21 octubre, 2012

EE.UU. y Cuba: después de Castro, ¿qué?

EE.UU. y Cuba: después de Castro, ¿qué?

Por Alvaro Vargas Llosa

Como ocurre de tanto en tanto, en las últimas semanas se desataron los rumores sobre la muerte de Fidel Castro. Alcanzaron la suficiente acústica como para que La Habana se viera obligada a desmentirlo mediante la lectura, por parte del ministro de Salud Pública, de una carta aparentemente enviada por Castro, felicitando a una promoción de graduados en una escuela de medicina. El desmentido, que no vino acompañado de ninguna imagen, no bastó para aquietar las aguas: la última vez que Castro apareció en público fue durante la visita del Papa Benedicto XVI y la última entrega de su columna “Reflexiones de Fidel” es del 19 de junio. Comoquiera que, a sus 86 años y enfermo como está, la salud del ex dictador no hace inverosímil que cualquier día de estos los rumores acaben siendo ciertos, no es ocioso imaginar lo que sucederá en las relaciones -siempre tormentosas- entre Estados Unidos y Cuba después de Fidel. 

Por lo pronto, la relación será intensa, porque así lo determinan la tradición y el millón largo de cubanos que viven en Estados Unidos. Desde los albores de la república estadounidense, Cuba importó. Allí están las cartas de Thomas Jefferson, nada menos, hablando de haber sido “siempre de la opinión de que Cuba sería la adición más interesante que pudiera hacerse en nuestro sistema de estados”. Un sueño acariciado por muchos de sus compatriotas entonces y después: la guerra de 1898, mediante la cual Estados Unidos acabó con la relación colonial entre Cuba y España, no se tradujo en independencia real hasta 1934, pues mediante la Enmienda Platt de 1902, Washington dictó parcialmente los asuntos de la isla durante décadas. Y aunque desde hace medio siglo las relaciones están formalmente interrumpidas, en la práctica las sigue habiendo. Son bastante más intensas de lo que mucha gente se imagina.
Estados Unidos, a pesar del embargo, vende a Cuba alimentos y medicinas y le envía remesas y ayuda humanitaria. Todo ello, por un valor que oscila, según el año, entre los 2 mil y 3 mil millones de dólares. Ya desde 2003 Estados Unidos pasó a ser la cuarta fuente más importante de importaciones para Cuba y el quinto socio comercial, y todavía es su principal vendedor de pollo, maíz, soja, trigo, cerdo y otros productos, aun cuando la escasez de dinero en Cuba ha reducido la compra. Sólo las remesas alcanzan anualmente los 900 millones de dólares, a lo que se suma el gasto de los turistas y visitantes cubano-americanos, a los que el Presidente Obama levantó las restricciones que todavía pesaban sobre sus desplazamientos a la isla. Siendo así de sustancial la relación bajo el embargo y el signo de la enemistad política, no es difícil imaginar lo que sucederá después.
Ello, claro, en el entendido de que se produzca un proceso genuino de transición y no la continuidad del régimen en sus actuales condiciones bajo Raúl Castro o eventuales sucesores. Porque si ese fuese el caso, la naturaleza del sistema político norteamericano hace impensable que Estados Unidos, a pesar de la presión de la comunidad empresarial y el relativo cambio de opinión que se ha producido entre los cubanos de la Florida y Nueva Jersey gracias a las olas migratorias más recientes, modifique drásticamente su política.
Barack Obama llegó al gobierno hace casi cuatro años, con la idea de dar un vuelco a la relación y lo único que pudo hacer es flexibilizar un poco más las visitas de cubano-americanos a la isla y los envíos de remesas. La negativa de Raúl Castro a hacer concesiones políticas le creó al mandatario, no sólo entre los republicanos sino también entre los demócratas sureños, un escenario muy adverso para seguir avanzando. Tanto así, que desde entonces no sólo no ha habido ningún avance, sino que la relación se ha endurecido y está en niveles similares a los que imperaron durante el gobierno de Bush.
