José Elías Romero Apis analiza el contexto en el que los presidentes pronunciaron su primer mensaje
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Fotos ArchivoExcélsior
CIUDAD DE MÉXICO, 23 de noviembre.- Es un recuento de programas y también
de más promesas, pero el primer mensaje de un Presidente forma parte de un ceremonial seguido por grandes sectores de la población.
4. El peor día para discursos
Decíamos al principio que casi nunca el discurso inaugural del sexenio de un Presidente ha sido clasificado como el mejor de su autor, no obstante que debe haber sido frecuente que el orador en turno suponga que será una gran pieza o que crea que está obligado a que así lo sea.
Pero la verdad es que casi nunca lo ha sido porque es un discurso que tiene que enfrentarse a muy fuertes desventajas que, difícilmente, pueden ser remontadas.
La primera es que es el peor día para decir discursos, porque es el día que el nuevo Presidente se enfrenta a dos de los peores enemigos que acosan a un político. Esos enemigos son la soberbia y la inexperiencia.
La soberbia porque se trata de un gobernante que viene de un triunfo electoral nacional y de muchos triunfos previos y, muchas veces desconocidos, que lo llevaron a la cumbre política de su nación. Desde luego, no se le pueden regatear los méritos de una victoria que, usualmente, fue dura y difícil. Pero tampoco puede negarse que es difícil desprenderse de la soberbia del triunfalismo.
Además, todavía no han comenzado los reclamos de su pueblo. Toda su interlocución es bella. Todos le piden, todos le sugieren y todos lo elogian. Nadie tiene, todavía, facturas que presentarle ni cuentas que cobrarle. Ése es su gran día, quizá su único gran día. Sus programas todavía no se cancelan, sus promesas todavía no se revocan, sus propósitos todavía no fracasan y sus colaboradores todavía no se equivocan. Tendrán que pasar muchos días de derrota en Los Pinos para ir volviendo a la normalidad de la vida. Pero, por eso, ese gran día, delicioso y paradisiaco, no es bueno para los discursos.
Y la inexperiencia es el otro gran enemigo. Y ése su primer día es, por lógica aristotélica, su día de mayor inexperiencia. Dentro de dos años ya habrá sufrido mucho y ya habrá perdido mucho, pero ya habrá aprendido mucho. Pero este día es todavía blanco y puro. No digo que tonto, porque ningún Presidente mexicano lo ha sido. Pero son distintas la inteligencia y la experiencia. De hecho, la inteligencia nos sirve para aprender rápido. Permite obtener experiencia pronta no para sustituir a la experiencia. Por eso, tampoco es un buen día para los discursos.
Pero, además, ese día el discurso tiene muy poderosos enemigos mediáticos que le impiden lucir y que lo relegan hasta las páginas interiores de los diarios.
El primer enemigo es el gabinete. La noticia del nuevo equipo “mata” a cualquier discurso presidencial. Quizá, también, porque el gabinete es en sí mismo un discurso y, muchas veces, mucho más claro que el de la tribuna. El gabinete dice más que muchas frases. Indica hacia dónde va el gobierno, lo que le importa al Presidente o lo que puede sacrificar, las promesas que va a cumplir y las que va a olvidar. El gabinete es el verdadero tarot de la política. Es la adivinación del futuro de un gobierno.
El segundo enemigo mediático es el evento en sí mismo. El ceremonial, el protocolo, el ritual republicano que, por fortuna, sigue interesando y entusiasmando a grandes sectores de la población, como un síndrome de republicanismo y de institucionalidad.
Y el tercero es la llamada nota-de-color, aquella reseña coloquial que permite al lector ubicarse como si hubiera estado dentro del propio evento y hubiera visto lo que sucedía con todos los asistentes. Este relato de chismorreo es, también, una atracción que suele relegar a la arenga presidencial.
Quizá todo ello junto, más algunas imprevisiones presidenciales, han determinado que, como regla general, tengamos las siguientes constantes en el discurso presidencial inaugural.
Lo primero es que, casi siempre se trata de un discurso indebidamente largo como para ser buen discurso. Recordemos que se trata de una oportunidad que se brinda por cortesía y ésta tiene sus reglas congresionales. El tiempo más largo que se otorga a un congresista para usar la tribuna es de quince minutos, en condiciones y ceremonias muy especiales. Luego entonces, un invitado a hablar debiera no exceder de este tiempo o, cuando mucho, hasta de veinte minutos en total.
