20 octubre, 2012

Socialismo y descivilización

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En las páginas 33 a 35 de la edición en inglés de mi libro Socialismo, cálculo económico y función empresarial examino el proceso por el que la división del conocimiento empresarial práctico profundiza “verticalmente” y se expande “horizontalmente”, un proceso que permite (y al mismo tiempo requiere) un aumento en la población, estimula la prosperidad y el bienestar general, y produce el avance de la civilización. Como indico allí, este proceso se basa en:
  1. La especialización de la creatividad empresarial en campos cada vez más estrechos y concretos y en aumentar el detalle y la profundidad.
  2. El reconocimiento de los derechos de propiedad del empresario creativo a los frutos de su actividad creativa en cada una de estas áreas.
  3. El intercambio libre y voluntario de los frutos de la especialización de cada ser humano, un intercambio que siempre es mutuamente beneficioso para todos los que participan en el proceso del mercado.
  4. El crecimiento constante de la población humana, que hace posible “ocupar” empresarialmente y cultivar un número creciente de campos de conocimiento empresarial creativo, que enriquecen a todos.
De acuerdo con este análisis, todo lo que garantice la propiedad privada de lo que cada persona cree y contribuya al proceso de producción, lo que defienda la posesión pacífica de lo que cada persona conciba o descubra y lo que facilite (o no impida) los intercambios voluntarios (que son siempre mutuamente satisfactorios en el sentido de que significan una mejora de ambas partes) genera prosperidad, aumenta la población y produce un avance cuantitativo y cualitativo de la civilización. Igualmente, cualquier ataque a la posesión pacífica de bienes y derechos de propiedad que les pertenezcan, cualquier manipulación coactiva del proceso libre de intercambio voluntario, en resumen, cualquier intervención del estado en una economía de libre mercado produce siempre efectos no deseados, ahoga la iniciativa individual, corrompe la costumbre de los hábitos morales y responsables, hace a las masas infantiles e irresponsables, acelera la decadencia del tejido social, consume riqueza acumulada y bloquea la expansión de la población humana y el avance de la civilización, al tiempo que incrementa en todas partes la pobreza.


Como ejemplo, pensemos en el proceso de decadencia y desaparición de la civilización romana clásica. Aunque sus hitos esenciales se extrapolan fácilmente a muchas circunstancias de nuestro mundo contemporáneo, por desgracia la mayoría de la gente ha olvidado o no es completamente consciente hoy de esa importante lección histórica y como consecuencia no consiguen ver los graves riesgos que afronta ahora nuestra civilización. De hecho, como explico en detalle en mis clases (y resumo en un vídeo de una de ellas sobre la caída del Imperio Romano, que, para mi sorpresa ya ha sido vista en Internet por casi 400.000 personas en poco más de un año) y de acuerdo con estudios anteriores de autores como Rostovtzeff (Historia social y económica del imperio romano) y Mises (La acción humana), “lo que produjo la decadencia del imperio [romano] y de su civilización fue la desintegración de sus interconexiones económicas, no las invasiones bárbaras” (op. cit., p. 767).
Para ser preciso, Roma fue víctima de una involución en la especialización y división del proceso comercial, al entrometerse o impedir sistemáticamente las autoridades los intercambios voluntarios en los precios del libre mercado, en medio de un crecimiento acusado de las subvenciones, del gasto público en consumo (“panem et circenses”) y del control estatal de precios. Es fácil entender la lógica detrás de estos acontecimientos. Empezando principalmente en el siglo III, la compra de votos y la popularidad se extendió a las subvenciones a los alimentos (“panem”) financiadas por el tesoro público a través de la “annona”, así como la organización continua de los juegos públicos más despilfarradores (“circenses”). Como consecuencia, no solo se acabó arruinando a los granjeros italianos, sino que la población de Roma no dejó de crecer hasta que llegó a cerca del millón de habitantes. (¿Por qué hacer el esfuerzo de trabajar tu propia tierra cuando sus productos no pueden venderse a precios rentables, ya que el estado los distribuye casi gratis en Roma?)
