Por qué no soy conservador
Este texto es el post scriptum de Los fundamentos de la libertad, publicado por primera vez en 1959.
"Siempre fue reducido el número de los
auténticos amantes de la libertad; por eso, para triunfar,
frecuentemente hubieron de aliarse con gentes que perseguían objetivos
bien distintos de los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre
peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad,
pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores". Lord Acton, History of Freedom.
1. El conservador carece de objetivo propio
Cuando, en épocas como la nuestra, la
mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar
por continuas menguas de la libertad individual[1],
aquellos que en verdad la aman suelen tener que malgastar sus energías
en la oposición, viéndose asimilados a los grupos que habitualmente se
oponen a todo cambio y evolución. Hoy por hoy, en efecto, los
defensores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en
el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores.
La postura que he defendido a lo largo de esta obra suele calificarse
de conservadora, y, sin embargo, es bien distinta de aquella a la que
tradicionalmente corresponde tal denominación. Encierra indudables
peligros esa asociación de los partidarios de la libertad con los
conservadores, en común oposición a instituciones igualmente contrarias
a sus respectivos ideales. Conviene, pues, trazar una clara separación
entre la filosofía que propugno y la que tradicionalmente defienden
los conservadores.
El conservadurismo implica una legítima,
seguramente necesaria y, desde luego, bien difundida actitud de
oposición a todo cambio súbito y drástico. Nacido tal movimiento como
reacción frente a la Revolución Francesa, ha desempeñado, durante siglo y
medio, un importante papel político en Europa. Lo contrario del
conservadurismo, hasta el auge del socialismo, fue el liberalismo. No
existe en la historia de los Estados Unidos nada que se asemeje a esta
oposición, pues lo que en Europa se llamó liberalismo constituyó
la base sobre la que se edificó la vida política americana; por eso,
los defensores de la tradición americana han sido siempre liberales en
el sentido europeo de la palabra[2].
La confusión que crea esa disparidad
entre ambos continentes ha sido últimamente incrementada al pretenderse
trasplantar a América el conservadurismo europeo, que, por ser ajeno a
la tradición americana, adquiere en los Estados Unidos un tinte hasta
cierto punto exótico. Aun antes de que esto ocurriera, los radicales y
los socialistas americanos comenzaron a atribuirse el apelativo de liberales. Pese a ello, yo continúo calificando de liberal mi
postura, que estimo difiere tanto del conservadurismo como del
socialismo. Sin embargo, últimamente siento graves dudas acerca de la
conveniencia de tal denominación, y más adelante examinaremos el
problema de la que mejor convendría al partido de la libertad. Mi recelo
ante el término liberal brota no sólo de que su empleo, en los
Estados Unidos, es causa de constante confusión, sino del hecho de que
el liberalismo europeo de tipo racionalista, lejos de propagar la
filosofía realmente liberal, desde hace tiempo viene allanando los
caminos al socialismo y facilitando su implantación.
Permítaseme ahora pasar a referirme al
mayor inconveniente que veo en el auténtico conservadurismo. Es el
siguiente: la filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos
ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad,
interesante cuando se trata de impedir el desarrollo de procesos
perjudiciales, de nada nos sirve si lo que pretendemos es modificar y
mejorar la situación presente. De ahí que el triste sino del
conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos. Es
posible que el quietismo conservador, aplicado al ímpetu progresista,
reduzca la velocidad de la evolución, pero jamás puede hacer variar de
signo al movimiento. Tal vez sea preciso "aplicar el freno al vehículo
del progreso"[3];
pero yo, personalmente, no concibo dedicar con exclusividad la vida a
tal función. Al liberal no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad
vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena
dirección. En realidad, se halla mucho más distante del fanático
colectivista que el conservador. Comparte este último, por lo general,
todos los prejuicios y errores de su época, si bien de un modo moderado y
suave; por eso se enfrenta tan a menudo al auténtico liberal, quien,
una y otra vez, ha de mostrar su tajante disconformidad con falacias que
tanto los conservadores como los socialistas mantienen.
2. Relación triangular de los partidos
La esquemática descripción de la
respectiva posición que ocupa cada uno de los tres partidos oscurece más
que aclara las cosas. Se suele suponer que, sobre una hipotética línea,
los socialistas ocupan la extrema izquierda y los conservadores la
opuesta derecha, mientras los liberales quedan ubicados más o menos en
el centro; pero tal representación encierra una grave equivocación. A
este respecto, sería más exacto hablar de un triángulo, uno de cuyos
vértices estaría ocupado por los conservadores, mientras socialistas y
liberales, respectivamente, ocuparían los otros dos. Así situados, y
comoquiera que, durante las últimas décadas, los socialistas han
mantenido un mayor protagonismo que los liberales, los conservadores se
han ido aproximando paulatinamente a los primeros, mientras se
apartaban de los segundos; los conservadores han ido asimilando una
tras otra casi todas las ideas socialistas a medida que la propaganda
las iba haciendo atractivas. Han transigido siempre con los socialistas,
para acabar robando a éstos su caja de truenos. Esclavos de la vía
intermedia[4],
sin objetivos propios, los conservadores fueron siempre víctimas de
aquella superstición según la cual la verdad tiene que hallarse por
fuerza en algún punto intermedio entre dos extremos; por eso, casi sin
darse cuenta, han sido atraídos alternativamente hacia el más radical y
extremista de los otros dos partidos.
Así, pues, la posición conservadora
siempre ha dependido de la ubicación de las demás tendencias a la sazón
operantes. Puesto que, por lo general, las cosas han marchado durante
las últimas décadas hacia el socialismo, puede parecer a algunos que
tanto conservadores como liberales no pretenden sino retrasar la
evolución del género humano. Sin embargo, los liberales tienen objetivos
específicos hacia los cuales se orientan continuamente, repugnándoles
como al que más la quietud y el estancamiento. El que otrora la
filosofía liberal tuviera más partidarios y algunos de sus ideales casi
se consiguieran da lugar a que haya quienes crean que los liberales sólo
saben mirar hacia el pasado. Pero la verdad es que el liberalismo ni
ahora ni nunca ha mirado atrás. Aquellos objetivos a los que los
liberales aspiran jamás en la historia fueron enteramente conseguidos.
De ahí que el liberalismo siempre mirará hacia adelante, deseando
continuamente purgar de imperfecciones las instituciones sociales. El
liberalismo nunca se ha opuesto a la evolución y al progreso. Es más:
allí donde el desarrollo libre y espontáneo se halla paralizado por el
intervencionismo, lo que el liberal desea es introducir drásticas y
revolucionarias innovaciones. Muy escasas actividades públicas de
nuestro mundo actual perdurarían bajo un auténtico régimen liberal. En
su opinión, lo que hoy con mayor urgencia precisa el mundo es suprimir,
sin respetar nada ni a nadie, esos innumerables obstáculos con que se
impide el libre desarrollo.
No oscurece la diferencia entre
liberalismo y conservadurismo el que en los Estados Unidos sea posible
abogar por la libertad individual defendiendo tradicionales
instituciones formadas hace tiempo. Tales instituciones, para el
liberal, no resultan valiosas por ser antiguas o americanas, sino porque
convienen y apuntan hacia aquellos objetivos que él desea conseguir.
3. Conservadurismo y liberalismo
Antes de pasar a ocuparnos de los puntos
en que más difieren las posiciones liberal y conservadora, me parece
oportuno resaltar cuánto podían haber aprendido los liberales en las
obras de algunos pensadores netamente conservadores. Los profundos y
certeros estudios (ajenos por completo a los temas económicos) que tales
pensadores nos legaron, demostrando la utilidad que encierran las
instituciones natural y espontáneamente surgidas, vienen a subrayar
hechos de enorme trascendencia para la mejor comprensión de lo que
realmente es una sociedad libre. Por reaccionarias que fueran en
política figuras como Coleridge, Bonald, De Maistre, Justus Möser o
Donoso Cortés, lo cierto es que advirtieron claramente la importancia de
instituciones formadas espontáneamente tales como el lenguaje, el
derecho, la moral y diversos pactos y contratos, anticipándose a tantos
modernos descubrimientos, de tal suerte que habría sido de gran utilidad
para los liberales estudiar cuidadosamente sus escritos. Por lo
general, los conservadores reservan para la evolución del pasado la
admiración y el respeto que los liberales sienten por la libre evolución
de las cosas. Carecen del valor necesario para dar la alegre bienvenida
a esos mismos cambios engendradores de riqueza y progreso cuando son
coetáneos.
He aquí la primera gran diferencia que
separa a liberales y conservadores. Lo típico del conservador, según
una y otra vez se ha hecho notar, es el temor a la mutación, el miedo a
lo nuevo simplemente por ser nuevo[5];
la postura liberal, por el contrario, es abierta y confiada,
atrayéndole, en principio, todo lo que sea libre transformación y
evolución, aun constándole que, a veces, se procede un poco a ciegas. La
posición de los conservadores no sería, en verdad, demasiado criticable
si limitaran su oposición a la excesiva rapidez en la modificación de
las instituciones sociales y políticas. Existen poderosas razones que
aconsejan ser precavidos y cautos en tales materias. Pero los
conservadores, cuando gobiernan, tienden a paralizar la evolución o, en
todo caso, a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría.
Jamás, cuando avizoran el futuro, piensan que puede haber fuerzas
desconocidas que espontáneamente arreglen las cosas; mentalidad ésta en
abierta contraposición con la filosofía de los liberales, quienes, sin
complejos ni recelos, aceptan la libre evolución, aun ignorando a veces
hasta dónde puede llevarles el proceso.
