19 octubre, 2012

Historia de dos crisis de América Latina

This illustration is by Pedro Molina and comes from <a href="http://www.newsart.com">NewsArt.com</a>, and is the property of the NewsArt organization and of its artist. Reproducing this image is a violation of copyright law.
Illustration by Pedro Molina
CIUDAD DE MÉXICO – Si fuéramos unos optimistas irremediables veríamos los próximos acontecimientos en Venezuela y Colombia como un presagio de lo bueno que está por venir. En Venezuela, las elecciones presidenciales del 7 de octubre pueden poner fin a los catorce años en el poder de Hugo Chávez, al igual que a su destrucción sistemática de la economía, la represión a los medios de comunicación y las interminables intromisiones en los asuntos de otros países. En Colombia, las conversaciones de paz programadas para el 8 de octubre en Noruega entre el gobierno del Presidente, Juan Manuel Santos, y las FARC, pueden acabar con cuarenta años de guerra y derramamiento de sangre.
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Por desgracia, ninguno de los dos resultados es probable. En ambos casos lo que es deseable parece ser sumamente improbable.
Chávez ha participado directamente en cuatro elecciones en Venezuela: en 1998, cuando fue elegido por primera vez; en 2004, cuando la oposición exigió que se llevará a cabo un referéndum revocatorio; en 2006, cuando fue reelegido; y ahora, mientras se recupera del cáncer y el país está en medio de una gran crisis de seguridad pública, que ha convertido a Caracas en una de las ciudades más peligrosas del mundo. Chávez ganó las primeras tres elecciones, y por varias razones, parece estar preparado para ganar de nuevo.

Primero, Chávez tiene un gran desempeño como candidato, y tiene a su disposición todos los medios del poder del Estado, que va del Consejo Nacional Electoral hasta la PDVSA (la compañía petrolera nacional). Por muy hábil que sea Henrique Capriles Radonski, el candidato de la oposición, las condiciones de la competencia son tan desiguales que parece que tiene pocas probabilidades. Por mencionar un ejemplo, la población general de Venezuela ha aumentado 14% en los últimos trece años, pero la lista de electores se ha disparado 53%; los nuevos votantes pueden ser fantasmas, colombianos o varias generaciones de partidarios chavistas que ya están registrados para votar incluso antes de nacer.
La mayoría de la encuestas dan a Chávez una ventaja significativa (de hasta quince puntos porcentuales), no obstante ofrecen un poco de esperanza a la oposición. Numerosas  encuestadoras más imparciales, como Consultores 21 de Luis Christiansen, Varianzas y Keller, muestran datos en los que sorprendentemente hay un gran número de votantes indecisos –aquellos que no responden o no saben por quién votará.
Venezuela está altamente politizada y polarizada y es improbable que más del 20% de los votantes no haya decidido su voto. Consiguientemente, algunos analistas sospechan que las intenciones de voto para la oposición no se han revelado, como ocurrió en Nicaragua en 1990 cuando Violeta Chamorro ganó la presidencia, o en México en 2000, cuando Vicente Fox salió victorioso. De acuerdo con este razonamiento, “los indecisos” de hecho se están inclinando por Capriles y si su número rebasa el margen que tiene Chávez en las encuestas, el caudillo va a perder.
Ese resultado no es imposible, pero es improbable, sobre todo si Chávez puede contar con varios puntos porcentuales de votos manipulados antes y después del cierre de los centros de votación. A pesar de la enfermedad del Presidente, de los enormes problemas que encara Venezuela y del hartazgo después de trece años de chavismo, todavía tiene ganadas las elecciones.
Es probable que en Colombia persista el status quo. Nadie sabe exactamente cuándo Santos decidió buscar nuevas negociaciones con el grupo guerrillero latinoamericano más antiguo –y uno de las más fieros que tiene la región– y, excepto sus colaboradores más cercanos, nadie sabe cuántas reuniones ya se han llevado a cabo, dónde y cuándo tuvieron lugar y qué pasó. Sin embargo, hay mucha evidencia que sugiere que gran parte del proceso empezó hace algún tiempo y se trataba de mantener en secreto hasta que se hubiera alcanzado un amplio consenso en la mayoría de los temas pendientes.
Probablemente Santos quería crear la percepción de que las conversaciones eran una rendición y desarme relativamente incondicionales de la “narcoguerrilla”. Habría querido evitar la palabrería y propaganda que en general se relacionan con las negociaciones públicas. Así pues, el asunto de las conversaciones  tal vez se hizo público no porque hubieran progresado lo suficiente, sino porque alguien quería sabotearlas. ¿Quién podría ser?
El sospechoso predecible es el expresidente colombiano, Álvaro Uribe. Aunque Santos fue su Ministro de Defensa y sucesor favorito, la relación entre los dos se ha deteriorado. Lo relevante es que Uribe pensó que Santos haría lo que le pidiera y Santos está convencido de que su (alta pero decreciente) popularidad se la ganó por él mismo y no se la debe a Uribe.
Estas tensiones se reflejan en los asuntos políticos. Uribe critica a Santos –mediante, hasta cuarenta tweets al día a sus más de un millón de seguidores–  por repudiar su postura en cuanto a la “Seguridad Democrática”, por el crecimiento de las “Bacrim” (pandillas de delincuentes), por calmar a los dos vecinos hostiles de Colombia, a saber, Venezuela y Ecuador, y por procesar a algunos de sus colaboradores por cargos de corrupción.
Santos no dice nada pero responde con hechos: hace la paz con Chávez y con el Presidente ecuatoriano, Rafael Correa, procesa las violaciones a los derechos humanos durante el mandato de Uribe y arresta a varios de sus funcionarios supuestamente corruptos. Y ahora, al parecer de la nada, desafió e incluso ofendió a Uribe al emprender negociaciones con las despreciadas FARC, después de haberles dado golpes militares tan devastadores que tal vez hagan que en esta ocasión el proceso de paz sí prospere.
Es posible entender por qué Uribe habría amenazado con filtrar la información de las negociaciones y por qué Santos se habría adelantado haciéndolas públicas y abiertas (las conversaciones empezarán en Oslo y continuarán en la Habana). El problema es que aunque hay buenos ejemplos de conversaciones de paz dadas a conocer al público –pero no públicas– que han tenido éxito, hay más episodios de fracaso o paralización indefinida, debido a la presión de trabajar bajo la atención internacional.
Como firme partidario de los esfuerzos de Santos en materia de derechos humanos, de su llamado para tener un gran debate sobre legalización de drogas, y su intento de acabar con los “cuarenta años de guerra” de Colombia, me temo que Uribe ha dañado fatalmente el proceso de paz y va prolongar indefinidamente el sangriento e infructuoso status quo del país. Es lamentable.
Así pues, en esta historia de dos vecinos sudamericanos, por desgracia nada va a cambiar –a menos, como sucede a menudo, que lo inesperado repentinamente se vuelva inevitable, en cuyo caso, todo puede pasar.

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