En la eventualidad de que no se perciba que todo sigue exactamente igual y haya genuinos indicios de cambio en Cuba, el impulso natural de Washington será involucrarse cuidadosamente en el proceso. El gobierno anterior llegó a nombrar una comisión especial, dirigida por la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y el secretario de Comercio, Carlos Gutiérrez, para preparar el terreno. Las conclusiones fundamentales del grupo, coordinado por Caleb McCarry, que tuvo contacto con un vasto espectro de opinión en privado, fueron tres: que Estados Unidos deberá dar a la isla asistencia humanitaria masiva, que deberá otorgar la asistencia política y técnica que Cuba requiera y que deberá proceder a levantar el embargo, convertido desde los años 90 en ley del Congreso, en cuanto sea irreversible la dinámica democratizadora. La Comisión de Asistencia a una Cuba Libre ha dejado de tener vigencia durante el gobierno de Obama, pero sus recomendaciones siguen siendo vistas por los demócratas como aceptables.
Dicho esto, un problema mayúsculo podría envenenar la relación de Estados Unidos con la transición democrática. Se trata de la potencial estampida migratoria hacia los cayos de la Florida. Desde la “invasión” producida en 1980, a raíz de la salida autorizada de decenas de miles de cubanos por el puerto del Mariel en Cuba, Washington ve con trepidación el riesgo de una repetición agravada. Por eso mismo, en 1994, Bill Clinton, a quien esa “invasión” le había costado cara como gobernador de Arkansas, cuando presos cubanos llegados con esa ola se amotinaron en las cárceles locales, acordó con Castro un sistema mediante el cual todo cubano detenido en alta mar sería enviado de regreso a la isla. En cambio aquel que lograra poner pie en tierra podría quedarse. Esta política, conocida como “pie mojado, pie seco”, rige aún y está acompañada de un canal migratorio adicional, que son las 20 mil visas anuales que otorga la representación consular norteamericana en La Habana.
Este arreglo funciona en tiempos de normalidad, es decir, cuando Cuba controla la salida de sus ciudadanos. Pero La Habana acaba de anunciar el levantamiento de la restricción que pesaba contra los cubanos de la isla que quisieran viajar al exterior desde los años 70. Nada más conocido el anuncio, planeó sobre Washington el fantasma de un éxodo masivo, por lo que el Departamento de Estado, al mismo tiempo que saludaba la iniciativa, dejó en claro esta semana que el canal para emigrar a Estados Unidos seguiría siendo el de las visas y desalentó a quien intentara la vía marítima. El mensaje era claro: no permitiremos, aun siendo legal la salida, que una marea humana de cubanos llegue hoy o a la muerte de Castro a las costas de Florida.
Esto es más fácil decirlo que hacerlo, desde luego. Si a la muerte de Castro se produjera una estampida -inducida o no por el régimen-, no sería fácil para la flota de guardacostas bloquear al acceso de los cubanos en el caso de que sea masivo. Esa crisis podría acabar como en los años 90, cuando un éxodo importante llevó a Estados Unidos a desviar a miles de cubanos hacia la base naval de Guantánamo, donde los instaló en tiendas de campaña (episodio, precisamente, que llevó a Clinton a negociar con la isla los acuerdos antes mencionados).
El grado de involucramiento político de Estados Unidos dependerá mucho de quienes tengan a su cargo el control de la isla. Una larga historia de amor-odio y la sensibilidad nacionalista de un país al que cinco décadas de propaganda antiestadounidense han predispuesto contra el “imperio” -a pesar de los millones de cubanos que tienen parientes en Estados Unidos o escuchan Radio Martí-, aconsejarán mucha prudencia. Todo indica que tanto republicanos como demócratas son conscientes de ello. Así lo dicen en público y en privado desde hace mucho tiempo y tanto el contenido como el tono de las recomendaciones de la Comisión para la Asistencia a una Cuba Libre lo confirman. En la eventualidad de que los cubanos tengan interés en acercarse a Estados Unidos, es indudable que este país jugaría un rol tan importante para la reincorporación de la isla a la OEA, como el que jugó en su expulsión en los años 60. La última vez que hubo un intento por reincorporar a Cuba, durante la Asamblea General de junio de 2009, en San Pedro, Sula, la mayoría de países se mostró a favor, pero Washington logró introducir un condicionamiento excluyente en la resolución final.