Tal actitud mental contribuye a que, por
principio, estos últimos confíen en que, sobre todo la economía,
gracias a las fuerzas autorreguladoras del mercado, se irá acomodando
espontáneamente a cualquier nueva circunstancia, aun cuando con
frecuencia nadie pueda prever con detalle cómo se realizará esa
acomodación. La incapacidad de la gente para percibir por qué tiene que
ajustarse la oferta a la demanda, por qué han de coincidir las
exportaciones con las importaciones y otros extremos parecidos tal vez
sea la razón fundamental que les hace oponerse al libre desenvolvimiento
del mercado. Los conservadores sólo se sienten tranquilos si piensan
que hay una mente superior que todo lo vigila y supervisa; ha de haber
siempre alguna autoridad que vele por que los cambios y las mutaciones se lleven a cabo "ordenadamente".
Ese temor a que operen unas fuerzas
sociales aparentemente incontroladas explica otras dos características
del conservador: su afición al autoritarismo y su incapacidad para
comprender el mecanismo de las fuerzas que regulan el mercado. Como
desconfía tanto de las teorías abstractas como de los principios
generales[6],6 no
logra percatarse de cómo funcionan esas fuerzas espontáneas que
constituyen el fundamento de la libertad, ni puede, por tanto, trazarse
directrices políticas. Para el conservador el orden es, en todo caso,
fruto de la permanente atención y vigilancia ejercida por las
autoridades; éstas, a tal fin, deben disponer de los más amplios poderes
discrecionales, actuando en cada circunstancia según estimen mejor, sin
tener que sujetarse a reglamentos rígidos. El establecer normas y
principios generales presupone haber comprendido cómo operan aquellas
fuerzas que coordinan las respectivas actuaciones de los componentes de
la sociedad. Ahora bien, esta teoría general de la sociedad, y sobre
todo del mundo económico, es lo que les falta a los conservadores. Han
sido hasta tal punto incapaces de formular una doctrina acerca del orden
social, que últimamente, en su deseo de conseguir una base teórica,
han tenido que recurrir a los escritos de autores que siempre se
consideraron a sí mismos liberales. Macaulay, Tocqueville, Lord Acton y
Locke, indudablemente, eran liberales de los más puros. El propio Edmund
Burke fue siempre un "viejo whig" y, al igual que cualquiera
de los personajes antes citados, se habría horrorizado ante la
posibilidad de que alguien le tomara por tory.
Pero no nos desviemos del tema que ahora
nos interesa. Lo típico del conservador, decíamos, es el conferir
siempre el más amplio margen de confianza a las autoridades constituidas
y el procurar invariablemente que los poderes de éstas, lejos de
debilitarse, se refuercen. Es ciertamente difícil, bajo tal clima,
preservar la libertad. El conservador, por lo general, no se opone a la
coacción ni a la arbitrariedad estatal cuando los gobernantes persiguen
aquellos objetivos que él considera acertados. No se debe coartar
–piensa– con normas rígidas y prefijadas la acción de quienes están en
el poder, si son gentes honradas y rectas. El conservador, esencialmente
oportunista y carente de principios generales, se limita, al final, a
recomendar que se encomiende la jefatura del país a un gobernante sabio y
bueno, cuyo imperio no proviene de esas sus excepcionales cualidades
–que todos desearíamos adornaran a la superioridad–, sino de los
autoritarios poderes que ejerce[7].
Al conservador, como al socialista, lo que le preocupa es quién
gobierna, desentendiéndose del problema relativo a la limitación de las
facultades atribuidas al gobernante; y, como el marxista, considera
natural imponer a los demás sus valoraciones personales.
Al decir que el conservador no tiene
principios, en modo alguno pretendemos afirmar que carezca de
convicciones morales; todo lo contrario, ordinariamente las tiene y
muy arraigadas. De lo que adolece es de falta de principios políticos
que le permitan colaborar lealmente con gentes cuyas valoraciones
morales difieran de las suyas, con miras a así, entre todos, organizar
una sociedad en la que cada uno pueda ser fiel a sus propias
convicciones. Ahora bien, sólo tal filosofía permite la pacífica
coexistencia de personas de mentalidad diferente y la pervivencia de
agrupaciones humanas que puedan prescindir sustancialmente de la
coacción y la fuerza. Ello exige estar todos dispuestos a tolerar muchas
cosas que personalmente tal vez nos desagraden. Los objetivos de los
conservadores, en términos generales, me agradan mucho más que los de
los socialistas; para un liberal, sin embargo, por mucho que valore
determinados fines, jamás es lícito obligar a quienes aprecien de otro
modo las cosas a esforzarse por la consecución de las metas apetecidas.
Estoy seguro de que algunos de mis amigos conservadores se sobresaltarán por las concesiones que
al parecer hago a las tendencias modernas en la parte tercera de esta
obra. Tales tendencias, a mí, personalmente, en gran parte, me gustan
tan poco como a ellos, y, llegado el caso, incluso votaría en contra de
las mismas; pero no puedo invocar argumento alguno de tipo general para
demostrar a quienes mantienen un punto de vista distinto al mío que
esas medidas son incompatibles con aquella sociedad que tanto ellos como
yo deseamos. El convivir y el colaborar fructíferamente en sociedad
exige por tanto respeto para aquellos objetivos que pueden diferir de
los nuestros personales, presupone permitir a quienes valoren de modo
distinto al nuestro tener aspiraciones diferentes a las que nosotros
abrigamos, por mucho que estimemos los propios ideales.
