Jorge G. Castañeda
Jorge G. Castañeda was Mexico’s Secretary of Foreign Affairs from 2000-2003, after joining with his ideological opponent, President Vicente Fox, to create the country’s first democratic government.…Full profile
CIUDAD DE MÉXICO – Si
fuéramos unos optimistas irremediables veríamos los próximos
acontecimientos en Venezuela y Colombia como un presagio de lo bueno que
está por venir. En Venezuela, las elecciones presidenciales del 7 de
octubre pueden poner fin a los catorce años en el poder de Hugo Chávez,
al igual que a su destrucción sistemática de la economía, la represión a
los medios de comunicación y las interminables intromisiones en los
asuntos de otros países. En Colombia, las conversaciones de paz
programadas para el 8 de octubre en Noruega entre el gobierno del
Presidente, Juan Manuel Santos, y las FARC, pueden acabar con cuarenta
años de guerra y derramamiento de sangre.
Por desgracia, ninguno de los dos resultados es probable. En ambos casos lo que es deseable parece ser sumamente improbable.
Chávez
ha participado directamente en cuatro elecciones en Venezuela: en 1998,
cuando fue elegido por primera vez; en 2004, cuando la oposición exigió
que se llevará a cabo un referéndum revocatorio; en 2006, cuando fue
reelegido; y ahora, mientras se recupera del cáncer y el país está en
medio de una gran crisis de seguridad pública, que ha convertido a
Caracas en una de las ciudades más peligrosas del mundo. Chávez ganó las
primeras tres elecciones, y por varias razones, parece estar preparado
para ganar de nuevo.
Primero,
Chávez tiene un gran desempeño como candidato, y tiene a su disposición
todos los medios del poder del Estado, que va del Consejo Nacional
Electoral hasta la PDVSA (la compañía petrolera nacional). Por muy hábil
que sea Henrique Capriles Radonski, el candidato de la oposición, las
condiciones de la competencia son tan desiguales que parece que tiene
pocas probabilidades. Por mencionar un ejemplo, la población general de
Venezuela ha aumentado 14% en los últimos trece años, pero la lista de
electores se ha disparado 53%; los nuevos votantes pueden ser fantasmas,
colombianos o varias generaciones de partidarios chavistas que ya están
registrados para votar incluso antes de nacer.
La
mayoría de la encuestas dan a Chávez una ventaja significativa (de
hasta quince puntos porcentuales), no obstante ofrecen un poco de
esperanza a la oposición. Numerosas encuestadoras más imparciales, como
Consultores 21 de Luis Christiansen, Varianzas y Keller, muestran datos
en los que sorprendentemente hay un gran número de votantes indecisos
–aquellos que no responden o no saben por quién votará.
Venezuela
está altamente politizada y polarizada y es improbable que más del 20%
de los votantes no haya decidido su voto. Consiguientemente, algunos
analistas sospechan que las intenciones de voto para la oposición no se
han revelado, como ocurrió en Nicaragua en 1990 cuando Violeta Chamorro
ganó la presidencia, o en México en 2000, cuando Vicente Fox salió
victorioso. De acuerdo con este razonamiento, “los indecisos” de hecho
se están inclinando por Capriles y si su número rebasa el margen que
tiene Chávez en las encuestas, el caudillo va a perder.
Ese
resultado no es imposible, pero es improbable, sobre todo si Chávez
puede contar con varios puntos porcentuales de votos manipulados antes y
después del cierre de los centros de votación. A pesar de la enfermedad
del Presidente, de los enormes problemas que encara Venezuela y del
hartazgo después de trece años de chavismo, todavía tiene ganadas las
elecciones.
Es probable que en Colombia persista el status quo.
Nadie sabe exactamente cuándo Santos decidió buscar nuevas
negociaciones con el grupo guerrillero latinoamericano más antiguo –y
uno de las más fieros que tiene la región– y, excepto sus colaboradores
más cercanos, nadie sabe cuántas reuniones ya se han llevado a cabo,
dónde y cuándo tuvieron lugar y qué pasó. Sin embargo, hay mucha
evidencia que sugiere que gran parte del proceso empezó hace algún
tiempo y se trataba de mantener en secreto hasta que se hubiera
alcanzado un amplio consenso en la mayoría de los temas pendientes.
Probablemente
Santos quería crear la percepción de que las conversaciones eran una
rendición y desarme relativamente incondicionales de la
“narcoguerrilla”. Habría querido evitar la palabrería y propaganda que
en general se relacionan con las negociaciones públicas. Así pues, el
asunto de las conversaciones tal vez se hizo público no porque hubieran
progresado lo suficiente, sino porque alguien quería sabotearlas.
¿Quién podría ser?
El
sospechoso predecible es el expresidente colombiano, Álvaro Uribe.
Aunque Santos fue su Ministro de Defensa y sucesor favorito, la relación
entre los dos se ha deteriorado. Lo relevante es que Uribe pensó que
Santos haría lo que le pidiera y Santos está convencido de que su (alta
pero decreciente) popularidad se la ganó por él mismo y no se la debe a
Uribe.
Estas tensiones se
reflejan en los asuntos políticos. Uribe critica a Santos –mediante,
hasta cuarenta tweets al día a sus más de un millón de seguidores– por
repudiar su postura en cuanto a la “Seguridad Democrática”, por el
crecimiento de las “Bacrim” (pandillas de delincuentes), por calmar a
los dos vecinos hostiles de Colombia, a saber, Venezuela y Ecuador, y
por procesar a algunos de sus colaboradores por cargos de corrupción.
Santos
no dice nada pero responde con hechos: hace la paz con Chávez y con el
Presidente ecuatoriano, Rafael Correa, procesa las violaciones a los
derechos humanos durante el mandato de Uribe y arresta a varios de sus
funcionarios supuestamente corruptos. Y ahora, al parecer de la nada,
desafió e incluso ofendió a Uribe al emprender negociaciones con las
despreciadas FARC, después de haberles dado golpes militares tan
devastadores que tal vez hagan que en esta ocasión el proceso de paz sí
prospere.
Es posible
entender por qué Uribe habría amenazado con filtrar la información de
las negociaciones y por qué Santos se habría adelantado haciéndolas
públicas y abiertas (las conversaciones empezarán en Oslo y continuarán
en la Habana). El problema es que aunque hay buenos ejemplos de
conversaciones de paz dadas a conocer al público –pero no públicas– que
han tenido éxito, hay más episodios de fracaso o paralización
indefinida, debido a la presión de trabajar bajo la atención
internacional.
Como firme
partidario de los esfuerzos de Santos en materia de derechos humanos,
de su llamado para tener un gran debate sobre legalización de drogas, y
su intento de acabar con los “cuarenta años de guerra” de Colombia, me
temo que Uribe ha dañado fatalmente el proceso de paz y va prolongar
indefinidamente el sangriento e infructuoso status quo del país. Es lamentable.
Así
pues, en esta historia de dos vecinos sudamericanos, por desgracia nada
va a cambiar –a menos, como sucede a menudo, que lo inesperado
repentinamente se vuelva inevitable, en cuyo caso, todo puede pasar.
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