19 diciembre, 2012

Perú: Sobre el poder y las circulinas

Perú: Sobre el poder y las circulinas

Printer-friendly versionSend to friendpor Alfredo Bullard
Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales. Bullard es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.
Es un curioso aparatito. Su magia es cautivante. Una luz roja dando vueltas es colocada en el techo de un auto, indicando que su ocupante es “alguien importante”. Esa lucecita permite detener el tráfico, abrirse paso, y pasar delante de los ciudadanos comunes y corrientes que son paralizados (pasmados suena quizás más pertinente) sobre el pavimento.


No creo que su función real sea que su usuario llegue más temprano a donde va. Tampoco creo que sea darle más seguridad. Esas son consecuencias accidentales. Su función se asemeja a la de otros símbolos convencionales de poder: las “fajas” ministeriales y presidenciales, los uniformes de las Fuerzas Armadas, las varas de mando, las medallas o las togas y pelucas de los jueces. Las circulinas son signos visibles del poder. Están allí para inflamar la autoestima de los funcionarios. Son como una droga que se usa para generar placer y satisfacción. Eso de tener escoltas que sacando la mano por la ventana y estirando un dedo consiguen que tus congéneres detengan sus automóviles o abran rejas o vallas debe ser lo más parecido a volar como Superman o disparar rayos como Ironman.
Henry Kissinger decía que el poder era el mayor de los afrodisíacos. Sus efectos sobre la voluntad humana son devastadores. Convierte a personas buenas, sencillas y corrientes en perfectos patanes. Conduce al descontrol, a la pérdida de nuestras facultades, a la desaparición de la simpatía y la anulación de la empatía. Engorda el ego y adelgaza la razón.
El poder, en ese sentido, nos aleja de los demás. Nos hace ajenos, y al hacernos ajenos nos hace insensibles. Convierte al prójimo en súbdito. Y ello es más lamentable en un funcionario público, cuyo propósito debería ser servir a los demás.
Un buen ejemplo del peligro del poder es el protagonizado por el ex ministro Villena. Imagino que debe ser un tipo normal. No lo conozco, pero quienes lo hacen no tienen mala opinión de él. Sin embargo, los afrodisíacos pueden acabar con los límites morales del más pintado. Un incidente tan irrelevante como perder un avión puede conducir a resultados totalmente irracionales (a fin de cuentas el no querer esperar unas cuantas horas en un aeropuerto le costó días, meses y quizás años de gestión pública).
Ahora bien, lo que este episodio también muestra es que, por suerte, los peruanos estamos aprendiendo a perderle el respeto al poder artificial y artificioso de las circulinas. Hace unos años este tipo de incidentes hubiera terminado con un ataque público a la insensibilidad de una empresa aérea chilena que obstaculizó el desarrollo de la función pública de un ministro de Estado. Como bien señaló Augusto Álvarez Rodrich, es signo de madurez que en plena audiencia en La Haya el incidente de Villena no haya inflamado el antichilenismo xenofóbico contra una aerolínea chilena sino la indignación contra el abuso del poder.
Claro que hablamos aquí de un tipo de poder: el derivado, que nos viene prestado. Un poder que así como llega un buen día, un buen día se va. Es ese el que justamente necesita circulina para expresarse. Es efímero, tan temporal que se desvanece y se deslegitima con un simple empujón a la funcionaria de una aerolínea.
Hay, sin embargo, otro tipo de poder, el propio. Es el que nace de las capacidades y esfuerzo de cada uno. Ese poder no depende de signos como las folclóricas fajas de los ministros o las circulinas en el techo. Quienes gozan de él no lo adquieren cuando juran un cargo ni lo pierden cuando lo dejan. El poder radica en ellos, en su propia personalidad y esencia. En ellos el poder es permanente. Si uno quiere conocer la verdadera esencia de una persona, hay que darle poder. Allí veremos si es uno propio o un vulgar derivado. Como decía el poeta y político inglés Thomas Macaulay, “La prueba suprema de virtud consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él”.

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