02 diciembre, 2012

Las apuestas de Peña Nieto

El Presidente amarró el éxito de su gestión a su propia capacidad de entenderse con quienes le regatearon la limpieza de su triunfo electoral.

Pascal Beltrán del Río
Tomó nota. La campaña electoral y los acontecimientos posteriores a los comicios del 1 de julio tuvieron su saldo en Enrique Peña Nieto.
Llegó a Palacio Nacional —ayer, pasado el mediodía— dispuesto a quitarse los prejuicios que había generado su candidatura.
Ya traía la banda presidencial puesta, pero no había tenido la oportunidad de atacar de frente los estigmas que lo han acompañado por los últimos años: frívolo, insensible, títere de los “poderes fácticos”, ignorante…


Para cada una de esas etiquetas traía un antídoto en su discurso, un texto cuidadosamente hilvanado, cuya lectura demoró 45 minutos.
Hombre que ha hecho de los “compromisos” la columna vertebral de su acción política, Peña Nieto redactó con sangre una serie de propósitos y “decisiones” de los que será imposible retractarse sin costo y que constituyen la vara para medir el primer tramo de su gobierno.
El Presidente de la República amarró el éxito de su gestión a su propia capacidad de entenderse con quienes le regatearon hasta el último día del periodo de transición la limpieza de su triunfo electoral y su capacidad de ser un mandatario surgido del PRI que no responda a los reflejos del viejo partido de Estado.
Se comprometió a “mover” al país —en “dos mil 191 días”— de un modo que implica modificar varios artículos de la Constitución.
Lo hizo a sabiendas de que sus votos leales en el Congreso no han dado ni para organizar el gobierno como él hubiera querido (y por eso tuvo que dejar en suspenso la fusión de la Secretaría de Seguridad Pública con Gobernación y la desaparición de la Secretaría de la Función Pública, cuyas responsabilidades serán  absorbidas por otras dependencias, si lo dejan).
Como los hubieras no existen, es ocioso pensar cómo habría sido el discurso de Peña Nieto en caso de que el PRI y su aliado Verde hubieran tenido mayoría en ambas Cámaras.
Es posible que la estrechez legislativa haya dado lugar al arrojo. Como sea, el hoy Presidente elaboró un credo que lo compromete a olvidarse de cualquier rencor. Necesita votos ajenos en el Congreso, algo que sus tres antecesores no cosecharon en abundancia, precisamente.
Si hemos de creer en sus palabras iniciales, Peña Nieto no llega a Los Pinos para flotar o resolver sólo el día a día de la administración. Quiere “el cambio”. Y quizás es porque sabe que el lapso de su gobierno coincidirá con una extraordinaria serie de oportunidades en el contexto global para que México despegue como potencia económica.
Para lograr su objetivo, lanza guiños a la izquierda y a la derecha. Para aquélla, programas sociales ambiciosos, austeridad gubernamental y hasta trenes de pasajeros, todas propuestas de campaña de Andrés Manuel López Obrador; para ésta, responsabilidad fiscal, transparencia y contención del apetito feroz de los gobernadores por endeudar a sus estados, indiscutiblemente parte de la agenda de Acción Nacional.
Pero, ¿cómo combinar un presupuesto equilibrado con mayor gasto público? Se comprometió con sacar adelante la reforma energética y la fiscal, que desataría a Pemex del yugo de Hacienda y haría menos dependiente al erario de los ingresos petroleros.
Eso requiere, por supuesto, del apoyo de la oposición. En vísperas de su toma de posesión, Peña Nieto había dado una muestra de su estrategia: convencer a la izquierda moderada y a la derecha de firmar un pacto en el que las tres partes ganen. No porque todas tendrán todo lo que quieren, sino porque al ceder en algunas pretensiones podrán satisfacer sus demandas más acariciadas.
Pero no hay, desde mi punto de vista, objetivo más arriesgado entre los que planteó ayer Enrique Peña Nieto, que transformar la educación del modo que él lo propuso.
Como en otros puntos de su discurso dejó su meta cincelada en piedra: reformar la Constitución y la Ley General de Educación para acabar con la herencia de plazas y su control por parte del sindicato que comanda Elba Esther Gordillo.
No quiere este Presidente de la República repetir el esquema de colaboración con el poder que ha dado tan buenos resultados al SNTE y ventajas cada vez más magras a los gobiernos que se han aliado con La Maestra. Evidentemente ya se alteró la relación costo-beneficio de dejar que Elba Esther descolonice voluntariamente el aparato educativo a cambio de apoyo político.
Se trata de una apuesta arriesgada, pero Peña Nieto debe saber que, al menos en el arranque, contará con el apoyo de una parte importante de la sociedad, harta de los maestros comisionados y de aquellos que faltan a clases para participar en las movilizaciones sindicales. Porque el enemigo no es sólo la líder vitalicia del SNTE y su retorcido colmillo político, sino también el asambleísmo indomable de la CNTE, que ya aprendió a doblar el brazo a autoridades estatales para mantener e incrementar sus canonjías.
El Presidente había quemado sus naves la víspera, cuando designó como secretario de Educación a un archienemigo de Elba Esther, alguien con tan mala imagen pública como La Maestra misma: Emilio Chuayffet. Para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo.
Para los llamados “poderes fácticos”, Peña Nieto agregó un apartado de competencia en su discurso. Competencia en radio, televisión e internet. Derecho de acceso a la banda ancha, una demanda de los jóvenes que lo impugnaron en campaña. A ellos también les lanzó el guiño de ayudarlos a adquirir las aptitudes para desarrollarse profesionalmente.
Para las víctimas de la violencia y sus familias, que han luchado por la visibilidad en estos últimos años, les prometió ponerse de su lado y, de entrada, desistirse de la controversia que sobre la legislación en la materia presentó el gobierno del presidente Felipe Calderón, ya admitida a trámite por la Suprema Corte.
Para las mujeres que sostienen hogares, ofreció el apoyo presupuestal para crear un seguro de vida que no deje desamparados a sus hijos en caso de que ellas falten.
Para los más pobres, una Cruzada Nacional contra el Hambre, que se antoja como una adaptación del programa Fome Zero que puso en práctica en 2003 el entonces presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, para erradicar la miseria extrema en su país.
Y para los mexicanos de la tercera edad, y los que están por ingresar en ella, la ampliación del programa de Sedesol actualmente conocido como 70 y Más.
El discurso de Peña Nieto es uno que no se pelea con el pasado, ni el inmediato (el de la alternancia panista) ni el previo a éste (el de la “construcción de instituciones”). Pero se desmarca de esas etapas imprimiendo su propio estilo sobre ese futuro que llama a “ganar”.
Por eso asume su obligación de aplicar la ley, pero afirma que la seguridad no se logra solamente con la acción policiaca, sino con la reconstrucción del tejido social. Y por eso abraza la responsabilidad macroeconómica, pero apela a encender “todos los motores del crecimiento”.
Por eso enaltece la historia del país —“es identidad y fuente de inspiración”— pero coloca en el futuro la razón de su proyecto.
Dice Peña Nieto que quiere que México sea “un país arrojado y audaz, preparado para competir y triunfar y que esa sea su imagen”.
Por lo pronto él ha tenido el arrojo y la audacia de apropiarse de una parte de la agenda de la derecha y la izquierda, y al atar su éxito a su capacidad de negociar con la oposición —reitero lo que dije aquí la semana pasada: él será su propio secretario de Gobernación—, también ha comprado un seguro contra el fracaso.
Si los opositores quieren hundirlo, tendrán que renunciar al avance de sus propios proyectos.

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