Algo parecido sucede con la Cumbre de las Américas, el gran foro hemisférico inaugurado por Bush padre a inicios de los años 90 y del que sólo Cuba está excluido. A pesar de la presión de varias capitales latinoamericanas, Washington ha mantenido el veto, dada la condición democrática que forma parte de los principios fundacionales. También aquí se registraría, en caso de que el proceso democratizador fuera comprobado, un viraje de 180 grados.
No harán falta relaciones especialmente intensas en lo político desde el primer momento para que las económicas despeguen. Hay sectores que de inmediato tendrán un gran dinamismo, especialmente el turismo (algo que la República Dominicana, gran magneto turístico del Caribe de las últimas décadas, intuye con temor). Los cubano-americanos y los estadounidenses que querrán visitar Cuba casi de inmediato, probablemente, desborden la limitada infraestructura actual, lo que puede ser un aliciente para que las primeras inversiones importantes provenientes de Estados Unidos se concentren en esa área.
Otras áreas que tienen a muchos inversionistas norteamericanos salivando con anticipación son la agricultura, el níquel y el petróleo, en este último caso, sobre todo en cuanto a exploración, ya que la producción actual es mínima. En todas estas actividades, la presencia extranjera es significativa, sobre todo en las dos últimas, pero ha caído mucho en años recientes por las condiciones jurídicas, políticas y materiales. El capital estadounidense tiene identificadas desde hace mucho rato posibilidades atractivas, que lo serían todavía más en un escenario postcastrista, teniendo en cuenta que muchas de las restricciones que hoy limitan la participación de europeos, asiáticos o canadienses dejarían, presumiblemente, de tener vigencia. Entre ellas, la imposibilidad de contratar personal directamente sin pasar por el Estado y la obligación de tener como socio local al gobierno.
Nada de esto está exento de riesgos y son muchas las dificultades que podrían surgir. Por ejemplo, existe la posibilidad de que muchos exiliados o emigrados de origen cubano presenten reclamos sobre propiedades que les pertenecieron a ellos y sus familias, por más que muchas voces de la Florida han desaconsejado esto y el propio gobierno estadounidense lo considera inviable. El Proyecto sobre la Transición en Cuba, del Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami, por ejemplo, ha publicado diversos estudios que plantean, entre otras opciones, una compensación en dinero o especies a quienes sufrieron expropiaciones. Dado que son cientos de miles los afectados, no es difícil imaginar un verdadero laberinto de Creta legal. Las consecuencias serían inevitablemente políticas, dado que el grueso de los reclamos vendría de ciudadanos vinculados a Estados Unidos. Por eso y para evitar algo que podría envenenar el delicado proceso de transición, organizaciones como el Cuba Study Group, formado a mediados de la década anterior por negocios y líderes comunitarios de origen cubano, ha propuesto otorgar títulos a todos los actuales ocupantes de las propiedades confiscadas en su día.
Todo esto se plantea a mediano plazo, por cierto. Porque, en contra de lo que ocurrió en 2006, cuando Fidel Castro se apartó del poder temporalmente, y especialmente 2008, cuando lo hizo definitivamente, ya no prevalece en Estados Unidos ni en la comunidad cubano-americana la convicción de que habrá cambios dramáticos inmediatamente después del deceso del ex dictador. En todos estos años, Raúl Castro y la jerarquía política en la isla han dado claras señales de tener el suficiente control como para que el alejamiento de Fidel haya sido aceptado como parte del paisaje natural de las cosas. No ha habido, desde 2006 o 2008, el menor indicio de fisuras en el aparato de poder. Nada a estas alturas hace prever que con Fidel fuera de escenario el gobierno tendrá, mientras viva Raúl, desafíos a su permanencia. Al menos, no por un buen tiempo. Por tanto, el “día después” sigue pareciendo lejano.

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