20 noviembre, 2012

La Constitución de Cádiz: ruptura y continuidad

José María Marco

A Jovellanos no le gustaba la idea de unas Cortes como las que finalmente se convocaron. Habría preferido unas Cortes a la antigua usanza española, más fieles, según su pensamiento, a la constitución política –es decir a la naturaleza– de España. No sabemos lo que habría pensado de la Constitución que esas nuevas Cortes promulgaron el 19 de marzo de 1812, hace ahora doscientos años. Aun así, es claro que entre la constitución política de España, una constitución escrita en la historia y en los usos de nuestro país, que tal era la idea de Jovellanos, y un texto que refundaba la nación política mediante un texto escrito mediaba una distancia importante.


La nueva constitución política de España
En realidad, los liberales y patriotas españoles, dos términos entonces sinónimos, difícilmente podían sustraerse a un gesto que, sin ser obligadamente revolucionario en sus consecuencias, suponía una ruptura de fondo con la historia previa. El aparato administrativo y político de la Monarquía se había acabado en 1808: una Constitución escrita era la pieza clave para el proyecto liberal. También parecía lógico que España siguiera el ejemplo de Estados Unidos (1787), Polonia y Francia (1791). En una situación de quiebra de las instituciones tradicionales, el modelo se imponía casi naturalmente a quienes veían en las circunstancias la oportunidad de cambiar su país. Desde esta perspectiva, la invasión francesa había hecho inviable la continuación de las reformas emprendidas pacíficamente durante todo el siglo XVIII y aceleradas bajo el reinado de Carlos IV. La revolución y su exportación por Bonaparte hicieron imposible el gran proyecto reformista ilustrado.
El rastro de esta ruptura está presente en muchos de los artículos de la Constitución. España no había sido nunca "patrimonio" de la Corona ni de ningún miembro de la Familia Real, pero el artículo 2 se empeñaba en especificar: "La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona". El artículo 3 puntualiza el alcance político de la primera afirmación al decir: "La soberanía reside esencialmente en la Nación". Como es lógico, la nueva Constitución trataba al Rey como un auténtico adversario: más que aspirar a un sistema de equilibrios de poderes, el texto trata de levantar una barrera defensiva a la espera de un ataque. Sirvió de poco en cuanto el Rey, representante tradicional de la nación, y en cuyo nombre se habían levantado los españoles, desembarcó en su país y con un solo gesto desbarató todo aquel monumento.
Aunque algunos lo hubieran deseado, la Constitución tampoco cambió el estatuto de la religión católica. En realidad, la Constitución de 1812 avanzaba posiciones y formulaba un diseño institucional y político que los liberales –fuera del Cádiz asediado– no tenían fuerzas para mantener. Ahora bien, tampoco Fernando VII lo tenía para mantener el suyo, muy poco acorde –por otro lado– con la tradición política española. El descrédito de la política real llevó en seis años a la crisis de 1820, con la reinstauración de la Constitución de 1812. Entonces la posición liberal empezó a cuajar en la realidad más allá de las intenciones escritas y, al amparo de la Constitución gaditana, empezaron las reformas que años después harían de España un país definitivamente constitucional. Por otro lado, durante el Trienio Liberal se pudo comprobar que la Constitución de 1812 no era precisamente un modelo de diseño institucional, ni facilitaba el gobierno de la nación. Era, eso sí, un primer intento, realizado en condiciones especialmente dramáticas, y con una fuerte impronta de un momento revolucionario.
El símbolo revolucionario
El final trágico del experimento del Trienio y el cambio que se produjo en los años siguientes, hasta la promulgación del Estatuto Real (1834) y de la Constitución de 1937, otorgaron al texto gaditano un carácter fuertemente simbólico, más que efectivamente político. Lo expresan muy bien los antiguos doceañistas convertidos a posiciones más moderadas y la generación siguiente, la de Larra, cuando explican que había que continuar la historia a partir de la Constitución del año 12, sin hacer de esta el non plus ultra del liberalismo español. Para entonces –demasiado temprano aún, probablemente–, esos liberales consideraban superado aquel primer intento: había que dar por terminada la revolución y no continuar un perpetuo ciclo revolucionario, que es lo que ocurrió en buena parte de los países europeos. Hubo quien elaboró una imagen idealizada de aquellos tres años de entre 1820 y 1820, cuando estuvo vigente la Constitución del año 12. El Trienio aparecerá aureolado de un prestigio de martirio que la historia de España del siglo XIX, escrita por los liberales, contribuyó a hacer cuajar.