Por tales razones, el liberal, en
abierta contraposición a conservadores y socialistas, en ningún caso
admite que alguien tenga que ser coaccionado por razones de moral o
religión. Pienso con frecuencia que la nota que tipifica al liberal,
distinguiéndole tanto del conservador como del socialista, es
precisamente esa su postura de total inhibición ante las conductas que
los demás adopten siguiendo sus creencias, siempre y cuando no invadan
ajenas esferas de actuación legalmente amparadas. Tal vez ello explique
por qué el socialista desengañado, con mucha mayor facilidad y
frecuencia, tranquiliza sus inquietudes haciéndose conservador en vez de
liberal.
La mentalidad conservadora, en
definitiva, entiende que dentro de cada sociedad existen personas
patentemente superiores, cuyas valoraciones, posiciones y categorías
deben protegerse, correspondiendo a tales excepcionales sujetos un
mayor peso en la gestión de los negocios públicos. Los liberales,
naturalmente, no niegan que hay personas de superioridad indudable; en
modo alguno son igualitaristas. Pero no creen que haya nadie que por sí y
ante sí se halle facultado para decidir subjetivamente quiénes, entre
los ciudadanos, deban ocupar esos puestos privilegiados. Mientras el
conservador tiende a mantener cierta predeterminada jerarquía y desea
ejercer la autoridad para defender la posición de aquellos a quienes él
personalmente valora, el liberal entiende que ninguna posición otrora
conquistada debe ser protegida contra los embates del mercado mediante
privilegios, autorizaciones monopolísticas o intervenciones coactivas
del Estado. El liberal no desconoce el decisivo papel que ciertas élites
desempeñan en el progreso cultural e intelectual de nuestra
civilización; pero estima que quienes pretenden ocupar en la sociedad
una posición preponderante deben demostrar esa pretendida superioridad
acatando las mismas normas que se aplican a los demás.
La actitud que el conservador suele
adoptar ante la democracia está íntimamente relacionada con lo anterior.
Ya antes hice constar que no considero el gobierno mayoritario como un
fin en sí, sino sólo como un medio, o incluso quizá como el mal menor
entre los sistemas políticos entre los que tenemos que elegir. Sin
embargo, se equivocan, en mi opinión, los conservadores cuando atribuyen
los males de nuestro tiempo a la existencia de regímenes democráticos.
Lo malo es el poder político ilimitado. Nadie tiene capacidad suficiente
para ejercer sabiamente poderes omnímodos[8].
Las amplias facultades que ostentan los modernos gobiernos democráticos
resultarían aún más intolerables en manos de un reducido grupo de
privilegiados. Es cierto que sólo cuando la potestad quedó íntegramente
transferida a las masas mayoritarias dejó por doquier de reclamarse la
limitación de los poderes estatales. En este sentido, la democracia
guarda íntima relación con la expansión de las facultades
gubernamentales. Lo recusable, sin embargo, no es la democracia en sí,
sino el poder ilimitado del que dirige la cosa pública, sea quien fuere.
¿Por qué no se limita el poder de la mayoría, como se intentó siempre
hacer con el de cualquier otro gobernante? Dejando a un lado tales
circunstancias, las ventajas que la democracia encierra, al permitir el
cambio pacífico de régimen y al educar a las masas en materia política,
se me antojan tan grandes, en comparación con los demás sistemas
posibles, que no puedo compartir las tendencias antidemocráticas del
conservadurismo. Lo que en esta materia importa no es tanto quién
gobierna, sino qué poderes ha de ostentar el gobernante.
La esfera económica nos sirve para
constatar cómo la oposición conservadora al exceso de poder estatal no
obedece a consideraciones de principio, sino que es pura reacción
contra determinados objetivos que ciertos gobiernos pueden perseguir.
Los conservadores rechazan, por lo general, las medidas socializantes y
dirigistas cuando del terreno industrial se trata, postura ésta a la que
se suma el liberal. Ello no impide que al propio tiempo suelan ser
proteccionistas en los sectores agrarios. Si bien la mayor parte del
dirigismo que hoy domina en la industria y el comercio es fruto del
esfuerzo socialista, no es menos cierto que las medidas restrictivas en
el mercado agrario fueron, por lo general, obra de conservadores que las
implantaron aun antes de imponerse las primeras. Es más: muchos
políticos conservadores no se mostraron inferiores a los socialistas en
sus esfuerzos por desacreditar la libre empresa[9].
4. La debilidad del conservador
Ya hemos aludido a las diferencias que
separan a conservadores y liberales en el campo estrictamente
intelectual. Conviene, no obstante, volver sobre el tema, pues la
postura conservadora en tal materia no sólo supone grave quiebra para el
conservadurismo como partido, sino que, además, puede perjudicar
gravemente a cualquier otro grupo que con él se asocie. Intuyen los
conservadores que son sobre todo nuevos idearios los agentes que
provocan las mutaciones sociales. Y teme el conservador a las nuevas
ideas precisamente porque sabe que carece de pensamiento propio que
oponerles. Su repugnancia a la teoría abstracta, y la escasez de su
imaginación para representarse cuanto en la práctica no ha sido ya
experimentado, le dejan por completo inerme en la dura batalla de las
ideas. A diferencia del liberal, convencido siempre del poder y la
fuerza que, a la larga, tienen las ideas, el conservador se encuentra
maniatado por los idearios heredados. Como, en el fondo, desconfía
totalmente de la dialéctica, acaba siempre apelando a una sabiduría
particular que, sin más, se atribuye.
Donde mejor se aprecia la disparidad
entre estos dos modos de pensar es en su respectiva actitud ante el
progreso de las ciencias. El liberal no comete el error de creer que
toda evolución implica mejora; pero estima que la ampliación del
conocimiento constituye uno de los más nobles esfuerzos del hombre y
piensa que sólo de este modo es posible resolver aquellos problemas que
tienen humana solución. No es que lo nuevo, por su novedad, le atraiga;
pero sabe que es típico del hombre buscar siempre cosas nuevas antes
desconocidas, y por eso está siempre dispuesto a examinar todo
desarrollo científico, aun en aquellos casos en que le disgustan las
consecuencias inmediatas que la novedad parezca implicar.
Uno de los aspectos para mí más
recusables de la mentalidad conservadora es su oposición, por
principio, a todo nuevo conocimiento, por temor a las consecuencias que,
a primera vista, parezca haya de producir; digámoslo claramente: lo
que me molesta del conservador es su oscurantismo. Reconozco que,
mortales al fin, también los científicos se dejan llevar por modas y
caprichos, por lo que siempre es conveniente recibir sus afirmaciones
con cautela y hasta con desconfianza. Ahora bien, nuestra crítica deberá
ser siempre racional, y, al enjuiciar las diferentes teorías, habremos
de prescindir necesariamente de si las nuevas doctrinas chocan o no con
nuestras creencias preferidas. Siempre me han irritado quienes se
oponen, por ejemplo, a la teoría de la evolución o a las denominadas
explicaciones mecánicas del fenómeno de la vida simplemente
por las consecuencias morales que, en principio, parecen deducirse de
tales doctrinas, así como quienes estiman impío o irreverente el mero
hecho de plantear determinadas cuestiones. Los conservadores, al no
querer enfrentarse con la realidad, sólo consiguen debilitar su
posición. Las conclusiones que el racionalista deduce de los últimos
avances científicos encierran frecuentemente graves errores y no son las
que en verdad resultan de los hechos; ahora bien, sólo participando
activamente en la discusión científica podemos, con conocimiento de
causa, atestiguar si los nuevos descubrimientos confirman o refutan
nuestro anterior pensamiento. Si llegamos a la conclusión de que alguna
de nuestras creencias se apoyaba en presupuestos falsos, estimo que
sería incluso inmoral seguir defendiéndola pese a contradecir
abiertamente la verdad.
Esa repugnancia que el conservador
siente por todo lo nuevo y desusado parece guardar cierta relación con
su hostilidad hacia lo internacional y su tendencia al nacionalismo
patriotero. Esta actitud también resulta perjudicial para la postura
conservadora en la batalla de las ideas. Es un hecho incuestionable para
el conservador que las ideas que modelan y estructuran nuestro mundo no
respetan fronteras. Y pues no está dispuesto a aceptarlas, cuando
tiene que luchar contra las mismas advierte con estupor que carece de
las necesarias armas dialécticas. Las ideas de cada época se desarrollan
en lo que constituye un gran proceso internacional; y sólo quienes
participan activamente en el mismo son luego capaces de influir de modo
decisivo en el curso de los acontecimientos. En estas lides de nada
sirve afirmar que cierta idea es antiamericana, antibritánica o
antigermana. Una teoría torpe y errada no deja de serlo por haberla
concebido un compatriota.
Aunque mucho más podría decir sobre el
conservadurismo y el nacionalismo, creo que es mejor abandonar el
asunto, pues algunos tal vez pensarán que es mi personal situación lo
que me induce a criticar todo tipo de nacionalismo. Sólo agregaré que
esa predisposición nacionalista que nos ocupa es con frecuencia lo que
induce al conservador a emprender la vía colectivista. Después de
calificar como nuestra tal industria o tal riqueza, sólo falta un paso para demandar que dichos recursos sean puestos al servicio de los intereses nacionales.
Sin embargo, es justo reconocer que aquellos liberales europeos que se
consideran hijos y continuadores de la Revolución Francesa poco se
diferencian en esto de los conservadores. Creo innecesario decir que el
nacionalismo nada tiene que ver con el patriotismo, así como que se
puede repudiar el nacionalismo sin por ello dejar de sentir veneración
por las tradiciones patrias. El que me agrade mi país, sus usos y
costumbres, en modo alguno implica que deba odiar cuanto sea extranjero
y diferente.
