemedieras honestas sentadas en procuradurías y juzgados, llorando,
restregándose las manos de ansiedad y angustia, suplicando que la policía vaya
a donde asesinaron a su hijo o hija. A padres que me narran llorando cómo llegó
antes el Ejército al lugar de los hechos y de inmediato dijeron que dos balazos
en la cabeza son símbolo de ejecución y que “muy probablemente” la
víctima estaba metida en malos pasos.
No importa cuan corrupto sea un político, los hijos no merecen pagar por los
delitos de sus padres. José Eduardo no es la excepción. Se
equivocan quienes celebran su muerte como castigo a sus familiares, este país lo que necesita es justicia, no
venganzas ni odio. Pero también necesita equidad jurídica.
Moreira debería, como todo padre mexicano,
esperar respetuosamente detrás del otro padre coahuilense a cuyo hijo
asesinaron hace seis meses y a quien el procurador aun no recibe. Entonces si creeríamos que su hijo
es otra víctima más de esta guerra. Y debería preguntarse ¿qué
condiciones dejó él en el estado para que otros padres sufrieran lo que él
experimenta hoy?
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