Estrategias: Los intelectuales y la política
Por Alberto Benegas Lynch (h)
A veces se presentan posiciones como si fueran
mutuamente excluyentes, pero miradas desde una perspectiva abarcadora no
resultan incompatibles. Veamos este asunto por partes. La función
primordial de los ámbitos académicos es evaluar, discutir y proponer
ideas independientemente de su comprensión o incomprensión por parte de
la opinión pública. Es un microcosmos del que parten las novedades. John
Stuart Mill ha dicho que todas las nuevas ideas expresadas con la
suficiente insistencia indefectiblemente pasan por tres etapas: la
ridiculización, la discusión y la adopción. En este nivel es irrelevante
si las ideas en cuestión son o no son populares, lo importante es su
validez o invalidez a juicio de sus propulsores.
Hay en este plano
un efecto multiplicador tal como ocurre con una piedra arrojada en un
estanque: se forman círculos concéntricos que abarcan radios cada vez
mayores a medida que, en nuestro caso, se van abriendo paso las nuevas
ideas. Todo lo que disponemos con naturalidad hoy ha sido la creación
solitaria de alguna mente que muchas veces se la juzgó como demente
hasta que se la adoptó, luego de lo cual la gente actúa como si siempre
hubiera estado presente la innovación, es como si hubiera aparecido por
ósmosis. Los prácticos de este mundo no hacen más que aplicar buenas
teorías fabricadas trabajosamente por otros, de allí el aforismo de que
“nada hay más práctico que una buena teoría”.
En esta instancia
del proceso evolutivo, la política opera en un sentido completamente
distinto. Su material discursivo es lo que se comprendió y aceptó, no lo
que eventualmente va a ocurrir. Su función no es abrir caminos sino
transitar los que ya se encuentran a disposición de la gente. No
proceden ni pueden proceder con independencia de los que ha digerido la
opinión pública.
Son funciones cruzadas: si el intelectual, antes
de dictar su clase, averigua que es lo que quieren escuchar sus
estudiantes, estará perdido como profesor. Pero si el político no
escucha debidamente lo que su audiencia le reclama y procede
independientemente se sus demandas, tendrá sus días contados como
político.
Ilustremos esto una vez más con un gráfico en el que se
destaca el punto de máxima y de mínima que permite la opinión pública en
cuanto a recetas de políticas públicas. Supongamos que se trata de más o
menos libertad. Los de tendencias liberales que propongan medidas más
radicales de lo que el punto de máxima marca como límite de absorción,
indefectiblemente perderán apoyo electoral. Si, en cambio, el de
raigambre trotskista sugiere medidas más extremas de lo que el punto de
mínima permite, también será castigado en las urnas. Es inexorable, el
político es en última instancia un cazador de votos, por lo que le
resulta imposible navegar por fuera del aludido plafón.
Ahora
bien, el asunto radica en saber de que dependen las fluctuaciones de la
aparentemente misteriosa opinión pública, para lo que debemos mirar al
mundo intelectual que, para bien o para mal, es responsable de los
referidos corrimientos. De allí es que resultan tan trascendentales las
faenas educativas. De allí procede el sentido de bautizar a cierta etapa
de la historia como “la era de Marx” o “la era de Keynes”. No es que
los políticos hayan leído las respectivas obras (a veces ni siquiera
conocen sus títulos), es que están embretados a recurrir a un discurso
que apunte en esa dirección, si es que quieren sobrevivir como
políticos.
El académico que no es intransigente con sus ideas es
un impostor y, por el contrario, el político que se muestra
intransigente con ideas que difieren de las de la opinión pública es un
mal político. Por eso es que en este último caso, se requiere
conciliación, búsqueda de consensos y acuerdos entre distintas
corrientes de opinión. En el caso de los intelectuales, el debate, las
concordancias y las refutaciones no toman para nada en cuenta si otros
aplauden o se disgustan solo apuntan a lo que estiman es al momento la
verdad (subrayo lo de al momento puesto que las corroboraciones son
siempre provisorias). Las discusiones en este nivel no son para lograr
un consenso sino para indagar en lo que se estima es verdadero o falso.
Debemos
nuevamente precisar que en todo esto nunca debe estar presente la
ideología, una palabreja horrible que, a diferencia de lo que apunta el
diccionario de conjunto de ideas e incluso a diferencia de la concepción
marxista de “falsa conciencia de clase”, la acepción más difundida es
la de algo cerrado, terminado, inexpugnable, pétreo e inamovible, lo
cual es lo más distanciado y contrario que pueda concebirse del
significado del conocimiento. En este sentido es que siempre destaco el
lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, es decir, no hay
palabras finales puesto que estamos inmersos en un contexto evolutivo
donde, para los mortales, no hay metas finales que puedan lograrse,
estamos siempre en tránsito. De lo que se trata entonces es de valores o
principios (y no de ideología) los cuales, mientras se consideren
verdaderos, se mantienen incólumes en el plano intelectual y que, en el
nivel político, necesariamente deben negociarse.
Por más que el
político alardee de valores inmodificables, no es lo que caracteriza a
las estructuras políticas. En la carrera electoral deben ceder lo
necesario para lograr el objetivo. En última instancia, las plataformas
valen de poco si la opinión pública espera otra cosa. No es que el
político no tenga sus preferencias personales, es que debe adaptarse a
la situación reinante y no anteponer principios. Los integrantes de cada
partido tendrán sus ubicaciones en el espectro general pero los
movimientos para un lado o para otro serán necesarios si se esperan
votos. Como queda dicho, las respectivas correcciones y modificaciones
en el pensamiento de los integrantes de la opinión pública viene del
costado intelectual-educativo y no del fragor de la batalla política.
Lo
más ridículo es observar a una especie de zombies que no saben donde
ubicarse y van y vienen de un plano a otro con lo que naturalmente
quedan mal con integrantes de ambos bandos. Nada más triste que el
intelectual que la juega de político puesto que el rigor profesional se
transforma en un derrumbe estrepitoso: son monedas falsas en ambos lados
de la contienda. Esto no significa en modo alguno que el intelectual no
pueda vincularse de muy diferentes maneras a la política pero es para
dar su opinión sin retaceos y no para adelantarse en transacciones que
no le competen. Las estrategias, las funciones y los desempeños son
sustancialmente diferentes en un plano y en otro, lo cual no debe
confundirse con entidades que excepcionalmente se inscriben como
partidos políticos con la idea de correr el eje del debate y no
meramente ganar elecciones como es el objetivo de la política
convencional.
A mi juicio, tiene prelación la instancia académica
si se observa la secuencia lógica del proceso. La política es la
ejecución de ideas y no es posible ejecutar aquello que no se sabe en
que consiste. Por su parte, es muy higiénica la crítica a los
gobernantes cuando el Leviatán atropella y a los opositores en las
legislaturas cuando no limitan el poder, pero también se debe tener en
cuenta que, como queda expresado, los andamiajes discursivos dependen de
lo que la gente sea capaz de asimilar y esto, a su vez, es consecuencia
de tareas educativas previas. No puede pretenderse un discurso distinto
de lo que se está en condiciones de digerir. Para que un orador pueda
pronunciar una conferencia en sueco es indispensable que la audiencia
entienda sueco, de lo contrario el evento será un rotundo fracaso.
En
resumen, mientras avanza el debate sobre externalidades, el dilema del
prisionero, los bienes públicos y las asimetrías, la tarea del político
no es incompatible sino complementaria a la del intelectual. Los dos
cumplen funciones distintas y necesarias. El primero se dirige a lo que
es políticamente posible, mientras que el segundo apunta a convertir lo
políticamente imposible en posible.
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