Sólo a primera vista puede parecernos
paradójico que la repugnancia que el conservador siente por lo
internacional vaya frecuentemente asociada a un agudo imperialismo. El
repugnar lo foráneo y el hallarse convencido de la propia superioridad
inducen al individuo a considerar como misión suya civilizar a los demás[10] y, sobre todo, civilizarlos,
no mediante el intercambio libre y deseado por ambas partes que el
liberal propugna, sino imponiéndoles "las bendiciones de un gobierno
eficiente". Es significativo que en este terreno encontremos con
frecuencia a conservadores y socialistas aunando sus fuerzas contra los
liberales. Ello aconteció no sólo en Inglaterra, donde fabianos y webbs fueron
siempre abiertamente imperialistas, o en Alemania, donde fueron de la
mano el socialismo de Estado y la expansión colonial, también en los
Estados Unidos, donde ya en tiempos del primer Roosevelt pudo decirse:
"Los jingoístas y los reformadores sociales habían aunado sus
esfuerzos formando un partido político que amenazaba con ocupar el poder
y utilizarlo para su programa de cesarismo paternalista; tal peligro,
de momento, parece haber sido evitado, pero sólo a costa de haber
adoptado los demás partidos idéntico programa, si bien en forma más
gradual y suave"[11].
5. ¿Por qué no soy conservador?
En un solo aspecto puede decirse con
justicia que el liberal se sitúa en una posición intermedia entre
socialistas y conservadores. En efecto, rechaza tanto el torpe
racionalismo del socialista, que quisiera rehacer todas las
instituciones sociales a tenor de ciertas normas dictadas por sus
personales juicios, como del misticismo en que con tanta facilidad cae
el conservador. El liberal se aproxima al conservador en cuanto
desconfía de la razón, pues reconoce que existen incógnitas aún sin
desentrañar; incluso duda a veces que sea rigurosamente cierto y exacto
todo aquello que se suele estimar definitivamente resuelto, y, desde
luego, le consta que jamás el hombre llegará a la omnisciencia. El
liberal, por otra parte, no deja de recurrir a instituciones o usos
útiles y convenientes aunque no hayan sido objeto de organización
consciente. Difiere del conservador precisamente en este su modo franco y
objetivo de enfrentarse con la humana ignorancia y reconoce lo poco
que sabemos, rechazando todo argumento de autoridad y toda explicación
de índole sobrenatural cuando la razón se muestra incapaz de resolver
determinada cuestión. A veces puede parecernos demasiado escéptico[12],
pero la verdad es que se requiere un cierto grado de escepticismo para
mantener incólume ese espíritu tolerante típicamente liberal que
permite a cada uno buscar su propia felicidad por los cauces que estima
más fecundos.
De cuanto antecede en modo alguno se
sigue que el liberal haya de ser ateo. Antes al contrario, y a
diferencia del racionalismo de la Revolución Francesa, el verdadero
liberalismo no tiene pleito con la religión, siendo muy de lamentar la
postura furibundamente antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica
por quienes se denominaban liberales. Que tal actitud es esencialmente antiliberal lo demuestra el que los fundadores de la doctrina, los viejos whigs ingleses,
fueron en su mayoría gente muy devota. Lo que en esta materia distingue
al liberal del conservador es que, por profundas que puedan ser sus
creencias, aquél jamás pretende imponerlas coactivamente a los demás. Lo
espiritual y lo temporal son para él esferas claramente separadas que
nunca deben confundirse.
6. ¿Qué nombre daríamos al partido de la libertad?
Lo dicho hasta aquí basta para
evidenciar por qué no me considero conservador. Muchos, sin embargo,
estimarán dificultoso el calificar de liberal mi postura, dado el
significado que hoy se atribuye generalmente al término; parece, pues,
oportuno abordar la cuestión de si tal denominación puede ser, en la
actualidad, aplicada al partido de la libertad. Con independencia de
que yo, durante toda mi vida, me he calificado de liberal, vengo
utilizando tal adjetivo, desde hace algún tiempo, con creciente
desconfianza, no sólo porque en los Estados Unidos el vocablo da lugar a
continuas confusiones, sino porque cada vez voy viendo con mayor
claridad el insoslayable valladar que me separa de ese liberalismo
racionalista típico de la Europa continental y aun del de los
utilitaristas británicos.
Si por liberalismo entendemos lo que
entendía aquel historiador inglés que en 1827 definía la revolución de
1688 como "el triunfo de esos principios hoy en día denominados liberales o constitucionales"[13];
si se atreviera uno, con Lord Acton, a saludar a Burke, Macaulay o
Gladstone como los tres grandes apóstoles del liberalismo, o, con Harold
Laski, a decir que Tocqueville y Lord Acton fueron "los auténticos
liberales del siglo xix"[14], sería para mí motivo del máximo orgullo el adjudicarme tan esclarecido apelativo. Me siento inclinado a llamar verdadero liberalismo a
las doctrinas que los citados autores defendieron. La verdad, sin
embargo, es que quienes en el continente europeo se denominaron liberales propugnaron
en su mayoría teorías a las que estos autores habrían mostrado su más
airada oposición, impulsados más por el deseo de imponer al mundo un
cierto patrón político preconcebido que por el de permitir el libre
desenvolvimiento de los individuos. Casi otro tanto cabe predicar del
sedicente liberalismo inglés, al menos desde la época de Lloyd George.
