La violencia anti-estadounidense debería hacernos reflexionar
Ivan Eland
El ataque contra la representación diplomática de los EE.UU. en
Benghazi, Libia, en el que murieron cuatro diplomáticos estadounidenses,
incluido el Embajador Christopher Stevens, es el último ejemplo de la
trágica consecuencia de la política exterior intervencionista del
gobierno de los EE.UU. en el mundo islámico. Que ello ocurriera en el
11º aniversario de los ataques del 11 de septiembre, un ejemplo aún más
grave de dicho efecto pernicioso, es una cruel ironía.
Después del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush nos dijo
que los terroristas islamistas nos atacan por “nuestras libertades”.
Esto contradijo la conclusión de su propia Junta de Ciencias para la
Defensa y otra opinión experta—incluida la del perpetrador de esos
ataques, Osama bin Laden—respecto de que al-Qaeda nos atacó por nuestra
política exterior de intervenir indiscriminadamente en tierras
musulmanas. La permanente falta de introspección por parte del gobierno y
el pueblo estadounidense acerca de los nocivos efectos de esas
intervenciones innecesarias lleva a su continuación y el desagradable
efecto consecuente. Por desgracia, el asesinato del personal
estadounidense en Libia y los ataques y protestas violentas en las
instalaciones diplomáticas estadounidenses de 20 países islámicos son
ejemplos de esta venganza.
En su momento, los críticos del derrocamiento de Muamar Gadafi de
Libia preguntaban con razón durante el proceso exactamente quiénes
conformaban la oposición a la que los EE.UU. estaban apoyando y qué tipo
de gobierno lo reemplazaría. Ellos planteaban la posibilidad de una
inestabilidad post-Gadafi, guerras tribales, y tal vez incluso una toma
del poder islamista en el país. El ataque contra las instalaciones
diplomáticas estadounidenses en Libia es un ejemplo de esa inestabilidad
incluso en un país islámico con sentimientos relativamente favorables
hacia los Estados Unidos. El nuevo gobierno libio era demasiado débil
como para proteger a los diplomáticos estadounidenses y de hecho culpó a
los Estados Unidos por no evacuar antes a su personal. Obviamente,
algunas facciones libias no están muy agradecidas por la ayuda del poder
aéreo de Occidente en el derrocamiento de Gadafi y la continuación de
la ayuda occidental.
Sin embargo, algunos sostendrán que fue la película de Internet en la
se que insulta al Islam la que causó en todo el mundo la violencia
anti-estadounidense, no la intervención de los EE.UU.. Sin embargo, la
película fue sólo el disparador, y la verdadera cuestión de fondo es la
intromisión de los EE.UU. y Occidente en las tierras y la cultura del
Islam. La superpotencia estadounidense ha llevado a cabo una política
intervencionista en el mundo islámico desde la Segunda Guerra
Mundial—incrementándola aún más después del 11/09 con la innecesaria
invasión de Irak—y es rotundamente odiada por ello, lo que la convierte
por ende en el blanco para dichos ataques vengativos, incluso entre
pueblos a los que los EE.UU. trataron de “ayudar”.
Además, el derrocamiento occidental de Gadafi—un enemigo acérrimo de
largo data de los Estados Unidos y Occidente que recientemente había
abandonado su programa nuclear y que había comenzado a cooperar con
Occidente, incluida la detención de prisioneros islamistas en sus
cárceles para un gobierno estadounidense que se los había entregado
allí—envió el mensaje equivocado a otros países que piensan en hacerse
de armas nucleares o que están trabajando con ellas. Los Estados Unidos
no demostraron respeto alguno por una Libia o un Irak de Saddam Hussein
no nucleares, pero sin duda lo tienen por la nuclear Corea del Norte.
Sin embargo, tras el aparentemente fácil derrocamiento de
Gadafi—utilizando sólo el poderío aéreo occidental para apoyar a una
fuerza de oposición local, sin necesidad de botas en el terreno—la
presión está actualmente aumentando para una repetición en Siria. Pero
los ataques en Libia, Egipto y otros países islámicos deberían ser una
nota de advertencia de lo que podría sobrevenir tras el derrocamiento de
Bashar al-Assad. Al igual que las fuertemente armadas y rivales
milicias tribales actualmente vagabundean por Libia, Siria tiene muchas
facciones opositoras armadas hasta los dientes, que siguen cometiendo
atrocidades contra la población civil y, según la inteligencia
estadounidense, han sido infiltradas, y a veces comandadas, por
al-Qaeda.
A modo de ilustración, un médico recientemente de regreso de una
misión humanitaria en Siria quedó impactado por el número de
combatientes islamistas radicales en las fuerzas de oposición que luchan
contra el régimen de Assad. El radicalismo islamista post-Gadafi no
debería haber sido una sorpresa en Libia, ya que al-Qaeda había tenido
siempre una alta tasa de participación en Benghazi y el este de Libia,
la cuna de la revolución anti-Gadafi. Tras el informe del médico en
Siria, un despliegue islamista así no debería tampoco ser una sorpresa
para el gobierno de los EE.UU. en una Siria post-Assad. Por otra parte,
una intervención militar de los EE.UU. en Siria no hará nada por la ya
muy baja popularidad de los Estados Unidos en el mundo islámico.
Los ataques contra las instalaciones diplomáticas estadounidenses en
Libia, Egipto y todo el mundo deberían ser una señal de alerta, una
advertencia para frenar el entremetimiento estadounidense en el mundo
islámico. Los EE.UU. han llevado a cabo recientemente intervenciones
militares en al menos seis naciones musulmanas: Libia, Irak, Afganistán,
Pakistán, Somalia y Yemen. Sin embargo, alertas aún más grandes fueron
dadas el 11 de septiembre sin que produjesen ninguna introspección, de
modo tal que la perspectiva es sombría 11 años más tarde para la tan
necesaria reflexión estadounidense. Por lo tanto, por desgracia, en el
país y en el extranjero, los Estados Unidos continuarán innecesariamente
luciendo un gran blanco pintado sobre sus espaldas.
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