¿Qué democracia queremos?
Por Enrique Aguilar
El Imparcial, Madrid
En
un capítulo de sus Principios
de política aplicables a todos los gobiernos, Benjamin Constant
(1767-1830) disoció lo que llamó el “primer principio de Rousseau”, la
soberanía del pueblo, de los atributos que la propia teoría del ginebrino le
asignaba, en particular, su carácter absoluto o ilimitado.
El
rechazo de Constant a la soberanía absoluta se fundaba en el reconocimiento de
que existe un espacio vedado a toda intromisión, el de los derechos
individuales, que, contra la pretensión rousseauniana de una enajenación sin
reservas a la comunidad, debía ser preservado. A este fin, Constant subrayaba
la importancia de un reparto equilibrado del poder y, además, de una opinión
pública en la cual determinados valores se hallasen debidamente interiorizados
de manera de evitar que los límites fijados por la constitución fueran letra
muerta en lugar de una práctica comprobable. La llamada democracia liberal (en
la acepción primariamente política del término) es resultado, precisamente, de
la conjunción de ambos principios, soberanía del pueblo y gobierno limitado,
que se sostienen mutuamente.
Esta
sencilla enseñanza de la teoría política enfrenta desde hace tiempo no pocos
desafíos, uno de los cuales proviene del avance de una concepción de la
democracia según la cual el principio de la soberanía popular es visto como
condición no sólo necesaria sino suficiente del buen gobierno democrático que,
por añadidura, es ejercido sin limitaciones, amparado en una mayoría electoral
cuyo respaldo eximiría a los gobernantes de sujetarse, por ejemplo, a la
Justicia o a un sistema de normas que regulen la acción de gobierno.
Reinstalar
el lenguaje de la democracia liberal, en contextos que le son adversos, se
vuelve por tanto no sólo deseable sino imperioso. Son muchos los que hablan
todavía ese lenguaje. Lo que hace falta son voces dispuestas a propagarlo,
someterlo a las urnas y ponerlo en práctica.
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