En consecuencia, debemos reconocer que actualmente ninguno de los movimientos y partidos políticos calificados de liberales puede
considerarse liberal en el sentido en que yo he venido empleando el
vocablo. Asimismo, las asociaciones mentales que, por razones
históricas, hoy en día suscita el término seguramente dificultarán el
éxito de quienes lo adopten. Planteadas así las cosas, resulta muy
dudoso si en verdad vale la pena intentar devolver al liberalismo su
primitivo significado. Mi opinión personal es que el uso de tal palabra
sólo sirve para provocar confusión si previamente no se han hecho todo
género de salvedades, siendo por lo general un lastre para quien la
emplea.
Por resultar imposible, de hecho, en los
Estados Unidos, servirse del vocablo en el sentido en que yo lo empleo,
últimamente se está recurriendo al uso del término libertario.
Tal vez sea ésa una solución; a mí, de todas suertes, me resulta
palabra muy poco atractiva. Me parece demasiado artificiosa y
rebuscada. Por mi parte, también he pretendido hallar una expresión que
reflejara la afición del liberal por lo vivo y lo natural, su amor a
todo lo que sea desarrollo libre y espontáneo. Pero en verdad que he
fracasado.
7. Apelación a los old whigs
Lo más curioso de la situación es que
esa filosofía que propugnamos, cuando apareció en Occidente, tenía un
nombre, y el partido que la defendía también poseía un apelativo por
todos admitido. Los ideales de los whigs ingleses cristalizaron en aquel movimiento que, más tarde, toda Europa denominó liberal[15],
movimiento en el que se inspiraron los fundadores de los actuales
Estados Unidos para luchar por su independencia y al redactar su carta
constitucional[16]. Whigs se
denominaron, entre los anglosajones, los partidarios de la libertad,
hasta que el impulso demagógico, totalitario y socializante que nace con
la Revolución Francesa viniera a transmutar su primitiva filosofía.
El vocablo desapareció en su país de
origen, en parte, debido a que el pensamiento que había representado
durante cierta época dejó de ser patrimonio exclusivo de un determinado
partido político y, en parte, porque quienes se agrupaban tras esa
denominación traicionaron sus originarios ideales. Su facción
revolucionaria acabó desacreditando, a lo largo del siglo pasado, tanto
en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, a los partidos whig. Si tenemos en cuenta que el movimiento deja de denominarse whig para adoptar el calificativo de liberal precisamente
cuando queda infectado del racionalismo rudo y dictatorial de la
Revolución Francesa –correspondiendo a nosotros la tarea de destruir ese
racionalismo nacionalista y socializante que tanto daño ha hecho al
partido–, creo que la palabra whig es la que mejor refleja tal
conjunto de ideas. Mis estudios sobre la evolución política me hacen ver
cada vez con mayor claridad que, durante toda mi vida, siempre fui "un
viejo whig" (y subrayo lo de "viejo").
Lo anterior, sin embargo, en modo alguno
quiere decir que desee retornar a la situación en que el mundo se
hallaba al finalizar el siglo xvii. Uno de los objetivos de este libro
consiste precisamente en demostrar cómo ideas que se gestaron en aquel
momento histórico no dejaron de desarrollarse y progresar desde
entonces hasta hace unos setenta u ochenta años, generalizándose y
dejando de constituir patrimonio exclusivo de un determinado partido.
Después hemos ido paulatinamente descubriendo trascendentes verdades
otrora desconocidas, a cuya luz podemos hoy patentizar mejor lo acertado
y fecundo de aquel ideario. Tal vez nuestros modernos conocimientos nos
obliguen a dar nueva presentación a la doctrina, pero sus fundamentos
básicos siguen siendo los mismos que intuyeran los viejos whig. Es
cierto que la postura que más tarde adoptaron algunos de sus
representantes ha hecho dudar a algunos historiadores de que,
efectivamente, el partido whig profesara la filosofía que le
atribuimos; pero, como acertadamente escribe Lord Acton, aunque es
indudable "la torpeza de algunos de los patriarcas de la doctrina, la
idea de una ley suprema, que se halla por encima de nuestros
ordenamientos y códigos –idea de la que parte toda la filosofía whig– es la gran obra que el pensamiento británico legó a la nación"[17]...
y al mundo entero, agregamos nosotros. He ahí el ideario en que por
entero se basa la tradición anglosajona, la doctrina que proporcionó al
liberalismo continental europeo lo que de bueno encierra, la filosofía
en que se fundamenta el sistema político de los Estados Unidos. No
coincidían con el ideario en cuestión ni el radicalismo de un Jefferson
ni el conservadurismo de un Hamilton o incluso de un John Adams. Sólo un
James Madison, el "padre de la Constitución", sabría brindarnos la
correspondiente formulación americana[18].