La forma de actuar evidente fue abandonar el campo italiano y mudarse a la ciudad, vivir del estado romano del bienestar, cuyo coste no podía afrontar el tesoro público y no podía cubrirse reduciendo en contenido en metal precioso en la moneda (es decir, mediante inflación). El resultado fue inevitable: una caída descontrolada en el poder adquisitivo del dinero, es decir, una revolución al alza en los precios, a lo que las autoridades respondieron decretando que los precios permanecieran fijados a sus niveles anteriores e imponiendo sentencias extremadamente duras a los incumplidores. El establecimiento de estos precios máximos llevó a escaseces extendidas (ya que, con los bajos precios fijados, ya no era rentable producir y buscar soluciones creativas al problema de la escasez, mientras al mismo tiempo el consumo y el derroche seguían siendo animados artificialmente). Las ciudades empezaron gradualmente a quedarse sin provisiones y la población empezó a abandonarlas y volver al campo, a vivir en condiciones mucho peores en una autarquía, a un nivel de mera subsistencia, un régimen que puso los cimientos de que posteriormente sería el feudalismo.
El proceso de descivilización, que deriva de la demágogica ideología socialista típica del estado de bienestar y del intervencionismo del gobierno en la economía, puede mostrarse de una forma gráfica simplificada invirtiendo la explicación gráfica de la página de mi libro antes mencionado, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, en el que describo el proceso por el que la división del trabajo (o más bien, la especialización del conocimiento) profundiza y hace avanzar una civilización.
Empecemos en la etapa representada en la línea superior del gráfico (T1), que refleja el nivel avanzado del desarrollo espontáneo alcanzado por el proceso romano del mercado ya en el siglo I y que, como ha demostrado Peter Temin (“The Economy of the Early Roman Empire”, Journal of Economic Perspectives, vol. 20, nº 1, invierno de 2006, pp. 133-151), estaba caracterizado por un grado notable de respeto legal institucional por la propiedad privada (derecho romano) y por la especialización y extensión de intercambios en todos los sectores y mercados de factores (particularmente en mercado laboral, ya que, como ha demostrado Temin, el efecto de la esclavitud fue mucho más modesto de lo que se ha creído hasta ahora). Como consecuencia, la economía romana del periodo llegó a un nivel de prosperidad, desarrollo económico, urbanización y cultura que no volvería a verse en el mundo hasta bien avanzado el siglo XVIII.

Las letras mayúsculas bajo cada persona en el gráfico indican los fines a los que se especializa cada actor y a los que se dedica. Luego intercambia los frutos de su trabajo empresarial y creatividad (representado por la bombilla “encendida”) por los de otros actores y todos se benefician de cada intercambio. Sin embargo, cuando aumenta la intervención del estado en la economía (por ejemplo, vía control de precios), se dificultan los intercambios y estos disminuyen y la gente se encuentra en la etapa mostrada en la línea intermedia del gráfico. Se ven obligados a reducir la esfera de su especialización abandonando, por ejemplo, los fines G y H y concentrándose en los fines AB, CD y EF, todos con menos división del trabajo y por tanto con un menor grado de especialización, lo que requiere mayor reproducción y un esfuerzo excesivo. El resultado evidente es una caída en la producción final de todo el proceso social y por tanto un aumento de la pobreza.