Los relativos fracasos del liberalismo exaltado, a partir del experimento de Espartero entre 1841 y 1843, ayudaron también a crear una imagen de fiasco que sacaba a la Constitución del mundo de la realidad para situarla en el de un ideal... frustrado. La Constitución de 1812 pasó así a formar parte de ese gran relato de la izquierda española según el cual la falta de radicalismo de los liberales de principios del siglo XIX impidió la auténtica revolución española. Esta habría quedado sin hacer, lo que explicaría la hegemonía de los conservadores durante el reinado de Isabel II, el régimen oligárquico y caciquil de la Restauración y luego el éxito del golpe de estado de Primo de Rivera. La nación española tal como la había formulado la Constitución de 1812 había quedado sin hacer.
Aunque hoy en día este gran relato no tenga la densidad de significado histórico y político que en algún momento llegó a tener, algunos de sus grandes motivos se reconocen en las posiciones del PSOE, resucitados con gran intensidad entre 2004 y 2011: la aspiración democrática plasmada en Cádiz no se cumplió hasta la Transición o, según la versión socialista actualizada, hasta que a partir del 2004 los socialistas no tomaron las riendas de la refundación de la nueva España... También hay que relacionar este relato mítico con la obsesión retrospectiva del progresismo español, que no logra superar la tentación de intentar rectificar el pasado y utilizar una y otra vez este –en forma de historia, o de memoria– en el debate político.
Por su parte, la Constitución de 1812 también llevaba aparejada una reflexión sobre la historia española. Aunque habían elegido la ruptura, los constituyentes del año 12 habían querido establecer líneas de continuidad con respecto al pasado de nuestro país. Por lo fundamental, esta voluntad se plasma en la recuperación de las Cortes, argumentada por Francisco Martínez Marina en su Teoría de las Cortes (1813). Martínez Marina es una figura de paso entre Jovellanos y la práctica constitucional del 12, pero la idea de que las Cortes de Cádiz suponían la recuperación de una tradición española transformada, y luego abandonada, por los Habsburgo y por los Borbones cobraría una dimensión a partir de que se acentuara, desde posiciones progresistas, esta oposición entre lo nuestro, lo propiamente español, y lo extranjero, encarnado en las dos dinastías. No anda muy lejos la reivindicación del movimiento de las Comunidades como el último sobresalto del impulso propiamente nacional español (o castellano) frente a los intereses exclusivamente dinásticos del emperador Carlos V. Así es como la historia de la nación española se echó a perder, muchos siglos antes de que fracasara el impulso de la Constitución de 1812. Luego los dos relatos acabaron conformando uno solo, el del fracaso de la nación española o el de la nación española como fracaso, que sigue siendo clave en la historiografía y en la política española de hoy en día.
La Nación española: territorio, nacionalidad y ciudadanía
Esto no quiere decir que el recuerdo de la Constitución de 1812 fuera monopolio de las fuerzas progresistas. En 1912 buena parte del país pensaba todavía, con legítimo orgullo, que el trabajo de construcción de la nación constitucional iniciado en el año 12 había tenido éxito. Aunque ya habían aparecido las voces autodestructivas que contribuyeron a hacer imposible la democratización del liberalismo, el edificio todavía permanecía en pie. La celebración del primer centenario de la Constitución de 1812 tuvo por tanto un alcance nacional y de gran brillantez institucional, académica y política. Aún no había cuajado la idea de que la nación liberal –y por tanto la nación española– había sido un fracaso.
Los constituyentes de Cádiz estaban muy lejos de estas interpretaciones de su posición. Para ellos, España no era una entidad fracasada. Las Cortes habían decretado: "Los dominios españoles en ambos hemisferios forman una sola Monarquía, una misma y sola Nación y una sola familia". Y el artículo 10 de la Constitución precisaba que el territorio español comprendía:
(...) en la Península, con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno.
La España de la Constitución de Cádiz continuaba esta gran España y no se limitaba por tanto a la Península. Era la España construida por los españoles durante siglos a lo largo y ancho del mundo. Sin duda era un imperio, pero también era algo más, y algo distinto: una nación única repartida por cuatro continentes. Tanto como la grandeza de aquella España, conviene apuntar su diversidad y su unidad a un tiempo. A los constituyentes gaditanos les resultaba natural imaginar instituciones políticas que integraban muy diversas perspectivas de lo español. En el texto aparecen incluso los antiguos reinos españoles, algo más que un simple recuerdo histórico porque señalan que ya dentro de "la Península" se encuentra la idea de esta España única y plural a un tiempo: una auténtica nación, no un imperio. La España americana y las posesiones en África y en Asia responden al mismo proyecto.
Había aquí una posibilidad única de crear una nueva nación constitucional. La frustraron –esta vez sí– los acontecimientos posteriores. Los territorios americanos tendrían que crear a partir de ahí sus propias naciones, un proceso que no iba a ser sencillo. En cuanto a las realidades políticas, la naturaleza de la nación constitucional encajaba bien en la forma monárquica que en nuestro país, como en otros muchos, ha sido tradicionalmente la mejor forma de gestionar la diversidad. La importancia de la figura del monarca en el texto constitucional no se debe sólo a la conciencia que tenían los constituyentes del respaldo popular al Rey de España. Se debe también a la naturaleza misma de la nación española. Hoy, la dimensión física es más reducida, pero sigue existiendo variedad y multiplicidad en cuanto a las perspectivas que conforman la nación. En eso –como es inevitable, por otra parte– seguimos siendo españoles clásicos, y no está de más recordar las fórmulas que nuestros antecesores inventaron para integrar y gestionar la diversidad española.
Otro tanto se podría decir de los procesos electorales que se pusieron en marcha para escoger a los representantes en Cortes. Se celebraron en la España americana, con sufragio universal masculino. Nunca se había intentado un experimento democrático a tal escala. Tardaría muchos años en volver a ensayarse. Aquellas elecciones democráticas refrendaban por anticipado la vigencia del Capítulo I, sobre el "territorio de las Españas". Se recordará que uno de los argumentos de las colonias norteamericanas para rebelarse contra la Corona inglesa fue la falta de representación. Dentro de las dificultades de la época, multiplicadas por un momento de guerra y de hundimiento de las instituciones tradicionales, las elecciones revelan una firme voluntad de representatividad y una notable confianza en el buen sentido de los nacionales españoles. El texto constitucional (art. 28) no dejará pasar la ocasión de aclarar, para tiempos venideros: "La representación nacional es la misma en ambos hemisferios".
Otro tanto ocurre, en una dimensión distinta, con el Capítulo II, que define las condiciones de la nacionalidad española. A pesar de soslayar –algo lamentable– el problema de la esclavitud, resulta sorprendentemente moderno en los parámetros que presenta. Hay uno, el del amor a la patria –y el de la necesidad de ser "justos y benéficos"– como requisito para la nacionalidad española (Art. 6), que cada vez cobrará mayor sentido, ahora que empieza a entrar en crisis la idea de que el armazón jurídico y político de la libertad debe carecer de cualquier contenido concreto.
También hay muchas enseñanzas que sacar de la definición de "ciudadano español", que hace un esfuerzo para paliar la inmoralidad de la cuestión de la esclavitud y describe con precisión (artículos 24 y 25) los requisitos que son necesarios para conservar la ciudadanía y, sobre eso, los derechos que lleva a aparejados. Sin adherirse a ningún republicanismo, la Constitución de 1812 pone el acento en las virtudes que un ciudadano no puede dejar de respetar. Es toda una lección de moral pública, más necesaria que nunca en el momento en que vivimos.

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