Bradbury y nosotros
El “pan y circo” viene desde hace tiempo como
una trampa mortal de gobernantes para domesticar y mantener a sus
súbitos distraídos. El estudio y el conocimiento son enemigos de los
demagogos y megalómanos porque provocan cuestionamientos y crean
inconformistas.
Junto a Crónicas marcianas en la que se hacen
ejercicios de “lateral thinking” a través de episodios como el
comentario de protagonistas en el sentido de que no se puede vivir en la
Tierra “debido a que hay oxígeno”, Fahrenheit 451 es la obra cumbre de
Ray Bradbury parida en 1950 y con infinidad de ediciones en múltiples
lenguas.
En este libro se consignan los enormes peligros y las
consecuencias de la censura y el bloqueo que genera el autoritarismo a
toda manifestación de indagar intelectualmente en lugar de proceder como
el rebaño. Se trata de un bombero que, de acuerdo con las directivas
del departamento respectivo estaba dedicado a quemar libros. Hay aquí un
paralelo estrecho con los aparatos estatales: en lugar de proteger y
garantizar los derechos de la gente, la agrede, la persigue y la usa
para arrancarle su renta, es decir, bomberos que incendian.
En la
primera línea del primer capítulo se lee que “Era un placer quemar”. La
mujer de este bombero representa a las mil maravillas el atolondramiento
de la sociedad con una radio conectada a sus oídos a través de una
extensión (hoy diríamos auriculares) en los que permanentemente se deja
invadir por otras voces porque no existe la propia en una manifestación
de autismo superlativo que solo interrumpe para presenciar frivolidades
televisivas y quien requiere de dosis crecientes de pastillas para
dormir en el contexto de un matrimonio gélido y, por ende, inexistente.
Se
consigna en el libro el siguiente razonamiento: “Usted debe entender
que nuestra civilización es tan vasta que no podemos contar con minorías
disconformes y agitadoras […] ¿Qué quieren en esta país antes que nada?
[…] ¿No los mantenemos en movimiento? ¿No les ofrecemos
entretenimientos? Es eso por lo que vivimos”. Este es el discurso de los
autoritarios que ansían poder a costa de la gente. En esta línea
argumental, nos dice el narrador de Bradbury que nada más peligroso que
el conocimiento. De allí la quema de libros que se ha sucedido literal o
figurativamente en distintos momentos de la historia. La censuras de
libros es la característica central de los nacionalsocialismos, los
comunismos y toda la caterva de imitadores. Es por ello que Borges ha
escrito que la manía de los gobiernos es “construir murallas y quemar
libros”.
El hecho es que el bombero en cuestión queda muy
impresionado con que la dueña de una biblioteca opta por dejarse
envolver en las llamas junto a sus libros. También le taladra la cabeza
el recapitular sobre lo que le escuchó decir a su jefe respecto al
titular de una biblioteca que “lo arrastraron al asilo gritando” ya que
“cualquier hombre que considera que puede engañar al gobierno está
insano”.
En esta historia truculenta, el incendiario, luego de
diez años de quemar testimonios de la humanidad, primero se encuentra
con una joven que lo deja meditando con solo dos preguntas y al subrayar
una afirmación que el mismo hace al pasar: “¿nunca ha leído algunos de
los libros que incendia?” a lo que el bombero, fruto de un exacerbado
servilismo, instintivamente exclama “¡eso es contra la ley!” (afirmación
que luego reconsiderará); la pregunta inocente de “¿es usted
feliz?”(que más tarde le otorga el peso que tiene en cuanto a que el
concepto solo está presente en los seres humanos) y, finalmente, destaca
que el olor a kerosene con que se agitan las llamas “no se elimina
nunca” del alma de los biblioclastas.
En otro de los encuentros la
joven enfatiza dos aspectos adicionales de la vida que dejan inquieto
al bombero: en primer lugar el valor del pensamiento que se alimenta con
la lectura y, en segundo término, la errada noción de las actividades
sociales que se considera existen con el retumbar del tartamudeo de
lugares comunes en lugar del fecundo intercambio de reflexiones y
cuestionamientos que nacen de la curiosidad por el conocimiento.
