¿Por qué fracasarán las reformas de Raúl Castro?
Por Carlos Alberto Montaner
(NACAE - ICCAS Universidad de Miami, Coral Gables, 17 de octubre de 2012)
Comencemos por una definición sencilla de “fracaso”. Ya llegaremos a las reformas de Raúl.
Podemos calificar como fracaso a la obtención de
unos resultados muy diferentes y notablemente inferiores a los
objetivos originalmente procurados en cualquier acción que emprendemos.
De alguna manera, ésa es la historia de la
revolución cubana: una creciente sucesión de fracasos magnificados por
el desproporcionado tamaño de los objetivos que sus gestores se habían
propuesto, pero invariablemente ocultados bajo una montaña de sofismas.
¿Cuáles eran los no siempre revelados objetivos de
Fidel Castro y de su pequeño grupo de seguidores e íntimos cómplices el 1
de enero de 1959?
Entendámoslo: aunque eran comunistas, el propósito
final de Fidel, Raúl y el Che no era transformar a Cuba en un satélite
de Moscú. Ése sólo era el medio para lograr al menos tres grandes
objetivos:
• Convertir a Cuba en un país próspero,
industrializado y desarrollado. Pensaban hacerlo de una manera
fulminante, como anunció el Che en Punta del Este en 1961, cuando
aseguró que en una década superarían a Estados Unidos.
• Situar a la Isla en el centro de la lucha
antinorteamericana y anticapitalista, ungiendo a FC como el líder de esa
batalla en el Tercer Mundo. Ese es el sentido mesiánico de la carta del
Comandante a Celia Sánchez del verano del 58, en la que declara que su
destino es luchar contra Estados Unidos.
• Participar en el triunfo contra Washington y
contra el capitalismo, dándole a Cuba y a su líder un relevante papel
internacional. Esta visión se la explicará FC al historiador venezolano
Guillermo Morón quien lo visita en La Habana en 1979, tras el triunfo
del sandinismo, el fortalecimiento de los no-alineados, ahora danzando
bajo la batuta de la URSS, y los éxitos en África de las tropas cubanas
en Angola y Etiopía. Fidel, pletórico de certezas, le asegura que en una
década el Caribe sería el mare nostrum cubano y él podrá pasearse
triunfalmente por Washington.
Fracaso económico
Muy pronto, en la primera mitad de los años sesenta,
FC y su corte descubrieron que la revolución era incapaz de desarrollar
al país. Por eso, entre otras razones, el Che se marcha a pelear a
África. La frustración era excesiva.
El primer fracaso evidente fue el económico. Los
sesenta fue la década del desbarajuste total, de la inflación y del
desabastecimiento, culminada en el desastre de la zafra de los 10
millones. Tras ese colapso de la etapa guevarista, fundada en los
incentivos morales, sobrevino la sovietización administrativa de Cuba,
periodo al que llamaron de la “institucionalización de la revolución”.
¿Por qué fracasaron en el terreno económico? Hay diversas razones, pero estas cinco son fundamentales:
• Porque los dirigentes eran una
colección de revolucionarios ignorantes y voluntariosos sin la menor
experiencia laboral o empresarial. No tenían la más remota idea de cómo
se crea la riqueza o cómo se conserva.
• Porque desbandaron y lanzaron al
exilio a la laboriosa clase empresarial cubana, destruyeron el capital
acumulado y desordenaron severamente el tejido empresarial forjado a lo
largo de siglos de trabajo intenso.
• Porque era una locura arrancar a
Cuba del marco histórico, económico y geopolítico en donde se había
forjado el país para uncirlo a un imperio remoto torpemente gobernado
por una ideología disparatada.
• Porque ese cambio de alianzas, en
medio de la Guerra Fría, acompañado de un comportamiento político
agresivo, significaba un peligroso y costoso enfrentamiento con Estados
Unidos.
• Porque, en suma, el colectivismo
suele fracasar donde quiera que se impone, dado que es contrario a la
naturaleza humana, como me admitió Aleksander Yakolev la tarde que, en
Moscú, le pregunté por qué se había hundido su reforma al comunismo de
la URSS durante la época de la perestroika.
En todo caso, Fidel y su corte, a partir de cobrar
conciencia del inocultable fracaso económico, eliminaron los objetivos
del desarrollo y la industrialización, refugiándose en supuestos logros
sociales: niños nacidos vivos, niveles de escolaridad, acceso a cuidados
de salud y triunfos deportivos.
La batalla por desarrollar a Cuba se trasladaba a
una discusión estadística bizantina donde el régimen de los Castro
intentaba justificar la dictadura eligiendo arbitrariamente ciertas
dudosas informaciones estadísticas (casi todas ellas desmentidas por los
estudios de Carmelo Mesa Lago) donde comparaban los “logros de la
revolución” con lo que sucede en Holanda o Bélgica.
Objetivamente, el país se estaba (y está) cayendo a
pedazos por la terrible improductividad del sistema y la incapacidad
casi asombrosa de sus gerentes, pero se les exige a todos, dentro y
fuera de Cuba, que se juzgue a la revolución por el número de
analfabetos o por informaciones sanitarias sesgadas, ignorando
deliberadamente que, juzgada por esos mismos parámetros, la Cuba
prerrevolucionaria hubiera sido catalogada como un país del primer
mundo, como puede confirmar cualquiera que se asome al aséptico Atlas
Económico publicado por Ginsburg antes del triunfo de la revolución.
Pero Fidel Castro, inasequible al desaliento
revolucionario, dado que no tenía respuestas, cambió las preguntas: a
partir de cierto momento, proclamará las virtudes de la frugalidad y el
no-consumismo frente al grosero comportamiento de los países
capitalistas. A partir de su fracaso, desapareció el desarrollista y
compareció el anacoreta.
El objetivo ya no era enriquecer a los cubanos para
que vivieran confortablemente, sino disfrutar de las ventajas morales de
la pobreza. A todas éstas, él, que disfrutaba de yates, cotos de caza, y
medio centenar de viviendas suntuosas, desmentía con su estilo de vida
lo que predica en todas las tribunas, como sucedía con los comandantes
históricos Guillermo García o Ramiro Valdés.
No obstante, el cambio en los objetivos económicos
no quiere decir, sin embargo, que cancela los otros objetivos políticos.
Por el contrario, los reforzará. Cuba se convertirá en la filosa punta
de lanza de la conquista planetaria, proclamando paladinamente su
derecho irrestricto a practicar el internacionalismo revolucionario,
dado que el deber de cada revolucionario, de acuerdo con la doctrina,
es, precisamente, hacer la revolución donde quiera que se necesite.
Durante treinta años Cuba organiza, adiestra,
protege y ayuda de diversas maneras a guerrilleros y terroristas de
medio planeta, desde el Chacal hasta las FARC, o utiliza a sus propios
soldados en prolongadísimas guerras africanas que comienzan en el
Magreb, en los años sesenta, peleando contra Marruecos, y luego siguen
en Angola y Etiopía en la siguiénte década. Su última y más audaz
hazaña, como contó Jesús Renzolí, el ex embajador provisional de Cuba en
la URSS que deserta a partir de esos hechos, es colaborar con los
golpistas que en la URSS intentan desalojar del poder a Gorbachov. En
esa aventura serán aliados del general Nikolai Sergeyevich Leonov,
segundo hombre del KGB y viejo amigo de los Castro y del Che Guevara
desde los años cincuenta, cuando comenzaron la fascinación y el vínculo
castrista con Moscú.
Fracaso político e ideológico
Fracaso político e ideológico
La llegada de la perestoika, el derribo del Muro de
Berlín y la desaparición de la URSS, del bloque socialista y del
marxismo-leninismo como referencia ideológica razonable, hicieron
fracasar los objetivos políticos e históricos de la revolución cubana.
Pero, de la misma manera que en los sesenta, FC y su
camarilla cambiaron los objetivos económicos, a partir de los noventa, a
regañadientes, cambiaron los objetivos políticos e ideológicos para
justificar la estancia en el poder del mismo núcleo gobernante.
Modifican la Constitución de 1976, reclaman el
nacionalismo como fuente primigenia de inspiración revolucionaria,
buscan su filiación en los mambises y declaran que el objetivo es salvar
a la nación cubana de un zarpazo imperial norteamericano. De paso,
anacrónica y abusivamente desempolvan a José Martí, un liberal
decimonónico que amaba la libertad, y le asignan la responsabilidad
ideológica final de una revolución totalitaria.
Como han desaparecido la URSS y el marxismo
leninismo, ya no es posible insistir en la conquista del planeta para
implantar la justicia revolucionaria. Ahora la coartada de la revolución
será otra: presentarse como víctimas del embargo y del acoso americano,
y salvar a la nación cubana de la voracidad imperial de Washington.
Según el nuevo discurso revolucionario, sólo la unidad tras el líder y
el Partido son capaces de preservar a Cuba como una entidad soberana.
Nadie se pregunta por qué veinte naciones
latinoamericanas pueden ejercer su soberanía, e incluso ejercer diversas
formas de antiyanquismo, sin necesidad de recurrir a la dictadura
unipartidista como forma de organización.
Por otra parte, inventan una nueva variante
económica del comunismo: el Capitalismo Mixto de Estado. El gobierno se
asocia a empresarios extranjeros para explotar la mano de obra cubana en
empresas público-privadas.
Simultáneamente, y dentro del mismo espíritu de
Estado-Patrón, pero más cerca del esquema de los negreros de la época
esclavista, el gobierno cubano arrienda grandes cantidades de
trabajadores a los países extranjeros que pueden pagarlos. La mayor
parte son profesionales de la sanidad, pero hay también entrenadores
deportivos y toda clase de especialistas.
Es el periodo especial y todo vale para sostener a
la dinastía familiar de los Castro. Incluso, tratan tibiamente de
alejarse del colectivismo y convierten las Granjas del Pueblo,
verdaderas comunas asombrosamente improductivas, en cooperativas
agrícolas. Esto ocurre en 1993 y, naturalmente, fracasa, entre otras
razones, como señala el economista Oscar Espinosa Chepe, porque
continúan planificando y dirigiendo burocráticamente la producción y el
consumo.
Y en eso llegó Hugo Chávez
Esa cháchara neoestalinista perdura hasta la
aparición de Hugo Chávez en el panorama. El venezolano llega a Cuba con
los bolsillos repletos de petrodólares y el encefalograma ideológico
totalmente plano, aunque todavía fértil.
Fidel, rápidamente, lo esquilma y lo fecunda.
Primero, lo libera de las prédicas islamo-fascistas de Norberto
Ceresole, un argentino peronista que había convencido al pintoresco
bolivariano de las virtudes del modelo libio y de la verdad profunda del
Libro Verde atribuido a Gadafi, suma y compendio de la Tercera Teoría
Universal, versión renovada y pasada por el desierto de la “tercera
posición” propuesta por Juan Domingo Perón varias décadas antes.
En segundo lugar, dota al Socialismo del Siglo XXI
proclamado por Chávez de una visión y de una misión. La visión es muy
clara: el eje La Habana-Caracas será el representante de los pueblos
oprimidos del planeta. De donde se deduce la misión: sustituir a los
traidores soviéticos y luchar contra el imperialismo y el capitalismo
hasta la victoria final.
Los dos personajes, parecidos en la excentricidad y
el disparate, coinciden y comienzan a estudiar la unión de ambos países.
Como se sienten tan bien uno con el otro, deducen que Cuba y Venezuela
pueden integrarse en una misma entidad. Al fin y al cabo, ¿no son ellos
la encarnación de sus respectivos países? Carlos Lage y Felipe Pérez
Roque, entonces delfines de Fidel, lo anuncian a media lengua fines del
año 2005.
Estos sueños, en los que no falta una dosis de
puerilidad y voluntarismo, se hunden en el verano del 2006. Fidel se
enferma gravemente y debe traspasarle la autoridad a su hermano Raúl.
Raúl hereda el poder y una economía en ruinas. Es
más pragmático que su hermano y quiere acelerar los cambios para
aumentar la productividad. Probablemente, no comparte la visión
mesiánica de Fidel y de Chávez, ni a estas alturas cree en la misión de
salvar al planeta de la voracidad del imperialismo, pero esos son los
bueyes discursivos con que le ha tocado arar y no se aparta del
grandioso guión que su megalomaniaco hermano le ha dejado escrito.
