Alvaro Vargas Llosa
Investors.com
Hace poco más de una década, en un trabajo titulado “The World Needs
Better Economic BRICs” (“El mundo necesita mejores BRIC Económicos”), el
presidente de Goldman Sachs Asset Management, Terence James "Jim"
O''Neill, introdujo el acrónimo BRIC, que identifica a cuatro economías
en rápido desarrollo — Brasil, Rusia, India y China — como prometedores
líderes globales.
En la siguiente década, las cuatro economías han crecido a un ritmo
mucho más rápido que el resto del mundo, sacando a millones de personas
de la pobreza: unos 40 millones tan sólo en Brasil.
De hecho, un informe más reciente de Goldman Sachs, publicado en
2010, predijo que los países BRIC podrían ser responsables de un 41% de
participación del mercado mundial para el año 2030. Pero eso está lejos
de ser cierto.
La economía de Brasil, por ejemplo, está plagada de problemas, a
pesar de una tasa anual compuesta de crecimiento de 4,4% en los últimos
cinco años. A menos que Brasil deshaga el nudo gordiano, el grupo BRIC
podría convertirse en el grupo RIC.
El sitial de Brasil como uno de los BRIC fue originalmente
posibilitado por la audaz privatización y las políticas de
liberalización económica del presidente Fernando Henrique Cardoso. Su
sucesor, "Lula" da Silva, continuó con las reformas.
Dilma Rousseff, la sucesora de Da Silva escogida a mano, está también
intentándolo — procurando frenar el excesivo gasto gubernamental y
reformando uno de los pocos sistemas de pensiones latinoamericanos que
sigue siendo controlado por el gobierno.
Pero la presidente Rousseff tiene mucho trabajo por hacer, dado que
la recesión económica global ha ayudado a desencadenar una oleada de
histeria proteccionista en su país. El creciente coro proteccionista —
que incluye poderosas voces dentro del propio gobierno de Rousseff — se
encuentra actualmente amenazando la agenda de reformas.
Los proteccionistas argumentan que los productos baratos procedentes
de China y México, junto con las laxas políticas monetarias de los
Estados Unidos y Europa — un tema que Rousseff trajo a la palestra con
el presidente Obama durante su reciente reunión en la Casa Blanca —
están tornando imposible que las empresas brasileñas compitan con éxito.
Para contrarrestar estas fuerzas externas, los proteccionistas desean
que Brasil revise el acuerdo de comercio bilateral con México de 2002,
en virtud del cual los automóviles se comercializan en ambas direcciones
bastante libremente.
También quieren elevar los aranceles externos del Mercado Común del
Sur (MERCOSUR) — pese al hecho de que Brasil ya impone un arancel
promedio del 10% sobre las importaciones — y desean que el Banco Central
brasileño siga recortando las tasas de interés, lo cual consideran que
abaratará las exportaciones y encarecerá las importaciones.
El problema de Brasil, sin embargo, no es una moneda que se aprecia,
las importaciones demasiado baratas, o las prácticas desleales de los
competidores.
El verdadero problema es que el gobierno de Brasil ha venido
colocando tributos abrumadores, gastos excesivos, regulaciones
descomunales y muchos otros obstáculos en el camino de las empresas, los
emprendedores y los inversores.
La economía de Brasil se desempeñó muy pobremente el año pasado,
creciendo a un estimado 2,7%, mientras que las economías rusa, india y
china estuvieron creciendo a un 4,3%, 7,8% y 9,2%, respectivamente.
Mientras tanto, la moneda brasileña, el real, se ha apreciado un 30%
durante los últimos dos años y las manufacturas se han reducido
significativamente como porcentaje del producto interno bruto (PIB) en
comparación con una década atrás.
Las razones de la crisis no resultan sorprendentes. Desde la década
de 1990, el gobierno de Brasil ha duplicado su gasto como porcentaje del
PIB. Enormes egresos gubernamentales — para la exploración de petróleo
en alta mar, subsidios para las empresas nacionales líderes y otros
fines — han generado enormes déficits y onerosas tasas de interés.
El comercio se ha vuelto más complicado y costoso, con aranceles en
aumento sobre una lista de 100 productos hasta el año 2014. Los
impuestos son un laberinto y una carga, con más de 80 gravámenes
diferentes. Las leyes que “protegen” a los trabajadores bajo un código
originalmente importado de la Italia fascista de Mussolini se suman a
los costes empresariales, para no hablar de los 10 mil millones de
reales (548 millones dólares EE.UU.) que le cuestan al sistema judicial
lidiar con los juicios relacionados.
El panorama no es alentador.
A uno le gustaría creer, a juzgar por sus antecedentes hasta el
momento, que la presidente Rousseff no planea ceder a los cantos de
sirena del proteccionismo. Esto es cierto: Si ella no es tan
proteccionista como aquellos que la rodean, está perdiendo rápidamente
la voluntad y la agenda política para ahogar a las voces opositoras.
El mundo — no sólo Brasil — precisa que Rousseff demuestre que
puede ir aún más lejos de lo que ya lo ha hecho, resolviendo los
problemas económicos profundamente enraizados del país, tales como el
sistema de pensiones de la seguridad social. Si ella no avanza con
reformas, Brasil marchará hacia atrás, produciendo un efecto dominó que
se sentirá mucho más allá de las fronteras de Brasil.
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