El punto máximo de decadencia económica y recesión se produce en la etapa que muestra la línea inferior del gráfico (T3), allí, cuando se afronta la presión intervencionista del estado, el continuo aumento en los impuestos y las asfixiantes regulaciones, la gente se ve obligada, para sobrevivir (aunque sea a un nivel de pobreza previamente inconcebible), a abandonar casi completamente la anterior división del trabajo y el proceso de intercambio que constituye el mercado, a dejar la ciudad y volver al campo a cuidar ganado y cultivar su propia comida, a curtir su propio cuero y construir sus propias cabañas y cada persona duplica innecesariamente los fines y actividades mínimos requeridos para la supervivencia (que hemos indicado como ABCD en el gráfico). Como es lógico, la productividad cae abruptamente y se producen todo tipo de escaseces que reducen la población debido a una falta de recursos: así se completa el proceso de desurbanización y descivilización.
Como indica Mises:
Con el sistema de precios máximos, la práctica del envilecimiento paralizó completamente tanto la producción como la venta de alimentos vitales y desintegró la organización económica de la sociedad. (…)Para evitar morir de hambre, la gente huyó de las ciudades, se estableció en el campo y trató de cultivar cereales, aceite, vino y otras vituallas por sí misma. (…)Disminuyó la función económica de las ciudades, del comercio y las artesanías urbanas. Italia y las provincias del imperio volvieron a una situación menos avanzada de división social del trabajo. La estructura económica altamente desarrollada de la civilización antigua retrocedió a lo que hoy se conoce como la organización señorial de la Edad Media. (…) Su contraataque [de los emperadores] fue inútil y no afectó a la raíz del mal. La coacción y la coerción a la que recurrieron no pudo invertir la tendencia hacia la desintegración social, que, por el contrario, vino causada por el exceso de coacción y coerción [por parte del estado]. Ningún romano era consciente del hecho de que el proceso lo había inducido la interferencia del gobierno en los precios y el envilecimiento de la moneda. (op. cit., pp. 768-769)
Mises concluye:
Un orden social está condenado si las acciones que requiere su funcionamiento normal se ven rechazadas por los patrones de la moralidad, son declaradas ilegales por el derecho del país y se persiguen como criminales por tribunales y policía. El Imperio Romano se desmoronó porque la faltó el espíritu del liberalismo y la libre empresa. La política del intervencionismo y su corolario político, el principio del Führer, descompuso el poderoso imperio como siempre desintegrará y destruirá necesariamente cualquier entidad social. (op. cit., pp. 769, cursivas añadidas)
En análisis de Mises se ha confirmado invariablemente, no solo en mucho ejemplos históricos (procesos de decadencia e involución descivilizadora, por ejemplo en el norte y otras partes de África; en la crisis en Portugal tras la “Revolución de los claveles”; en la enfermedad social crónica que afecta a Argentina, que se convirtió en uno de los países más ricos del mundo antes de la Segunda Guerra Mundial, pero que hoy, en lugar de recibir inmigrantes, pierde población constantemente; procesos similares que están devastando Venezuela y otros regímenes populistas en Latinoamérica, etc. Pero también, y sobre todo, por el experimento del socialismo real, que hasta la caída del Muro de Berlín, puso a cientos de millones de personas en el sufrimiento y la desesperación.
También hoy, en un mercado mundial completamente globalizado, las fuerzas descivilizadoras del estado de bienestar, del sindicalismo, de la manipulación financiera y monetaria de los bancos centrales, del intervencionismo económico, del aumento en las regulaciones y las cargas fiscales y de la falta de control en las cuentas públicas amenazan incluso a aquellas economías que hasta ahora se habían considerado las más prósperas (Estados Unidos y Europa). Hoy en una encrucijada histórica, estas economías están luchando por librarse de las fuerzas descivilizadoras de la demagogia política y el poder sindical, al intentar volver al camino del rigor monetario, el control presupuestario, la reducción de impuestos y el desmantelamiento de la enredada red de subvenciones, intervención y regulaciones que asfixia el espíritu empresarial e infantiliza y desmoraliza a las masas. Su éxito o fracaso en esta empresa determinará su destino futuro y concretamente el si continuarán o no dirigiendo el avance de la civilización como han hecho hasta ahora o si, en caso de fracaso, abandonarán el liderazgo de la civilización ante otras sociedades que, como la sociedad chino-asiática buscan fervientemente y sin pedir disculpas convertirse en los jugadores clave en el nuevo mercado mundial globalizado.