Se propone, eso sí, rescatar la catastrófica
economía que heredó de Fidel. ¿Cómo? Con medidas que parecen sacadas de
un plan que, en su momento, lo deslumbró, y luego, públicamente,
rechazó: la Perestroika de Gorbachov.
La Prestroika se fundaba en la renovación de los
cuadros del partido con el propósito de atraer a los más jóvenes e
idealistas, descentralizar la autoridad y los mecanismos de toma de
decisiones, aumentar el perímetro de las actividades económicas
privadas, mejorar la gerencia del país con técnicas del mundo
capitalista y combatir la corrupción y los privilegios de la
nomenklatura.
En los ochenta, cuando Raúl leyó el libro de
Gorbachov, especialmente traducido para él por Jesús Renzolí, titulado
Perestroika, quedó convencido de que, a la escala diminuta de la Isla,
los males que afectaban a la URSS eran los mismos que aquejaban a Cuba,
de manera que los remedios debían ser los mismos. Hizo editar el libro
en español, y se lo regaló a los oficiales de las Fuerzas Armadas.
Cuando Fidel se enteró, montó en cólera, le exigió
recoger la edición y lo regañó severamente, como cuenta su también ex
secretario Alcibíades Hidalgo, un periodista especialmente sagaz hoy
exiliado en Estados Unidos, que llegó a ser representante de Cuba en
Naciones Unidas y miembro del Comité Central.
En todo caso, llamándole de otra manera,
lineamientos, o sin siquiera mencionar a sus pretendidas reformas, Raúl,
cuando le tocó gobernar, puso en marcha unos cambios que,
supuestamente, le devolverían el pulso a la moribunda economía cubana
sin abandonar el unipartidismo, la planificación económica y el rol de
la clase dirigente.
Todo eso está condenado al fracaso. ¿Por qué? Al
margen de la necesidad de libertad que tienen todos los seres humanos
para alcanzar algún grado de felicidad, fracasará al menos por siete
razones, algunas de las cuales he apuntado en otros papeles:
• Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y
poder adquisitivo para realizar las transacciones comerciales, es casi
inútil intentar superar la situación en la que se encuentra el país.
Cuba tiene al menos dos monedas. Una mala, con la que se les paga a los
trabajadores, y otra buena, en la que se les vende todo lo que vale la
pena adquirir. Esa práctica es lo más parecido a una estafa continuada
de cuantas puede practicar un Estado.
• Sin propiedad ni empresa privada no hay
desarrollo. En Cuba la reforma de Raúl no consiste en devolverle a la
Sociedad Civil la posibilidad de crear empresas que generen beneficios y
crezcan, base del desarrollo capitalista en Suiza o en China, sino
autorizan el surgimiento de unos pequeños timbiriches o chiringuitos,
como les llaman en España a estas microentidades, bajo la estricta
vigilancia de funcionarios implacables, sin otro objeto que el de
absorber la mano de obra improductiva que existe en el sector público y,
de paso, cobrarles altos impuestos.
• Sin un sistema de precios regidos por la oferta y
la demanda es imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. La
planificación centralizada a cargo de los técnicos del Estado es un
desastroso camelo. Esto no es un caprichoso dogma ideológico sino una
observación confirmada en el mundo real.
Nadie tiene toda la información
para poder dirigir una economía compleja. Los precios son el lenguaje
en que la sociedad expresa sus necesidades y preferencias. No hay modo
de sustituir eficientemente ese mecanismo.
• Sin competencia no hay manera de aumentar y
mejorar la producción y la productividad. El ejemplo se ha utilizado mil
veces: la razón por la que los ingenieros alemanes en Occidente
fabricaban Mercedes Benz, mientras los de Oriente debían conformarse con
los Trabant, era la existencia en Occidente de la competencia.
• Pero competencia significa libertad económica para
investigar, invertir, innovar, asociarse. Nada de eso es posible en la
encorsetada economía cubana. Sin libertad económica y reglas claras que
faciliten la creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien
el ahorro y la inversión local y extranjera, jamás se generará de forma
sistemática de riqueza.
