por Aníbal Romero
Aníbal Romero es profesor de ciencia política en la Universidad de Simón Bolívar.
No me sumaré al coro de felicitaciones por los reales o presuntos
logros de la oposición el pasado domingo. Hubo un avance en número de
votos y reconozco el esfuerzo realizado por el candidato unitario, su
equipo y los millones de venezolanos que aportaron sus empeños a la
causa democrática. Pero derrota es derrota y la del 7 de octubre fue
contundente. Varias encuestas lo pronosticaban pero preferimos creer las
que generaban buenas noticias, con débil fundamento.
Me parecen excesivos los halagos y alabanzas con relación a lo
ocurrido. Como sabemos, las expresiones de civilidad y respeto del
presidente no durarán mucho y no debería sorprendernos una nueva
ofensiva, destinada a radicalizar el proceso y cumplir lo prometido:
hacerlo irreversible.
Me preocuparon el tono y ausencia de contenidos en las
manifestaciones de varios líderes opositores el pasado domingo, cuando
aparecieron por televisión en medio de la incertidumbre entonces
imperante. Cabe preguntarles si creen que están en Suiza o Dinamarca, en
el marco de una democracia normal y mecanismos
electorales creíbles. Todos sabemos que no es así y, sin embargo, las
presentaciones de estos dirigentes transmitían un airecillo presuntuoso y
enrarecido, así como palpable autocomplacencia.
¿Soy acaso el único en notar que la dirigencia opositora comienza a
creer que lo está haciendo de maravilla y a adoptar un tono
irritantemente pomposo y petulante? Sonrisas y deleite con el propio
discurso se combinan con el más craso populismo en las alocuciones de algunos de ellos.
Es cierto, hubo un avance, pero por ello se ha pagado un costo. Me
refiero a la continua claudicación ideológica de la oposición, que ha
adoptado con bombos y platillos la agenda de Chávez. No dudo que el
candidato de la unidad tenía que asumir el tema social si deseaba
comunicarse con las mayorías, pero no creo que debió hacerlo pagando el
precio de dejar por completo de lado el carácter trágico que tiene lo
vivido por Venezuela estos pasados años, presentándose como el leal
competidor en un torneo equilibrado y justo.
Venezuela se ha convertido, entre otras cosas, en el principal
soporte de la perdurabilidad del despotismo castrista, pero de ello ni
una sola palabra por parte del candidato unitario. No solamente asumió
las dádivas y subsidios como un
programa permanente, sino que prometió multiplicarlos y darles carácter
legal, reforzando el camino de dependencia y sumisión abierto por Chávez
a un pueblo cada día más atado al Estado paternalista y depredador. El
miedo a la abstención les llevó también a callar ante
los evidentes abusos, mentiras, desmanes y desequilibrios de un árbitro y
un sistema electoral sencillamente deleznables, que hacen prácticamente
imposible una competencia legítima y balanceada.
Me he enfrentado a Hugo Chávez y su rumbo
destructivo desde el 4 de febrero de 1992 hasta el presente. Pero
siempre le he reconocido al caudillo “bolivariano” que tiene
convicciones firmes, que no anda con rodeos ni medias tintas, y que en
su alma no hay un vacío sino una mezcla de resentimientos y disparates
ideológicos que al final se vuelven creencias, por negativas que sean.
No percibo lo mismo en la oposición. Allí siento un vacío espiritual, un
ánimo de arreglo y contemporización a toda costa, una renuencia a
llamar al pan, pan, y al vino, vino. Además, la negación del pasado en
general, y de lo positivo de la república civil en particular, es
cuestionable. Negar el pasado es desnudar el futuro. Son actitudes que
debilitan; actitudes repudiables que revelan carencias esenciales.
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