Es evidente que la civilización romana no cayó como consecuencia de las invasiones bárbaras: más bien, los bárbaros capitalizaron fácilmente un proceso social que ya estaba, por razones puramente endógenas, en una marcada decadencia y viniéndose abajo.
Mises lo expresa de esta manera:
Los agresores extranjeros simplemente aprovecharon una oportunidad que les ofrecía la debilidad interna del imperio. Desde un punto de vista militar, las tribus que invadieron el imperio en los siglos IV y V no eran tan formidables como los ejércitos que las legiones habían derrotado fácilmente en tiempos anteriores. Pero el imperio había cambiado. Su estructura económica y social ya era medieval. (op. cit., pp. 767-768)
Además, el grado de regulación, estatismo y presión fiscal del imperio se hicieron tan grandes que los propios ciudadanos romanos se sometían a veces a los invasores aliadas como un mal menor, cuando no recibían a estos invasores con los brazos abiertos. Lactancio, en su tratado, Sobre la muerte de los perseguidores, escrito en los años 314-315 indica:
Empezó a haber menos hombres que pagaran impuestos de los que recibían salarios, así que al agotarse los medios de los labradores por los enormes tributos, se abandonaron las granjas, las tierras cultivadas se convirtieron en bosques (…) Y muchos presidentes y una multitud de cargos inferiores fueron duros con cada territorio y casi con cada ciudad. Había asimismo muchos ayudantes de distinto grado y vicepresidentes. Muy pocas causas civiles llegaban a ellos: pero había condenas diariamente y se practicaban confiscaciones con frecuencia; había impuestos en innumerables productos y estos no solo se repetían a menudo, sino que había errores continuos y, al cobrarlos, intolerables. (Citado por Antonio Aparicio Pérez, La Fiscalidad en la Historia de España: Época Antigua, años 753 a.C. a 476 d.C., Madrid: Instituto de Estudios Fiscales, 2008, p. 313)
Está claro que esta situación es similar a la actual en muchos aspectos y una legión de escritores ya han demostrado que el nivel actual de subvenciones y regulaciones impone una carga desmoralizante e intolerable en el cada vez más acosado sector productivo de la sociedad. De hecho, unos pocos autores, como Alberto Recarte, han tenido el valor de reclamar una reducción en “el número de empleados públicos, particularmente aquellos cuyo trabajo es regular, supervisar e inspeccionar toda la actividad económica imponiendo requisitos legales extremadamente intervencionistas y costosos” (El Desmoronamiento de España, Madrid: La Esfera de los Libros, 2010, p. 126). Debemos recordar que todos dependemos de la producción de la actividad económica privada.
