Impunidad: la verdadera herencia de Felipe Calderón
El sexenio de Felipe Calderón termina y, como siempre que
finaliza un ciclo, cabe preguntarse por los cambios sucedidos a partir
del inicio. ¿México es mejor o peor que hace seis años? Es difícil
decirlo, pero, por lo pronto, parece que sí es más impune, menos justo y
más desigual.
En
pocas semanas Felipe Calderón dejará de ser presidente de México,
terminando así un periodo que casi desde el inicio estuvo signado por la
violencia, el terror, la muerte, el sufrimiento y otras realidades
afines que siempre se superaron a sí mismas en la escala de lo cruento y
lo doloroso: a los “ajustes de cuentas” se sucedieron las
decapitaciones y las torturas, a estas las matanzas multitudinarias, las
decenas de cuerpos arrojados primero en parajes más o menos
deshabitados como La Marquesa y después en plenas ciudades como Boca del
Río y algunas otras de la zona del Golfo de México, el descubrimiento
de fosas clandestinas también atestadas de cadáveres anónimos (estas en
Durango y Guerrero especialmente) o los atentados contra la población
civil como el incendio del Casino Royale en Monterrey.
En cada uno de estos acontecimientos
llegó a decirse que las cosas no podían ir más lejos y, sin embargo,
cada uno estableció una nueva marca en esta frenética carrera del
horror, puntos sin retorno insoslayables al momento de pensar
retrospectivamente en lo que nos queda de esta administración encabezada
por el panista.
La pregunta, por supuesto, no es
sencilla y como tal no admite una sola respuesta. Puede decirse, quizá
justificadamente, que en ciertos aspectos México no es peor que hace
seis años. De entrada, a pesar de las muchas muertes, no nos encontramos
sumidos en el caos y la desesperación. En todo caso la nuestra es una
especie de “aura mediocridad”, una zona de confort y conformismo que
explica en buena medida la pasividad mayoritaria con que se acepta la
realidad de nuestro país que, en otras circunstancias sociales, se
creería con elementos suficientes para desencadenar un cuestionamiento
de amplio alcance hacia la manera en que han actuado gobernantes y
autoridades.
A este contexto debemos, entre otras
cosas, que al menos en un elemento muy específico México sí haya
experimentado un retroceso: la percepción que se tiene sobre la
impartición de justicia. Mientras el territorio nacional se cubría de
sangre y de luto, los escritorios de los ministerios públicos y las
oficinas de investigación policíaca —tradicionalmente indolentes de por
sí— se vieron sobrepasados, sepultándose expediente tras expediente en
investigaciones que solo en una ínfima proporción se han resuelto con
satisfacción. Actualmente solo 2 de cada 10 homicidas reciben sentencia
condenatoria, según cifras del Poder Judicial Federal y de la Procuraduría General de la República.
Es comprensible, entonces, que ciertos
individuos tengan la idea de que pueden delinquir sin temor a recibir el
castigo legal correspondiente. Como ejemplos pueden recordarse los
de Marisela Escobedo, asesinada a las puertas mismas del Palacio de
Gobierno de Chihuahua, y el de Urbano Macías y José Guadalupe Jerónimo,
comuneros de Cherán, asesinados y torturados apenas un par de semanas
atrás, ambos altamente significativos por la voluntad de cambio y
verdadera transformación que representaban. Sin embargo, quizá ninguno
tan elocuente de esa idea de impunidad que intento definir que el de los
hombres que después de robar y violar a un grupo de jóvenes que
acampaban en un paraje rural cerca de la ciudad de México,
en Ixtapaluca, continuaron con su vida como si nada, viviendo en su
residencia habitual, sin intentar esconderse u ocultarse por un tiempo,
seguros como estaban, según declararon algunos de ellos, de que “no los
iban a agarrar”.
Es posible, claro, que con cifras y
estadísticas se rebata esta premisa. Sin embargo, al menos en lo que
respecta a la percepción colectiva, a la idea más o menos vaga pero
definitiva con que alguien piensa el funcionamiento del aparato de
justicia mexicano y a partir de la cual decide cometer o no un crimen,
el daño está hecho. Si alguna herencia deja Felipe Calderón, es un
enorme daño a la credibilidad y la legitimidad de nuestras instituciones
públicas de justicia.
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