por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Se va a implementar lo que el presidente denominó como “la mayor transferencia y redistribución de recursos en la historia de este país”.1
Esto podría ser cierto considerando que se propone confiscar más de un
50% de las utilidades anuales de la banca privada para dársela a los
beneficiarios del bono de desarrollo humano (transferencia mensual de
$35 que el Estado hace a las personas que se considera que viven en
pobreza extrema). Por otro lado el canciller Ricardo Patiño considera
que el gobierno si tiene derecho a quitarle plata a quienes ganan
“exageradamente”.2 Detrás de estas declaraciones yace una crítica moral al lucro y un total desprecio de la propiedad privada.
Los banqueros, al igual que los políticos, administran el dinero de
otros. Los banqueros, a diferencia de los políticos, arriesgan su
capital y —siempre y cuando el Estado lo permita— están sometidos a la disciplina del mercado. Esto es, su poder está limitado a través de la competencia con otras instituciones bancarias. Si la banca fuese estatizada, no solo que se eliminaría la libertad para elegir del consumidor sino que dejaría de funcionar el sistema de precios y no habrían incentivos para administrar responsablemente el dinero de otros. Todo esto derivaría en un caos.
El gobierno decide jactarse de una supuesta superioridad moral precisamente en momentos en que el escándalo de COFIEC
todavía no pasa al olvido. Debe ser que solo leen la prensa estatal y
no el resto de la prensa donde se ha expuesto cómo funcionarios públicos
concedieron préstamos alegremente, ocasionando cuantiosas perdidas para
dicha institución. La misma administración irresponsable se podría
estar dando en otras instituciones financieras del Estado ya que tampoco
están sometidas a la disciplina de mercado, no tienen fines de lucro
pero si políticos y cuando es así, los incentivos suelen causar que
“todo quede entre compadres”.
El contubernio entre los banqueros y las autoridades del Banco
Central del Ecuador y otros políticos con poder de hacer o deshacer
fortunas era posible cuando la clase política ecuatoriana emitía moneda
propia. Si algo debemos aprender de la crisis de 1999 es que la
separación entre el Estado y el dinero es crucial. La importante
reducción de pobreza que el país ha experimentado desde el 2000 se debe
en gran medida a un fortalecimiento de la propiedad privada sobre el
dinero, producto de la dolarización. Hoy se atenta groseramente contra
la propiedad privada, algo totalmente inconsistente con la naturaleza de
la dolarización.
Volviendo a la banca privada, se podría limitar más su poder si el
Estado ecuatoriano removiera las barreras concretas e intangibles a la
competencia internacional en el sector financiero. Por ejemplo, el
impuesto a la salida de divisas funciona como una especie de arancel que
hace artificialmente 5% más caro el financiamiento externo y
artificialmente más atractivos los préstamos de la banca local. Pero al
gobierno no le interesa en realidad que los ecuatorianos obtengamos
acceso a tasas de interés más bajas que se aproximen a las
internacionales, ni que haya una mayor disponibilidad de crédito, ni que
exista mayor estabilidad en el sistema financiero. En realidad no le
interesa empoderar a los ciudadanos frente a los proveedores locales de
servicios financieros. Lo que le interesa es acumular más poder y por
eso no va a remover estas barreras ni hará más eficiente al sector
financiero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario