EDMUND PHELPS
NUEVA YORK – Ante la crisis
crediticia de Grecia, muchos se preguntan si el euro podrá sobrevivir
sin una centralización de la política fiscal (algo casi inimaginable).
Pero hay una solución más fácil. Los gobiernos no pueden endeudarse
irresponsablemente en los mercados de crédito internacionales si no hay
alguien dispuesto a prestar irresponsablemente. De modo que las
autoridades encargadas de vigilar a los bancos deberían impedir que las
instituciones bajo su control otorguen créditos de esa manera.
Prestar
dinero a gobiernos extranjeros es, en muchos sentidos, inherentemente
más arriesgado que invertir en títulos de deuda privada no asegurados o
en bonos basura. Cuando un ente privado necesita un préstamo, por lo
general debe empeñar algún tipo de garantía, por ejemplo, una vivienda.
La garantía sirve para limitar el riesgo de pérdida del inversor, a la
vez que el temor a perder los activos empeñados incentiva a los deudores
a actuar con prudencia.
Pero
los gobiernos no ofrecen garantías, y su principal incentivo a devolver
lo prestado (el temor de perder acceso a los mercados de crédito
internacionales) se deriva de una adicción perversa. Los gobiernos que
están obligados a pedir una y otra vez grandes sumas de dinero en el
extranjero son precisamente aquellos que muestran una incapacidad
crónica de financiarse con impuestos internos o con préstamos en el
mercado local. La necesidad imperiosa de recurrir a inversores
extranjeros suele ser resultado de un desgobierno profundamente
enraizado.
Por lo general,
los préstamos mercantiles se rigen por contratos que limitan la
capacidad de los deudores para correr riesgos. Las condiciones para la
obtención de préstamos o para la emisión de bonos normalmente obligan al
beneficiario a tener siempre disponible una cantidad mínima de capital
propio o efectivo. Pero los bonos públicos no responden a contratos
semejantes.
Además, si un
particular tergiversa su situación financiera para acceder a un préstamo
bancario, puede acabar en prisión. Y las leyes que rigen los mercados
de valores obligan a los emisores de bonos corporativos a informar
claramente sobre todos los riesgos posibles. Pero, como nos enseña la
caída de Grecia, los gobiernos pueden falsear la realidad descaradamente
o cometer fraude contable sin temor a sanciones.
Cuando
un ente privado no paga sus deudas, se inicia un procedimiento de
quiebra o reorganización bajo la supervisión de un tribunal competente,
por el cual incluso los acreedores sin garantías que reclamar tienen
alguna esperanza de recuperar una parte de lo invertido. Pero para los
estados soberanos no hay procedimientos de quiebra ni una jurisdicción
legal donde renegociar sus deudas. Peor aún, cuando los estados colocan
títulos de deuda en el extranjero, suelen estar denominados en una
divisa cuyo valor no pueden controlar. Por eso, en la mayoría de los
casos no pueden apelar a devaluar su moneda en un intento encubierto de
reducir gradualmente la carga de la deuda.
Se
dice que la deuda pública es más segura, porque los estados pueden
recaudar impuestos, mientras que los deudores privados no tienen un
derecho legal a recibir ganancias o salarios que les permitan cumplir
con sus obligaciones. Pero en la práctica, la capacidad de recaudar
impuestos es limitada, además de que es cuestionable el derecho moral o
legal de los gobiernos para obligar a futuras generaciones de ciudadanos
a devolver sus deudas con acreedores extranjeros.
Es
decir que dar prestado a estados soberanos supone riesgos muy difíciles
de evaluar, que solamente deberían asumir jugadores especializados y
dispuestos a enfrentar las consecuencias. A lo largo de la historia, el
crédito soberano fue actividad reservada a unos pocos financistas
intrépidos, astutos para los negocios y conocedores de las artes de
gobierno. No han faltado casos de préstamos donde se empeñara un puerto o
un ferrocarril a modo de garantía (o donde para asegurar la devolución
de la deuda se recurriera a la fuerza militar).
Pero
después de la década de 1970, el crédito soberano se institucionalizó.
El precursor del cambio fue el Citibank, que redirigió un flujo de
petrodólares hacia regímenes cuestionables (es famosa la declaración de
su director ejecutivo, Walter Wriston, en el sentido de que los países
no quiebran). Era un negocio más lucrativo que prestar dinero a clientes
tradicionales: unos pocos banqueros podían invertir sumas enormes y
apenas tenían que investigar los antecedentes de los solicitantes. Con
un pequeño detalle: los gobiernos acostumbrados a obtener crédito fácil a
veces no pagan sus deudas.
Más
tarde, por los acuerdos de Basilea, los bonos públicos se declararon
prácticamente libres de riesgo, lo que estimuló el apetito de los
bancos. Estos se dieron un festín con los títulos de deuda de alta
rentabilidad relativa de países como Grecia, que exigían apartar muy
poco capital. Pero aunque la calificación de la deuda era alta, ¿cómo
puede alguien poner valor objetivo a una obligación que no tiene una
garantía de respaldo y es prácticamente inejecutable?
Los
préstamos bancarios a estados soberanos han sido un desastre por
partida doble; por un lado, fomentaron el sobreendeudamiento,
especialmente en países con gobiernos irresponsables o corruptos.
Además, gran parte del riesgo lo asumen los bancos (en vez de, por
ejemplo, los fondos de cobertura); y los bancos cumplen una función
central como facilitadores del sistema de pagos, de modo que una crisis
de deuda soberana puede hacer estragos. La caída de Grecia puso en
riesgo el bienestar no solo de los griegos, sino de toda Europa.
La
solución para romper el vínculo entre crisis de deuda soberana y crisis
bancarias es muy sencilla: prohibir a los bancos otorgar préstamos
cuando la evaluación de la disposición y capacidad de los deudores para
pagar indica que dar crédito es un salto al vacío. Esto implica terminar
con la deuda soberana transfronteriza (y con instrumentos esotéricos
como los títulos de deuda garantizados).
Para
aplicar esta sencilla regla, no se necesitaría una gran reorganización
de los pactos fiscales europeos, ni crear nuevas entidades
supranacionales. Es cierto que los gobiernos tendrían dificultades para
obtener préstamos en el extranjero, pero para sus ciudadanos eso no
sería una imposición sino una ventaja. Además, reducir el acceso de los
gobiernos al crédito internacional (y, por extensión, inducir en ellos
una mayor responsabilidad fiscal) tal vez ayude a los deudores a ser más
emprendedores y productivos.
Estas
restricciones no resolverán la crisis que actualmente enfrentan
Portugal, Irlanda, Grecia o España. Pero va siendo hora de que Europa y
el mundo dejen de tambalearse entre una solución precaria y la
siguiente, para enfrentar los verdaderos problemas estructurales.
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