En De Gubernatione Dei (IV, VI, 30), Salviano de Marsella escribe:
Entretanto se estaba robando a los pobres, las viudas se quejan, se pisotea a los huérfanos, de forma que muchos, incluso personas de buena cuna, que habían disfrutado de una educación liberal, buscan refugio en el enemigo para escapar de la muerte en los juicios de la persecución general. Buscan entre los bárbaros la piedad romana, ya que no pueden resistir el ensañamiento bárbaro que encuentran en los romanos. Aunque estos hombres difieren en costumbres e idioma de aquellos con lo que se han refugiado y tampoco están acostumbrados, por decirlo así, al nauseabundo olor de los cuerpos y ropas de los bárbaros, aun así prefieren la vida extraña que encuentran allí a la extendida injusticia entre los romanos. Así que encontramos a hombres pasándose en todas partes, ahora a los godos, ahora a los bagaudas o a cualesquiera otros bárbaros que hayan establecido su poder en otro lugar y no se arrepienten de su expatriación, pues prefieren vivir como hombres libres, aunque en aparente cautividad, a como cautivos en aparente libertad. (Citado en ibíd., pp. 314.315)
Finalmente, en sus Siete libros contra los paganos (Madrid: Gredos, VII, 41-7), el historiador Orosio concluye:
Los bárbaros llegaron a detestar sus espadas, se dirigieron al arado y trataron afectuosamente al resto de los romanos como camaradas y amigos, así que ahora entre ellos pueden encontrarse algunos romanos, que, viviendo con los bárbaros, prefieren la libertad con pobreza a pagar tributos con angustia entre su propio pueblo. (Cursivas añadidas)
No sabemos si en el futuro la civilización occidental, que ha prosperado hasta ahora, será reemplazada por la de otra gente a quienes incluso hoy podríamos considerar como “bárbaros”. Sin embargo, debemos estar seguros de dos cosas: primero, en medio de la recesión más grave que devasta el mundo occidental desde la Gran Depresión de 1929, si fracasamos en aplicar las medidas esenciales, es decir, las desregulación, especialmente en el mercado laboral, una reducción en los impuestos y el intervencionismo económico y el control del gasto público y la eliminación de subvenciones, arriesgamos muchos que, por ejemplo, la mera preservación del euro (o, para los estadounidenses, del dólar como divisa internacional) [1] y, segundo, si perdemos la batalla de la competitividad en el mundo globalizado de una vez y para siempre y caemos en una decadencia marcada y crónica, sin dudad no se deberá a factores exógenos, sino a nuestros propios errores, fallos y deficiencias morales.
A pesar de lo anterior, me gustaría acabar con una nota optimista. Las recesiones son dolorosas y se usan a menudo como pretexto para criticar el sistema de libre mercado y aumentar la regulación y el intervencionismo, haciendo las cosas aún peores. Sin embargo las recesiones son también la fase en la que la sociedad vuelve a un fundamento sólido, se revelan los errores cometidos y todos se colocan en su lugar adecuado. Las recesiones son la etapa en la que se ponen los cimientos para una recuperación y se hace una inevitable vuelta a los principios esenciales que permiten avanzar a la sociedad.
Es verdad que afrontamos muchos retos y que podríamos desalentarnos muy fácilmente y que los enemigos de la libertas brotan por todas partes. Pero no es menos cierto que, frente a la cultura de las subvenciones, la irresponsabilidad, la falta de moral y a dependencia del estado para todo, están surgiendo de las cenizas entre muchos jóvenes (y también entre algunos de nosotros que ya no somos tan jóvenes) la cultura de la libertad empresarial, de la creatividad y la asunción de riesgos, del comportamiento basado en principios morales y, en resumen, de la madurez y la responsabilidad (frente al infantilismo de nuestras autoridades y políticos que nos restringirían para hacernos cada vez más serviles y dependientes). Para mí, está claro quién tiene las mejores armas intelectuales y morales y, por tanto, quien es dueño del futuro. Por eso soy un optimista.

[1] El proceso social no puede sobrevivir o desarrollarse sin un marco institucional que discipline y restrinja a políticos, sindicatos y grupos privilegiados de interés. Aunque sin duda nuestras autoridades no eran conscientes de en qué se estaban metiendo cuando anunciaron la creación del euro, bajo las circunstancias actuales el euro está, afortunadamente, desempeñando ese papel “disciplinante”, al menos en los países de la periferia de Europa, que, por primera vez en su historia, se ven ahora obligados a tomar medidas estructurales de liberalización económica en un entorno en que se han hecho evidentes la inviabilidad y el engaño que se encuentran en la base del actual estado del bienestar. En Estados Unidos la situación es más dudosa. Aunque se han hecho esfuerzos esporádicos por limitar el déficit público por parte de movimientos como el Tea Party y otros, la naturaleza del dólar como divisa de reserva internacional deja un montón de espacio a la extravagancia de los políticos y al gasto desatado.

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