• Sin un ordenamiento jurídico, un poder judicial
eficaz, equitativo e independiente que resuelva los conflictos, castigue
a los culpables, proteja los derechos de las personas y dé seguridades,
no se sostiene una sociedad próspera. Las economías exitosas son las de
sociedades que se guían por reglas administradas por personas
independientes, no por ideólogos o por partidos. La independencia del
Poder Judicial no es un capricho. Es una necesidad de cualquier sociedad
basada en reglas justas y equitativas.
• Sin transparencia ni rendición de cuenta de los
actos de Gobierno, sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la
ley, guiados por la meritocracia y legitimados en elecciones periódicas
entre opciones diferentes, tampoco se alcanzan cotas decentes de
desarrollo. Una de las razones que explican el fracaso del comunismo
cubano –al margen del carácter erróneo del marxismo como planteamiento
teórico, lo que lo invalida de raíz–, es que durante más de medio siglo
quienes cometían los errores y los horrores eran los mismos que juzgaban
los hechos.
¿Qué puede hacer, realmente, Raúl Castro, si de
verdad quiere ponerle fin a la penosa improductividad de ese sistema?
Tal vez, reconocer algo que apuntó hace muchos años el dirigente
comunista yugoslavo-montenegrino, y luego disidente antiestalinista,
Milovan Djilas: ese tipo de régimen no es salvable. Hay que echarlo
abajo y sustituirlo por un modelo que funcione, y el más acreditado es
la democracia liberal acompañada de la economía de mercado que va poco a
poco implantándose en el planeta desde fines del siglo XVIII y hoy rige
en las treinta naciones más desarrolladas del mundo.
La ilusión de crear un sistema fundamentalmente
estatista y monopartidista que sea, al mismo tiempo, productivo, es una
quimera. China, aunque todavía es una dictadura unipartidista, ya ha
dejado de ser comunista y lo probable es que, eventualmente, deje de ser
unipartidista, como previamente sucedió en Taiwán.
Llega un punto en que las personas, incluso en
sociedades con escasa tradición democrática, reclaman libertades. En
Cuba hace mucho tiempo que esa hora ya ha llegado.
Finalmente, sería impropio terminar estos papeles sin una referencia a la tímida reforma migratoria anunciada esta semana por el régimen de Raúl Castro.
Finalmente, sería impropio terminar estos papeles sin una referencia a la tímida reforma migratoria anunciada esta semana por el régimen de Raúl Castro.
Sin duda, es algo positivo, porque abarata las
gestiones y elimina ciertos trámites absurdos a los que se veían
obligados los cubanos que querían salir del país. Pero lo actitud del
gobierno permanece intacta: el Estado sigue siendo el dueño de los
ciudadanos y a él le corresponde decidir quién puede salir y quien debe
quedarse.
De ahora en adelante, el filtro no será un permiso
de salida, sino la posesión de un pasaporte adecuado para viajar, de
manera que los demócratas de la oposición, los médicos, los catedráticos
y quienes arbitrariamente decida el gobierno, no podrán trasladarse
fuera del país aunque posean catorce visas, como en el pasado le ha
sucedido a Yoani Sánchez.
En Cuba, simplemente, no se reconoce la libertad de movimiento, uno de los Derechos Humanos consagrados por Naciones Unidas.
En Cuba el movimiento es un privilegio otorgado por
el Estado en función de criterios políticos. Eso llega al extremo de que
ni siquiera los cubanos pueden elegir dentro de Cuba el lugar donde
desean vivir.
Para la dictadura, sin embargo, esa actitud tendrá
un costo. Todas las personas privadas del privilegio de poder viajar al
extranjero se sentirán víctimas de un agravio comparativo y tendrán más
razones para detestar a quienes les causan ese daño.
En suma, la mínima reforma migratoria emprendida por
el régimen tiene un costo para el raulismo. Unos lo verán como algo que
les pertenecía y el gobierno les negaba cruelmente. Otros pensarán que
la dictadura los penaliza por ser estudiosos y valiosos.
Vuelvo a la conclusión de Milovan Djilas: esos
regímenes no son modificables. Hay que sustituirlos. Pacíficamente, pero
hay que sustituirlos.
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