El soldado desconocido
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una
novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de
publicar: Memorias de un soldado desconocido(IEP, 2012). Nacido
en una aldea indígena de la sierra peruana, a los doce años se enroló,
emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de
Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante
en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la “cuarta espada
del marxismo”, que quería materializar en los Andes, mediante el terror,
el paraíso comunista.
Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el
Ejército. Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos
(campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su
captura. Pero el teniente de la patrulla militar —nunca conoció su
nombre, sólo su apodo, “Shogún”— se compadeció del chiquillo, le perdonó
la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la
escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el
Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos
camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que
perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció.
Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial,
pidió su baja.
Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.
Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante
algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento
colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que
estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente,
entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en
aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y
la Amazonia.
Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.
El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es
conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la
experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza
moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura
con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y
la mala prosa que afean a menudo los libros de los “científicos
sociales” que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una
historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar
totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.
Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato
breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los
compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces
sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos —la
ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el
asesinato de los reales o supuestos soplones—, Lurgio Gavilán instala al
lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa
que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los
Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que
comienza como un sueño igualitario de justicia social, se convierte
pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades
ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los
guerrilleros leen —en voz alta para los que no saben leer— folletos de
Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias.
Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros,
pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez,
ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la
revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o
fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser “soplones”. Todos
viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad
humana —robar comida, por ejemplo— pues el castigo es casi siempre la
muerte.
El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los
terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden
ni se respetan las más elementales leyes de la guerra. Los prisioneros
son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a
estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven
la ropa y sean violadas cada noche por la tropa.
Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la
austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue
testigo y tal vez cómplice, no serían creíbles. Lo son, porque ha sido
capaz de referir aquella historia con una naturalidad y sencillez que
sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que
quien vivió, desde niño, semejantes horrores, no se insensibilizara y
perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el
prójimo.
Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu
sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política
pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se
abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento
íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las
represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un
sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que
lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los
nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan
las calandrias.
Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para
describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos,
arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son
como una delicada poesía en medio del apocalipsis.
Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa
aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber
experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de
amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan
persuasivo y tan lúcido de un período que despierta aún grandes pasiones
en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes
que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un
fusil. Memorias de un soldado desconocido muestra, mejor que
cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer
en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática
y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que
regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael
Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la “gran marcha” de
Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el
capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista,
produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y
desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y
la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se
entronizara en el país por diez años una de las más corruptas dictaduras
de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos
de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin
embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la
libertad el Perú vive un período de desarrollo económico sin precedentes
en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer, emboscado
detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los
autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no
puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio
Gavilán Sánchez
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