Por si fuera poco, un buen discurso político debe ser corto. A mí, en lo personal, me seduce el discurso de siete minutos. Pero si el orador es lo suficientemente genial, puede hacerlo más corto y mejor. El que ha sido considerado, por muchos, como el más grande discurso político de la historia duró, tan sólo, dos minutos y ellos fueron suficientes para decir todo lo que se tenía que decir en esa ocasión y para decirlo con elegante belleza. Sobre ese discurso se han escrito libros y ensayos durante más de siglo y medio.
Lo segundo es que el discurso inaugural se ha destinado a ser un recuento de programas muy aburrido y muy poco emotivo. No olvidemos que el nuevo Presidente lleva, ya para entonces, más de un año hablando de propósitos, programas y promesas. Lo hizo en la contienda interna, en la campaña electoral y en el período poselectoral. Repetir lo dicho es redundancia. Modificarlo sería inconsistencia. Muchas de sus frases que gustaron ya se gastaron. Pasaron del gusto al gasto.
Lo tercero es que casi siempre se trata de un discurso muy ingenuo. No quiero decir que haya sido cínico, pero si es muy promisorio y muy quimérico.
Por ejemplo, ha habido tantos discursos inaugurales donde se asegura que se acabará la corrupción gubernamental. Y quiero suponer que los autores lo creían y no lo fingían. Prefiero creerlos cándidos que sinvergüenzas.
En fin, los discursos inaugurales no son buenos para aprender oratoria salvo en lo que no se debe hacer.
5.La ambientación del discurso
El discurso inaugural no se da en el ambiente estéril de un laboratorio, sino en las circunstancias contaminantes de una realidad política. Alrededor de la ceremonia existen esperanzas y preocupaciones nacionales que, muchas veces, son acertadamente percibidas por el orador presidencial y, consecuentemente, su atención es parte esencial de su discurso. Otras más, han sido ignoradas por el protagonista de la fiesta.
Pero repasemos esa ambientación que prevaleció en las tomas de posesión.
En 1934, Lázaro Cárdenas tuvo al socialismo como el eje central de su discurso. En esto vale detenernos para rectificar una desviación de la óptica histórica. Muchas veces se ha repetido que la pugna Calles-Cárdenas tuvo su origen en las tendencias socialistas del cardenismo. Creo que es equivocado. En primer lugar porque Calles también las tuvo. Muchas de sus acciones tuvieron ese perfil. Sus amigos y asociados políticos más cercanos eran líderes obreros. Y, por último, este discurso inaugural se da en el auge del “Maximato”, cuando Calles es el líder todopoderoso de la nación.
En realidad, la disputa Calles-Cárdenas se da por razones personales y no por cuestiones ideológicas. Pero fue esa disputa la que determinó que el discurso de Manuel Ávila Camacho, en 1940, estuviera impregnado de convocatorias a la unidad nacional.
Para 1946, la institucionalización de la vida nacional fue el ambiente en el que se dio el discurso de Miguel Alemán. Y, en 1952, el tema de la corrupción fue lo que caracterizó la arenga de Adolfo Ruiz Cortines, la cual ha pasado a la historia como una reprimenda al Presidente saliente, aunque la lectura del discurso revela fuertes dosis de alabanza hacia Alemán.
En 1958 el país ya había entrado a su segunda década de desarrollo sostenido y lo que se requería eran las suficientes dosis de estabilidad para hacerlo benéfico. Ese fue el marco en el que se dio el discurso inaugural de Adolfo López Mateos.
Para 1964 el ambiente político mexicano era realmente plácido y no se vislumbraban temas imperativos en la toma de posesión. Así, casi al gusto, Gustavo Díaz Ordaz tomó a la soberanía como un tema interesante en un mundo que afrontaba la Guerra Fría.
Pero, para 1970, esa placidez había desaparecido. Muchos conflictos internos habían revelado al mexicano como un gobierno represor. Había heridas que cerrar y Luis Echeverría se aplicó con un discurso en el que la reconciliación fue nota sobresaliente.
En 1976, José López Portillo asume el mando en medio de la primera crisis económica después de más de veinte años de desarrollo con estabilidad. La injusticia económica es el tema fundamental de su discurso inaugural. Pero la crisis no se resolvería sino, antes al contrario, se agudizaría y Miguel de la Madrid llegaría a la Presidencia, en 1982, afrontando una crisis de proporciones mayores. Eso fue su tema central.
Llegamos a 1988. Carlos Salinas de Gortari asume rodeado de rumores de ilegitimidad electoral. Vicente Fox se había injertado unas “orejas de burro” y Marcos Rascón habría de portar una “cara de cerdo”. Salinas decide que la legitimidad de la gestión subsidiará la de la elección y esa será la ambientación discursiva.
Para 1994 el ambiente político no podía estar más enrarecido. La rebelión en Chiapas, los berrinches de Camacho, el magnicidio de Colosio, el asesinato de Ruiz Massieu, la incertidumbre generalizada fueron el marco de la asunción de Ernesto Zedillo.
Para el 2000, era otra la incertidumbre. Por primera vez, en 70 años, habría un presidente que no era priista. No se sabía cómo iba a funcionar el México del futuro. La transición o la alternancia, como cada quien quiera llamarla, no fue un tema abordado a fondo por Vicente Fox. Se dedicó a otras cosas.
Por último, en 2006, Felipe Calderón no pronunció discurso alguno en el Palacio Legislativo. Tuvo su ceremonia particular en el Auditorio Nacional. El ambiente político había estado cargado de dudas y de incertidumbre. Durante los cinco meses que van de la elección, en julio, a la ceremonia inaugural, en diciembre, los mexicanos primero no sabíamos quien había ganado y, después, no sabíamos si asumiría el cargo.
Esos han sido los ambientes reinantes en los diciembres mexicanos de relevo presidencial. Eso ha sido determinante en el contenido de los respectivos discursos inaugurales.
6. El contenido del discurso
Ahora veamos, con mayor detalle, el contenido de los discursos de inauguración. De una manera sintética repasemos los temas que más importancia merecieron de sus autores y que sus escuchas más registraron.
Lázaro Cárdenas abordó el tema de la economía nacional. El mundo empezaba a salir de la pavorosa depresión del 29 y la posibilidad de consolidar un progreso futuro era la esperanza universal. Abordó el problema de la productividad agraria como eje rector de nuestra economía. Se refirió a la situación de los trabajadores. Mencionó el camino hacia una educación socialista. Tocó el tema de la situación de los militares y el posicionamiento del Ejército. Advirtió sobre los riesgos futuros para nuestra diplomacia.
Más adelante hizo referencia a los problemas de la justicia social y a las desigualdades del desarrollo. Manifestó su preocupación por el desempleo. Refrendó su respeto por el estado de Derecho. Por último, invocó la cooperación y la fe de todos los mexicanos.
Manuel Ávila Camacho adoptó ciertos matices místicos. Habló de la necesidad de consolidar espiritualmente a nuestras conquistas sociales. Eran tiempos de inquietud frente al “socialismo-cardenista”. Recién se había fundado el PAN como una respuesta opositora a ello. Recalcó la necesidad de proteger la pequeña propiedad agraria, la expansión de la economía y los valores espirituales.
En 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, remitido el fascismo y restablecida la paz, Miguel Alemán proclamó que el suyo sería un gobierno de libertades inviolables. Que no habría superiores ni inferiores. Que se apegaría a la ley y que sería un gobierno para todos, inspirado en el bien común. Esto del “bien común” nos refleja que Carlos Salinas no fue el primero que le “pirateó” esa bandera discursiva a Acción Nacional.
Prometió una elevación del nivel de vida, mayor protección para los trabajadores y para los consumidores. Ofreció arribar a la normalidad monetaria y al control de la inflación. Para terminar dijo que el patrimonio moral es tan grande como el material.
Por su parte, Adolfo Ruiz Cortines señaló que se había consolidado nuestra vida institucional. Que habían terminado las pugnas nacionales. Ofreció aplicarse al equilibrio de nuestros recursos naturales. Que continuaría la reforma agraria. Que habría guerra contra monopolistas y acaparadores. Que fortalecería la economía nacional. Que actuaría con absoluta honradez, moral pública y administrativa. Que ejercería su máxima energía contra los venales.
Alabó la gestión de Miguel Alemán “por su esfuerzo creador, su entusiasmo, su vigor y su patriotismo lo que le ganó el afecto y el respeto de los mexicanos”.
En 1958, Adolfo López Mateos declaró la guerra a “dos enemigos: la pobreza y la ignorancia”. Garantizó una moneda estable y “progreso parejo para todos”. Libertad con orden. Producir más para exportar más. Recalcó la importancia de una educación pública con planeación total. Pidió mayor aportación de la iniciativa privada. Se refirió a un mejor aprovechamiento de los recursos naturales y a una mejor distribución del ingreso. Alabó a Ruiz Cortines y terminó “con la Revolución Mexicana en la conciencia y el imperativo de la ley en la voluntad”.