No sé realmente si vale la pena infundir nueva vida al viejo vocablo whig.
El que en la actualidad, tanto en los países anglosajones como fuera de
ellos, la gente sea incapaz de dar al vocablo un contenido preciso, más
que un inconveniente, me parece una ventaja. Para las personas
preparadas y conocedoras de la evolución política, en cambio,
posiblemente sea el único término que refleja cumplidamente lo que
implica este modo de pensar. Harto elocuente es el malestar y la desazón
que al conservador, y aún más al socialista arrepentido, convertido a
los ideales conservadores, produce todo lo auténticamente whig. Demuestran con ello un agudo instinto político, pues fue la filosofía whig el único conjunto de ideas que opuso un racional y firme valladar a la opresión y a la arbitrariedad política.
8. Principios teóricos y posibilidades prácticas
Pero ¿acaso tiene tanta trascendencia la
cuestión del nombre? Allí donde, como acontece en los Estados Unidos,
las instituciones son aún sustancialmente libres y la defensa de la
libertad, por tanto, las más de las veces coincide con la defensa del
orden imperante, no parece que haya de encerrar grave peligro el
denominar conservadores a los partidarios de la libertad, aun
cuando, en más de una ocasión, a estos últimos ha de resultar embarazosa
tan plena identificación con quienes sienten tan intensa aversión al
cambio. No es lo mismo defender una determinada institución por el mero
hecho de existir que propugnarla por estimarla fecunda e interesante.
El hecho de que el liberal coincida con otros grupos en su oposición al
colectivismo no debe hacer olvidar que mira siempre hacia adelante,
hacia el futuro; ni siente románticas nostalgias, ni desea idealmente
revivir el pasado.
Es, pues, imprescindible trazar una
clara separación entre estos dos modos de pensar, sobre todo cuando,
como ocurre en muchas partes de Europa, los conservadores han aceptado
ya gran parte del credo colectivista. En efecto, las ideas socialistas
han dominado la escena política europea durante tanto tiempo, que muchas
instituciones de indudable signo colectivista son ya por todos
aceptadas, siendo incluso motivo de orgullo para aquellos partidos conservadores que las implantaron[19].
En estas circunstancias, el partidario de la libertad no puede menos de
sentirse radicalmente opuesto al conservadurismo, viéndose obligado a
adoptar una actitud de franca rebeldía ante los prejuicios populares,
los intereses creados y los privilegios legalmente reconocidos. Los
errores y los abusos no resultan menos dañinos por el hecho de ser
antiguos y tradicionales.
Tal vez sea sabio el político que se atiene a la máxima del quieta non movere;
pero dicha postura repugna en principio al estudioso. Reconoce éste,
desde luego, que en política conviene proceder con cautela, no debiendo
el estadista actuar en tanto la opinión pública no esté debidamente
preparada y dispuesta a seguirle; ahora bien, lo que aquél jamás hará es
aceptar determinada situación simplemente porque la opinión pública la
respalde. En este nuestro mundo actual, donde de nuevo, como en los
albores del siglo xix, la gran tarea estriba en suprimir todos esos
obstáculos e impedimentos, arbitrados por la insensatez humana, que
coartan y frenan el espontáneo desarrollo, es preciso buscar el apoyo de
las mentes progresistas; es decir, de aquellos que, aun
cuando posiblemente estén hoy moviéndose en una dirección equivocada,
desean no obstante enjuiciar de modo objetivo lo existente, a finde
modificar todo lo que sea necesario.
Creo que a nadie habré confundido por utilizar en varias ocasiones el término partido al
referirme a la agrupación de quienes defienden cierto conjunto de
normas morales y científicas. No he querido, desde luego, asociarme con
ninguno de los partidos políticos existentes. Dejo en manos de ese
"hábil y sinuoso animal, vulgarmente denominado estadista o político, que sabe siempre acomodar sus actos a la situación del momento"[20],
el problema de cómo incorporar a un programa que resulte atractivo a
las masas el ideario que en el presente libro he querido exponer
hilvanando retazos de una tradición ya casi perdida. El estudioso en
materia política debe aconsejar e ilustrar a la gente; pero no le
compete organizarla y dirigirla hacia la consecución de objetivos
específicos. El teórico sólo desempeñará eficazmente aquella función si
prescinde de que sus recomendaciones sean o no, por razones políticas,
plasmables en la práctica. Debe atender sólo a los "principios generales
que jamás varían"[21].
Dudo mucho, por ello, que ningún auténtico investigador político pueda
jamás ser de verdad conservador. La filosofía conservadora puede ser
útil en la práctica, pero no nos brinda norma alguna que nos indique
hacia dónde, a la larga, debemos orientar nuestras acciones.
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