Otras
dos reuniones son decisivas para el cambio de actitud de uno de los
asesinos de la memoria: un ex profesor que juiciosamente elabora sobre
la trascendencia de los libros como la sangre vital de la cultura y la
importancia de darse tiempo para digerirlos, en lugar de dejarse llevar
por lo que impone la autoridad y enfrascarse en distracciones
televisivas y equivalentes. Asimismo, le impresiona el esfuerzo de una
asociación literaria cuyos integrantes memorizan los contenidos de los
libros antes que los mate el fuego de modo inmisericorde.
Todo
esto hace recapacitar al personaje de la obra quien comienza a leer
libros y a guardarlos secretamente en su casa por lo que es denunciado. A
diferencia de otras conocidas novelas donde queda plasmado el espíritu
autoritario, ésta termina con el resurgimiento del individuo frente a la
tropa colectivista e indiferenciada. Es de gran importancia percatarse
de los peligros que pone de manifiesto Bradbury en este magnífico
trabajo que constituye una señal de alerta para lo que viene ocurriendo
de un tiempo a esta parte.
La censura del alma es el asesinato del
ser humano. De allí es que todos los liberales de los más recónditos
rincones del planeta siempre le han atribuido la prelación que se merece
a la libertad de pensamiento y su correlativa libertad de expresión y
prensa tan vilipendiada por todos los autócratas bajo las más variadas
máscaras y pretextos.
En última instancia, la cesura procede de un
grave complejo de inferioridad. Es el miedo al conocimiento que tarde o
temprano pone al descubrimiento la ignorancia supina en la que se basan
los ingenieros sociales, que si nada se les interpone en el camino se
perpetúan en el poder al efecto de manejar las vidas y haciendas del
prójimo como les venga en gana.
La participación estatal en los
negocios del papel, las agencias estatales de noticias, el sistema de
concesiones gubernamentales del espectro electromagnético, las cargas
fiscales a libros importados, las trasnochadas figuras como las del
“desacato” y similares son todos pasos en dirección al estrangulamiento
de la libertad de expresión.
Han dicho y repetido los Padres
Fundadores en Estados Unidos que “el precio de la libertad es su eterna
vigilancia” y, como ha apuntado Tocqueville, el dar por sentada la
libertad se convierte en su momento fatal. El horripilante relato de
Bradbury pone al descubierto el tema de nuestro tiempo que no debe ser
menospreciado sino atendido por todos los que se consideran hombres
libres.
Se trata entonces de estudiar y difundir los valores y
principios de la sociedad abierta y no meramente declamar. Esteban
Echeverría precisó la idea en su célebre primera lectura en el Salón
Literario, en 1837, en pleno corazón del barrio de San Telmo, en Buenos
Aires: “no nos basta el entusiasmo y la buena fe; necesitamos mucho
estudio y reflexión, mucho trabajo y constancia”.
Para cerrar esta
nota, puede servir a modo de ilustración del debate de ideas que
subyace uno de los tantos temas vinculados a las virtudes de la sociedad
abierta. John Nash lo criticó a Adam Smith por la figura de su “mano
invisible” afirmando que muchas veces cada uno en libertad persiguiendo
su interés personal no logra beneficios mutuos sino conflictos. Para
simplificar el asunto ilustremos con el caso del uso (y abuso) del
ganado por parte de varios usufructuarios. No se suscita problema alguno
si se asignan y respetan derechos de propiedad. Solo ocurre el
conflicto si la propiedad es de todos en cuyo caso inexorablemente
aparece “la tragedia de los comunes”. Por otra parte, se ha puesto como
ejemplo de la descoordinación sugerida por Nash la crisis del
endeudamiento que hoy padece buena parte del mundo, pero no se debe a
“fallas de mercado” puesto que la referida deuda pública es
compulsivamente contraída por aparatos estatales y no en interés de las
partes contratantes en libertad. Donde hay lesiones de derechos la
naturaleza del cuadro de situación es radicalmente distinta ya que la
tensión no es el resultado de operar en el contexto de los marcos
institucionales que requiere el proceso de mercado.
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