Gustavo Díaz Ordaz empleó frases como “mucho me ha confiado mi pueblo y sé muy bien que mucho me va a exigir”. Parece que adivinaba. Dijo que siempre haría un “planteamiento sereno de los problemas”. En esto lo traicionó su temperamento. Llamó a cuidar lo conquistado en años. Prometió 400 mil empleos cada año, condicionar la inversión extranjera y estabilidad. Cuidar los bosques, el campo, el turismo y la educación. “Mi voz es la de un ciudadano típico. De la propia entraña del pueblo vengo y a ella he de regresar”.
Luis Echeverría pronunció el más largo discurso inaugural que se haya dicho en México. Duró hora y media, lo cual es un exceso, como ya se dijo. Habló de la excesiva concentración del ingreso como amenaza para el desarrollo. De la injusta distribución de beneficios. Dijo que son incompatibles las carreras de funcionario y negociante. “Llego a la Presidencia de la República sin resentimientos, ambiciones o intereses”. “Vayamos hacia arriba. Vayamos hacia adelante”.
En su turno, José López Portillo manifestó que peligraba la libertad si continuaban los enfrentamientos. Debe usarse la razón en vez de la fuerza, dijo. Curiosamente prometió un gobierno ajeno a la corrupción. De allí lo que digo de la ingenuidad. Luego vino una letanía de disculpas que tuvieron, momentáneamente, cierto efecto teatral pero que, después, se revirtieron contra el autor. “Pido perdón a los desposeídos por no sacarlos aun de su postración”.
También hizo convocatorias-solicitudes disparadas hacia todos lados. “A los empresarios les pido usar la función social de la empresa. A los intelectuales, no sacrificar su talento al prestigio de la soberbia (sic), a los que critican les pido que nos ayuden, a los campesinos y obreros les pido nobleza y dignidad, a mis colaboradores les pido honradez, a los soldados les pido hombría y lealtad, a los desnacionalizados les pido que se vayan y no nos estorben”.
Mencionó que heredaba (sic) un país en crisis, que reestructuraría la banca nacional y mixta (terminaría expropiándola) y que “con el todos y el yo integráramos un nosotros”.
Así llegamos a Miguel de la Madrid. Algunas de sus frases fueron “con sacrificios, pero evitaré que el país se deshaga”. “Se gobierna o se hacen negocios”, en clara alusión a la corrupción precedente. “La banca nacionalizada no será botín político”. “Respetaré y haré respetar la ley”. “No hay derecho contra el Derecho”. Esbozó un plan de diez puntos para la recuperación económica.
Carlos Salinas de Gortari asume en medio de acusaciones de usurpación. Quizá, por eso, se compromete a impulsar una reforma electoral democrática. Señala que la capital mexicana está en crisis de seguridad (ya desde entonces) y que los capitalinos ya están hartos de promesas. Delínea un programa de tres acuerdos nacionales: ampliación de la vida democrática, recuperación económica con estabilidad y mejoramiento productivo con bienestar social.
Ernesto Zedillo habría de señalar que “la pobreza es el lastre más doloroso de nuestra historia”. Anticipa una profunda reforma al sistema de justicia. “México debe ser un país de leyes”. Ofrece concordia y desarrollo para el Sureste. Dice que le indigna la inseguridad y la violencia. Jura honrar el ejemplo de Luis Donaldo Colosio. “El gabinete no es lugar para amasar riquezas”.
De Vicente Fox ya se ha dicho mucho sobre sus discursos. En el inaugural quedaron para el registro de la memoria primero el dirigirse a sus hijos y no a la representación nacional. Segundo, tomar chunga con Juárez. Dijo que “demolería todo vestigio de autoritarismo” y que “compartiría el poder” (sic). “Soy depositario del Ejecutivo no su propietario”. Dijo que gobernaría con Dios y la Guadalupana. “No habrá borrón y cuenta nueva para los grandes corruptos”. Sin embargo, refrendó la permanencia de la educación laica y gratuita, así como la propiedad estatal de Pemex y la CFE.
Por último, Felipe Calderón dijo un discurso en el que, básicamente, llamó de nuevo a la concordia.
Como podrá advertir el amable lector, no hay mucha tela de donde cortar.
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